Serafín, el escritor y la bruja

Claudia Piñeiro

Fragmento

31 de octubre. Noche de brujas

Serafín no tenía muchos amigos. Dos meses atrás, sus padres habían decidido mudarse a las afueras de la ciudad y todavía no encontraba su lugar. Era el menor de seis hermanos y había nacido doce años después del que lo precedía, o sea, cuando nadie lo esperaba. Vivía con su padre, Gustavo Iraola, su madre, Ana Inés, y Mimí, la mucama y una de sus pocas amigas. Hacía tiempo que sus hermanos se habían marchado a estudiar en lejanas universidades prestigiosas.

A Serafín lo que más le gustaba en el mundo era leer cuentos de brujas. Tenía una colección completa en su biblioteca.

—“La bruja descubrió todo y se puso furiosa” —leía en voz alta, recostado en su cama—. “Cortó las trenzas de Rapunzel y se llevó a la niña al desierto. Allí la dejó sola, para que muriera de hambre”. ¡Qué bruja malísima!

Desde la calle llegaban voces de niños, risas y cantos. Serafín fue hacia la ventana a ver de qué se trataba. Eran Axel Quintana y otros de sus nuevos compañeros de colegio. Axel había organizado una fiesta de brujas en su casa; llevaban puestos disfraces y máscaras. El traje más llamativo era el de Axel. Cuando los niños descubrieron a Serafín, empezaron a burlarse de él. Serafín trató de esconderse para que no lo vieran.

—¡Eh, Serafín! ¿Te dan miedo las brujas? —gritó Axel.

Las burlas aumentaron. Serafín se sentó en el piso de su cuarto, de espaldas a la ventana. Se sentía mal, pero no sabía qué hacer. Poco a poco, las risas se fueron alejando. Serafín se trepó a la ventana con sigilo y, después de comprobar que los niños se habían marchado, se sintió aliviado. Una pequeña estrella recién asomaba. Le atrajo su brillo; nunca había visto una estrella que brillara con tanta magia. Cuanto más la miraba, más brillaba. Pensó que el brillo especial se debería a algún extraño efecto atmosférico. Pero se equivocaba. Amanda Amancay bien sabía que se equivocaba.

Amanda Amancay era una bruja muy particular, tan particular que hasta era buena. Vivía con su hermanastra Lucrecia, que era una bruja con todas las letras. Y con Tío Alberto, que era un gato pero que no lo era (Tío Alberto era un tátara, tátara, tátara, tataratío de Lucrecia y Amanda, convertido en gato por una bruja que había muerto en la hoguera en el siglo XV sin revelar el antídoto).

Esa noche, noche de brujas, Amanda estaba junto a la ventana acariciando a Tío Alberto mientras Lucrecia le trenzaba el pelo. Miraba la misma estrella que Serafín.

—Alguien está mirando esa estrella, Lucrecia.

—¿Ah, sí? —contestó Lucrecia con desgano.

—Sí, mamá siempre decía…

—“Tu” mamá, querrás decir… —corrigió Lucrecia.

—Bueno, está bien. Mi mamá siempre decía que cuando una estrella brilla de ese modo es porque varios ojos la miran al mismo tiempo. Y esas miradas, tarde o temprano, se encuentran. ¿No te parece romántico?

—¡¿Romántico?! —exclamó Lucrecia, burlona—. No solo eso, me parece importantísimo para el futuro de la brujería, para la Nueva Declaración de Principios del Sindicato de Brujas, para el Aquelarre anual. ¡Importantísimo!

Lucrecia completó la trenza de su hermana y fue hacia la mesa de paño verde a terminar su solitario. Chasqueó lo dedos; las cartas se barajaron solas y se acomodaron, listas para que Lucrecia empezara otra vez.

—Si no cambias, Amanda —le advirtió—, vas a ser una bruja tan poco trascendente como tu madre.

A Amanda le dolió el comentario, pero no se atrevió a contestarle. Fue al ropero. Tomó su capa, su sombrero negro y la yica donde llevaba sus elementos mágicos.

—¡Amanda, yo a tu edad era una bruja muy prestigiosa! Había convertido príncipes en sapos, embrujado palacios, encantado ciudades. ¡Los tuyos siempre son trabajos menores!

Las hermanas se miraron un instante sin decir una palabra. Lucrecia volvió a su solitario. Amanda, todavía triste, se puso la capa, el sombrero y se acomodó el lunar de la punta de su nariz.

—Nos vemos, Lucrecia —le dijo Amanda—. Tengo un trabajo en la biblioteca de la calle Chiclana…

Ni bien Amanda pronunció la palabra “Chiclana”, se le llenó la cara con un estornudo fenomenal. Como pudo, Lucrecia se lanzó sobre las cartas para protegerlas del ventarrón. Amanda estornudó estrepitosamente y al instante se cruzó de piernas. Es que a Amanda las palabras con “cha”, “che”, “chi”, “cho” y “chu” la hacen estornudar, y si estornuda y no cruza las piernas… se hace pis. Todo un trastorno.

Amanda salió. Tío Alberto corrió tras ella, pero la puerta se cerró antes de que pudiera seguirla.

Serafín y Amanda no fueron los únicos que miraron esa estrella esa noche. Felipe Echeñique también lo hizo.

Felipe era el escritor de biografías más importante del país, tanto que el gobernador quería que le escribiera la suya. Había firmado un contrato con la editorial del padre de Axel Quintana, que lo obligaba a escribir una biografía por trimestre. Se sentía frustrado, a pesar del éxito de sus libros. Cuando era niño, soñaba con escribir cuentos de sangre y terror. Su verdadera pasión eran las historias de brujas, fantasmas y zombies. Pero terminó escribiendo biografías, y a los cuarenta y tres años estaba harto.

La noche lo sorprendió mirando a través de la ventana de su escritorio, mientras saboreaba un chupetín bolita, su único vicio. La estrella de Serafín y Amanda lo encandiló con su brillo, y la miró. Y a partir de entonces fueron tres los que la miraron; tres que, como decía la madre de Amanda, tarde o temprano se encontrarían.

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