CAPÍTULO PRIMERO

Me encantaría saber por qué mi madre me puso de nombre «Enola», el cual, leído del revés, en inglés, significa «sola». A mi madre le gustaban, o tal vez aún le gusten, los mensajes en clave y los acertijos, así que seguro que algo pretendía con el nombre, ya fuera una premonición, algún tipo de bendición enigmática o incluso un plan, aunque mi padre todavía no había fallecido.
Sea lo que fuere, durante mi infancia casi cada día ella me decía: «Te apañarás muy bien sola, Enola». De hecho, esa era su habitual cantinela de despedida cada vez que salía hacia la campiña cargada con su cuaderno de dibujo, sus pinceles y sus acuarelas. Y en verdad, sola es como me dejó cuando, una tarde de julio, la misma de mi decimocuarto cumpleaños, no volvió a Ferndell Hall, nuestro hogar.
Al principio, como celebré mi fiesta de cumpleaños con Lane, el mayordomo, y su esposa, la cocinera, la ausencia de mi madre no me preocupó especialmente. Aunque nuestra relación era cordial, mamá y yo rara vez interferíamos en los asuntos de la otra. Supuse que la habría retenido algún asunto urgente, y más cuando había dado instrucciones a la señora Lane para me entregara varios paquetes a la hora del té.
Los regalos de mamá fueron:
Un set de dibujo: papel, lápices de grafito, un cortaplumas para afilarlos y una goma de borrar de caucho de la India, todo ello organizado ingeniosamente en una caja plana de madera que, al abrirse, se convertía en un caballete.
Un libro bastante grueso titulado El significado de las flores (con explicaciones sobre los mensajes en abanicos, pañuelos, lacres y sellos de correos).
Otro cuadernillo mucho más pequeño lleno de mensajes en clave.
Aunque sabía dibujar hasta cierto nivel, madre me animaba a mejorar la poca mano que tenía. Ella sabía que disfrutaba dibujando, al igual que disfrutaba leyendo cualquier tipo de libro, sobre cualquier tema. Sin embargo, en lo que se refiere a mensajes encriptados y acertijos, sabía que no me interesaban para nada. Pese a eso, y como podía apreciar con claridad, había confeccionado con sus propias manos y especialmente para mí ese pequeño libro, doblando y cosiendo ella misma las páginas interiores, que estaban decoradas con algunas de sus refinadas acuarelas de flores.
Resultaba obvio que había estado trabajando en el regalo durante un tiempo considerable. «Ha pensado en mí», me dije con firmeza varias veces durante la tarde.
Aunque no tenía ni idea de dónde podía estar mamá, suponía que regresaría más tarde o enviaría un mensaje por la noche. Dormí plácidamente y sin preocuparme.
Sin embargo, a la mañana siguiente, Lane negó con la cabeza. No, la señora de la casa no había regresado. No, no había llegado ningún mensaje.
Afuera, una lluvia gris se compenetraba con mi estado de ánimo, que fue volviéndose cada vez más intranquilo.
Después de desayunar, subí de nuevo las escaleras hacia mi dormitorio, un refugio agradable en el que el armario, el lavamanos, el tocador y el resto de los muebles estaban pintados de blanco y decorados con unas cenefas de florecillas rosas y azules. La gente solía llamarlo «estilo cottage»: mobiliario barato propio de una criatura, pero a mí me gustaba. Casi siempre.
En aquel preciso día, no.
No podía permanecer en el interior de la casa; de hecho, no podía sentarme, excepto para calzarme las botas de agua a toda prisa. Ataviada de forma cómoda con una camisa y unos pantalones bombachos que habían pertenecido a mis hermanos, me puse un impermeable por encima. Y así, vestida enteramente de goma, brinqué escaleras abajo y cogí un paraguas del perchero.
—Salgo a dar un vistazo —anuncié a la señora Lane mientras atravesaba la cocina.
Qué extraño. Eran las mismas palabras que pronunciaba casi cada día cuando salía para... buscar cosas, por ejemplo, aunque generalmente no sabía qué. Cualquier cosa. Trepaba a los árboles solo para ver qué encontraba: conchas de caracol con franjas granates y amarillas, nueces, nidos de pájaros. Y si me topaba con el de una urraca, buscaba en su interior: botones, trozos de cinta brillante, un pendiente extraviado. Jugaba a que algo de mucho valor se había perdido y yo lo estaba buscando...
