
Se prometió cuidarlo mucho y la llamó Bicha, porque era una oveja.
La cuidó tan bien que estuvo a punto de asfixiarla: la alzaba en brazos, la acostaba sobre la falda. A los gatos y a los perros les gustan estos mimos, pero los corderos, una vez que comieron, prefieren que se los deje tranquilos, dormir y caminar cuando se les antoja.
Silvana le decía a su hija que en vez de ayudar a crecer a Bicha se lo impedía con tanto manoseo, pero Catalina no quería que Bicha creciera, hubiera preferido que fuera más chica todavía para guardársela en el bolsillo.
Llevaba a las ovejas grandes al prado, dos horas por la mañana y tres por la tarde. Los corderitos soportaban muy tranquilos la separación, parecían entender que sus madres iban a pastar y a buscar leche. Bicha era más impaciente o tenía hambre, porque cuando veía volver a su madre balaba tan tristemente que a Catalina se le partía el corazón hasta hacer pucheros.
Le habían prohibido soltar a las crías, pero tanto rogó por su Bicha que Silvana le dijo:
—Haz lo que quieras. Si se muere no perderemos mucho, y hasta me gustaría librarme de ella; te está volviendo loca, ya no piensas en otra

cosa. Entras a las ovejas demasiado pronto y las sacas demasiado tarde para no separar a la Bicha de su madre. Llévala nomás, y que sea lo que Dios quiera.
Catalina llevó a Bicha al prado y todo el tiempo la tapó con el delantal para que no pasara frío. Eso anduvo bien durante dos días, pero al tercero se cansó de ser la esclava de un animal y volvió a jugar y a corretear como antes. Bicha no desmejoró pero tampoco creció, siguió siendo un monstruito.
Una tarde en que Catalina tenía más ganas de buscar huevos que de cuidar a sus ovejas, al caer el sol encontró un nido de mirlos con tres pichones ya bien emplumados. No eran ariscos, porque cuando les acercó el dedo imitando el chillido de la mirla abrieron los picos amarillos y mostraron sus rosados gargueros. Catalina se entretuvo tanto que no hizo más que hablarles y acariciarlos mientras arreaba sus ovejas, y solo a la mañana siguiente reparó en la gran desgracia. ¡Bicha no estaba en el establo!
Olvidada afuera, durmiendo a la intemperie, a lo mejor el lobo se la había comido. Catalina maldijo a sus mirlos porque la habían vuelto mala y descuidada. El cariño por Bicha le inundó el corazón y corrió llorando al prado a buscarla.

Era el mes de marzo, un rato antes del amanecer. Sobre la laguna que estaba en medio del campito reinaba un vapor espeso y blanco. Catalina, después de mirar por todas partes y entre las matas, se acercó a la orilla. Y allí vio algo que la sorprendió mucho porque era la primera vez que madrugaba tanto. La bruma, dormida como sábana sobre el agua la noche entera, se rasgaba al salir el sol y rodaba y volaba transformada en bolitas. Algunas se enganchaban en las ramas de los sauces y ahí quedaban colgadas. Otras, zamarreadas por el viento matinal, volvían a caer en la arena o tiritaban sobre el pasto húmedo. De pronto, Catalina creyó ver una majadita, pero ella no buscaba una majadita, buscaba a su oveja, y su oveja no estaba por allí. Entonces se puso a llorar con la cabeza sobre las rodillas, tapándosela con el delantal, como quien se desespera.
Por suerte, a esa edad una nena no se la pasa llorando todo el tiempo. Alzó la cabeza y vio que las bolitas blancas volaban por encima de los árboles y se iban al cielo atraídas por el sol, como si este quisiera chuparlas.
Catalina las miró deshacerse y borrarse, y cuando bajó la vista vio que


en la orilla opuesta, bastante lejos porque la laguna era grande, estaba su Bicha, inmóvil, dormida al parecer. Corrió sin pensar que estuviera muerta, porque los niños no creen fácilmente en cosas tristes, y la alzó y la guardó en su delantal. Salió corriendo para la casa, y mientras corría se sorprendió de que el delantal estuviera liviano como si no llevara nada.
—¡Cómo ha sufrido y enflaquecido la pobre Bicha en una sola noche! —pensó—; se me hace que el delantal está vacío.
Pero no lo abrió para mirar, temiendo que el animalito se resfriara.
Y de sopetón, en un recodo del camino se encontró con Pedro, el hijo del herrero, que corría hacia ella llevando en brazos ¿adivinen a quién? ¡Nada menos que a la Bicha, vivita y coleando!
—Tómala —dijo Pedro—, te la devuelvo. Anoche se metió entre mis ovejas cuando te paraste a mostrarme los mirlos. No quisiste regalarme un pichón, con lo que me gustaban. Pero soy mejor que tú; cuando vi que tu ovejita seguía a una de las mías confundiéndola con su madre, la dejé mamar y después la puse al reparo. Te la traigo porque supongo que estás afligida, ¿no?