Solo que esta vez no era un juego.
La señora Lane también sabía que esta vez era diferente. Como siempre hacía porque nunca lo llevaba, debería haberme preguntado: «¿Y su sombrero, señorita Enola?». Pero no dijo nada cuando salí.
Cuando salí a dar una vuelta para buscar a mi madre.
Convencida de que podía encontrarla yo sola.
En cuanto estuve lo suficientemente lejos de la cocina como para que no me vieran, empecé a correr de un lado a otro como un perro beagle, olisqueando cualquier señal de mamá. El día anterior por la mañana, como capricho de cumpleaños, me permitieron holgazanear en la cama hasta tarde, así que no la había visto marcharse. Pero supuse que, como era su costumbre, habría salido algunas horas para dibujar bocetos de flores y plantas, por lo que primero la busqué en los terrenos de Ferndell.
Mamá administraba las tierras, y le gustaba que las cosas crecieran a su propio ritmo y sin interferir. Vagué por los jardines de flores silvestres, por los pastos invadidos de aliagas y zarzas, por los bosques cubiertos de vides salvajes y hiedra. Y durante todo ese tiempo, el cielo gris siguió llorando lluvia sobre mí.
Reginald, el viejo perro collie, trotó a mi lado hasta que se cansó de mojarse y fue a buscar cobijo. Qué criatura tan sensata. Calada hasta los huesos, sabía que debía imitarlo, pero no pude. Mi ansiedad y mi paso se habían acelerado guiados por el azote del pánico; pánico de que mi madre estuviera ahí fuera, herida, enferma o —un recelo que no podía ahuyentar por completo puesto que madre no era precisamente joven— de que hubiese tenido un ataque al corazón. Podía estar... pero no, no podía ni pensarlo; hay otras palabras. Fallecida. De viaje hacia el más allá. Difunta. Se fue con mi padre.
No, por favor.
Se podría pensar que como madre y yo no estábamos muy «unidas», su desaparición no iba a afectarme lo más mínimo. Sin embargo, fue más bien al contrario. Me sentí horrible. No dejaba de decirme que si algo le ocurría, sería culpa mía. Siempre me sentía culpable de... de todo. De respirar. De haber nacido indecentemente tarde en la vida de mi madre. Menudo escándalo, menuda carga. Y siempre había contado con resolverlo cuando creciera. Tenía la esperanza de que un día, de alguna manera, conseguiría hacer brillar una luz que sacaría mi vida de las sombras de la vergüenza.
Y entonces mi madre me querría.
De modo que tenía que estar viva.
Y yo estaba obligada a encontrarla.
En mi búsqueda, crucé y crucé los bosques en los que nuestros antepasados habían cazado liebres y urogallos. Subí y bajé por la roca de la gruta, toda ella tapizada con los helechos que dan nombre a la propiedad,* un lugar que me encantaba pero en el que hoy no me entretuve. Continué hasta los límites de la finca, donde los bosques daban paso a las tierras de cultivo.
Busqué también allí, en las plantaciones, porque mamá podría muy bien haberse acercado por las flores. Al no estar muy lejos de la ciudad, en lugar de hortalizas y verduras, los arrendatarios de Ferndell cultivaban jacintos de los bosques, pensamientos y azucenas, pues veían que los ramilletes frescos que transportaban cada día a Covent Garden les procuraban mayor prosperidad económica. Allí crecían hileras de rosas, cosechas enteras de coreopsis, prados llameantes de cinias y amapolas, todas para Londres. Los campos de flores me hicieron soñar en una ciudad luminosa donde, cada día, las sonrientes doncellas arreglaban ramos frescos en cada una de las estancias de las mansiones, donde las mujeres gentiles y damas de la nobleza adornaban y perfumaban sus peinados, sus vestidos y a ellas mismas, con anémonas y violetas. Londres, donde...
Pero aquel día, las hojas y las flores de los prados estaban como mustias, empapadas por la lluvia, y mis sueños de Londres duraron uno o dos suspiros, evaporándose como la niebla que ascendía desde los campos. Campos vastos. Kilómetros de campos.
¿Dónde estaba madre?
En mi imaginación —no las de Londres, sino las que tratan sobre mamá—, era yo quien la encontraba, cual heroína, y ella, al rescatarla, levantaba su mirada hacia mí con gratitud y adoración.
Pero eso solo eran sueños y yo, una niña inocente. Hasta el momento, únicamente había inspeccionado una cuarta parte de la hacienda, sin contar las tierras de labranza. Si mamá estaba herida y no podía moverse, exhalaría su último aliento antes de que yo, sin ayuda de nadie, pudiera encontrarla.
Di la vuelta y me apresuré a regresar a casa.
Una vez allí, Lane y la señora Lane se abalanzaron sobre mí como un par de tórtolas sobre su nido: él me desplumó del abrigo calado, del paraguas y las botas, y ella me empujó hacia la cocina para hacerme entrar en calor. Aunque no era la persona indicada para regañarme, no dudó en dejar claro lo que pensaba:
—Solo a un tonto se le ocurriría permanecer tantas horas bajo la lluvia —le dijo a la cocina de carbón mientras levantaba la tapa—. Los resfriados no distinguen entre aristócratas y campesinos. —Esto, a la tetera que ponía a calentar—. La tuberculosis no conoce ni a personas ni a circunstancias. —A la tetera de cerámica. No vi la necesidad de objetar, puesto que no se dirigía a mí concretamente. No hubiese osado decirme nada parecido—. Si alguien quiere ir por libre, ningún problema, pero no debería andar buscando atrapar unas anginas, o pleuritis o neumonía o algo peor. —A las tazas. En ese momento, se dio la vuelta, me miró y cambió su tono de voz—: Disculpe, señorita Enola, ¿desea almorzar? ¿No quiere acercar su silla un poco más a la estufa?
—Si me acerco, me quemaré como una tostada —contesté—. No, no quiero almorzar. ¿Se sabe algo de madre?
Aunque ya sabía la respuesta, puesto que Lane o la señora Lane me hubiesen informado en cuanto hubieran tenido noticias, no pude evitar formular la pregunta.
—Nada, señorita —dijo la señora Lane envolviendo sus manos en el mandil como si estuviera arrullando a un bebé.
—Entonces mejor voy a escribir algunos mensajes —dije mientras me ponía en pie.
—Señorita Enola, la chimenea de la biblioteca no está encendida. Permítame que le traiga sus cosas aquí.
Me alegré de no tener que sentarme en el gran sillón de cuero de esa lúgubre estancia. En la cálida cocina, la señora Lane me acercó el papel con el blasón familiar, el frasco de tinta y la pluma estilográfica del escritorio de la biblioteca, junto con un poco de papel secante.
Mojé la plumilla en el tintero, y en el papel color crema escribí unas breves palabras dirigidas a la policía local, informándoles de la desaparición de mi madre y solicitándoles amablemente que organizaran su búsqueda.
Allí sentada, me quedé pensando si todo aquello era realmente necesario.
Desafortunadamente, sí. No podía postergarlo.
Más sosegada, redacté otro mensaje, que pronto recorrería muchos kilómetros vía cable para ser transcrito por un dispositivo telegráfico:
LADY EUDORIA VERNET HOLMES DESAPARECIDA DESDE AYER STOP POR FAVOR PIDO CONSEJO STOP ENOLA HOLMES
El destinatario de aquel telegrama era Mycroft Holmes, en Pall Mall, Londres.
Y también envié el mismo mensaje a Sherlock Holmes, en Baker Street, Londres.
Mis hermanos.
CAPÍTULO SEGUNDO

Tras sorber el té que la señora Lane me había apremiado a tomar, me vestí con unos bombachos secos y me preparé para salir hacia el pueblo a entregar los mensajes.
—Pero, señorita Enola..., si está lloviendo..., se mojará. Dick los llevará —me propuso la señora Lane mientras retorcía el mandil con sus manos.
Se refería a su hijo mayor, que realizaba algunos trabajillos en la hacienda, siempre supervisado por Reginald, el collie, que, de alguna manera, era más inteligente que él. En vez de explicar a la señora Lane que no pensaba confiar a Dick un recado de tanta importancia, le dije:
—Aprovecharé para hacer algunas preguntas mientras esté allí. Cogeré la bicicleta.
La mía no era uno de esos velocípedos de rueda alta que te hacían los huesos picadillo, sino una bicicleta de seguridad «enana», muy sólida, con neumáticos con cámara de aire.
Pedaleé a través de la llovizna y me detuve un momento en la caseta del guarda, en la entrada. Ferndell no es tan grande como para considerarla una mansión; tan solo es una casa de piedra que saca pecho, por decirlo de algún modo, pero cuenta con un sendero, una puerta de hierro y, por lo tanto, con una caseta.
—Cooper —dije dirigiéndome al guarda—, ¿puedes abrirme la verja? Y por cierto, ¿recuerdas habérsela abierto ayer a mi madre?
El guarda respondió con una negativa que no escondía su sorpresa ante tal pregunta. No, en absoluto, Lady Eudoria Holmes no había pasado por allí.
Una vez franqueada la puerta, recorrí con la bicicleta la corta distancia que me separaba de la aldea de Kineford.
Tras pasar por la estafeta de correos y enviar los telegramas, dejé mi mensaje en la comisaría, donde tuve oportunidad de hablar con el alguacil antes de comenzar con mis pesquisas. Me detuve en la vicaría, la tienda de comestibles, la panadería, la tienda de dulces, la carnicería y la pescadería, y pregunté, tan discretamente como pude, si alguien conocía el paradero de mi madre. Nadie la había visto. La esposa del vicario, entre otros, me miró y alzó las cejas con extrañeza. Supongo que por mis bombachos. Para montar en bicicleta en público, era obligatorio, como mínimo, llevar una ropa «racional»,* como una falda impermeable sobre los pantalones, y, en el caso más extremo, una prenda lo suficientemente larga como para taparme los tobillos.
Conocía las críticas que mi madre recibía por no cubrir correctamente cualquier tipo de vulgaridad, desde los cubos de carbón hasta la parte trasera del piano o hasta a mí misma.
Porque yo era una criatura que escandalizaba.
Jamás cuestioné mi desgracia, pues hacerlo hubiera supuesto abordar ciertos asuntos que cualquier «buena chica» debía ignorar. Sin embargo, sí había observado que, cada uno o dos años, la mayoría de mujeres casadas desaparecían en el interior de su casa, y reaparecían varios meses después con una nueva criatura, tal vez hasta que llegaban a la docena, hasta que dejaban de hacerlo o, simplemente, hasta que expiraban. Mi madre, en comparación, solo había engendrado a mis dos hermanos, bastante más mayores que yo. De alguna manera, la contención de la que habían hecho gala mis padres en el pasado convirtió mi nacimiento algo tardío en un bochorno para un caballero seguidor de los postulados lógico-racionalistas y para su creativa y educada esposa.
Mientras atravesaba Kineford pedaleando de nuevo, las miradas y el alzamiento de cejas ante mis preguntas dieron paso a los cuchicheos. Efectué otra ronda de interrogatorios en la posada, la herrería, el estanco y la taberna, lugares en los que, por otro lado, raramente entraban las «mujeres de bien».
No averigüé nada.
Y a pesar de exhibir la mejor de mis sonrisas y unos modales acordes, casi podía percibir el bullicio que dejaba tras de mí y que crecía con cotilleos, conjeturas y rumores mientras regresaba a Ferndell Hall con los ánimos decaídos.
—Nadie la ha visto —contesté a la mirada muda y llena de preguntas de la señora Lane—, y nadie tiene la menor idea de dónde puede estar.
De nuevo rechacé su invitación a almorzar, aunque ya era casi la hora de la merienda, y subí con desfallecimiento las escaleras hasta la puerta que daba acceso a las habitaciones de mi madre, donde me quedé reflexionando. Mamá siempre cerraba sus aposentos con llave. El señor y la señora Lane eran el único servicio doméstico del que disponíamos, y para ahorrar trabajo a la señora Lane, mi madre se encargaba de la limpieza de sus habitaciones. Rara vez permitía la entrada, aunque dadas las circunstancias...
Decidí entrar.
Puse la mano en el pomo, suponiendo que no cedería y que tendría que salir en busca del señor Lane para que me diera la llave.
Pero el pomo giró.
Y la puerta se abrió.
Y en aquel momento comprendí, como si no lo supiera ya, que todo había cambiado.
Contemplé la sala de estar de mi madre, y en aquel sosiego experimenté más devoción de la que hubiera podido sentir de encontrarme en una capilla. De acuerdo, h