La fuerza de creer

Wayne W. Dyer

Fragmento

cap-2

Introducción

Usted no puede beberse la palabra «agua». La fórmula H20 no puede mantener un barco a flote. La palabra «lluvia» no puede mojarle. Usted debe experimentar el agua o la lluvia para saber lo que esas palabras significan verdaderamente. Las palabras por sí solas le alejan de la experiencia.

Y así ocurre con todas las cosas sobre las que escribo en este libro. Las palabras aquí utilizadas pretenden conducirle a la experiencia directa. Si las palabras que empleo le inspiran confianza, es muy probable que usted recoja las ideas que expresan y las convierta en experiencia. Yo creo en estos principios y compruebo que funcionan en todo momento. Ahora me dispongo a compartir mi experiencia con ellos.

También ustedes, en su propia vida, ven esencialmente aquello en lo que creen. Por ejemplo, si usted cree firmemente en la escasez, piensa en ella con asiduidad y la convierte en el tema de sus conversaciones, estoy convencido de que acabará viéndola en su vida. Por otro lado, si usted cree en la felicidad y la abundancia, piensa únicamente en ellas, comenta el tema con los demás y actúa en consecuencia, es muy probable que también acabe viéndola.

Oliver Wendell Holmes dijo en una ocasión: «Cuando la mente del hombre se abre a una nueva idea, nunca vuelve a su dimensión anterior». Los principios sobre los que escribo en este libro quizá le exijan abrirse a nuevas ideas. Si usted decide aceptarlas y aplicarlas a su vida, sentirá las marcas dejadas por la apertura en su mente y nunca más volverá a ser el que había sido antes.

El pronombre «lo» aparece dos veces en el título de este libro[1] y se refiere a lo que podría denominarse «transformación personal». Dicha transformación viene dada por el conocimiento profundo de que el ser humano representa mucho más que un cuerpo físico, y de que su esencia incluye la capacidad de pensar y sentir, de poseer una conciencia superior y de saber que existe una inteligencia que llena todas las formas del universo. Usted tiene capacidad para encontrar su parte invisible, usar su mente a su antojo y reconocer aquello que conforma su naturaleza humana. Su dimensión humana no se refiere a una forma o un cuerpo, sino a algo mucho más trascendental, guiado por unas fuerzas del universo que están siempre en funcionamiento.

Los principios expuestos en este libro parten de una premisa: usted es un alma acompañada de un cuerpo, en vez de un cuerpo dotado de alma. Es decir, usted no es un ser humano con una experiencia espiritual, sino un ser espiritual con una experiencia humana. He ilustrado estos principios con ejemplos que forman parte de mi propia trayectoria de transformación personal. Estos principios actúan en el universo incluso mientras usted se halla sentado leyendo estas palabras. Funcionan a pesar de la opinión que usted pueda tener sobre ellos. Es algo comparable a los procesos digestivos y circulatorios que siguen su curso sin contar con su colaboración consciente. El hecho de creer o no creer en estos principios carece de importancia porque ellos continuarán ejecutando su tarea sin solicitarle su aprobación. Pero si usted se decide en su favor, puede encontrarse viviendo en un estrato totalmente nuevo y disfrutando de una clase de conocimiento superior, un despertar, por llamarle de alguna manera.

Su resistencia no le traerá ningún beneficio. Con esta afirmación quiero decir que usted continuará con sus viejas ideas y vivirá según la consabida frase de «Si no lo veo no lo creo». Y trabajará con mucho más ahínco, si cabe, para amasar más dinero. Seguirá considerando las apariencias más importantes que la calidad. Se guiará por las reglas antes que por la ética. Si usted pertenece al grupo de los indecisos, le recomiendo que se mantenga junto a aquello con lo que esté familiarizado. Cuando ya no pueda resistir más inicie su trayectoria de transformación personal, algo así como un «despertar», estará usted en un viaje sin retorno. Desarrollará un conocimiento tan profundo que llegará a preguntarse cómo pudo haber vivido anteriormente de otro modo. El despertar a la nueva vida comienza a guiarle, y entonces usted sencillamente sabe en su interior que va por buen camino, y ni siquiera es consciente de las protestas de quienes han elegido otra senda.

Yo nunca había imaginado que necesitaría un cambio. No me había trazado ningún plan para modificar mi forma de hacer, ni me había marcado ideales que pudieran mejorar mi vida. Estaba seguro de que había llevado la vida que había deseado. Había obtenido un considerable éxito profesional, y nada parecía faltarme. Sin embargo, he experimentado una gran transformación que ha realzado de un modo especial cada uno de mis días, y que no hubiera creído posible hace unos años.

Nací en 1940, y me convertí en el benjamín de una familia que ya contaba con dos hijos menores de cuatro años. Mi padre, a quien nunca conocí, nos abandonó cuando yo tenía dos años. Según las historias que han llegado a mis oídos, era un hombre problemático, holgazán y bebedor empedernido, que abusó de mi madre, tuvo sus más y sus menos con la ley y pasó algún tiempo en la cárcel. Mi madre vendía caramelos en una tienda de mala muerte situada en el lado este de Detroit, y los diecisiete dólares semanales que percibía sólo le servían para cubrir los gastos del tranvía y del sueldo de quien nos cuidaba cuando ella se ausentaba. No recibíamos ninguna ayuda de la beneficencia.

Pasé buena parte de mis primeros años en hogares adoptivos, que mi madre visitaba cuando le era posible. Todo lo que llegué a saber de mi padre me lo contaron mis dos hermanos. Me imaginaba a una persona violenta y despiadada, a la que ninguno de nosotros le importaba lo más mínimo. Cuanto más sabía de él, más le aborrecía, y cuanto más le aborrecía, más me enfurecía. Finalmente mi cólera se convirtió en curiosidad y empecé a soñar con la posibilidad de conocerle y enfrentarme con él cara a cara. El odio y el deseo de conocer a ese hombre para poder obtener sus respuestas me obsesionaban.

En 1949 mi madre se volvió a casar y nos reunió a todos de nuevo. A partir de ese momento ninguno de mis hermanos volvió a mencionar a mi padre, y mis indagaciones siempre se vieron censuradas por una mirada que significaba: «No es un hombre bueno. ¿Por qué te empeñas en descubrir más cosas sobre él?». Pero mi curiosidad y mis pesadillas persistieron. A menudo me despertaba sudando y llorando por culpa de algún sueño sobre mi padre que me había resultado demasiado intenso.

A medida que me iba convirtiendo en adulto, mi deseo de conocer a ese hombre se volvió más impetuoso. Me obsesioné con la idea de dar con él. Los miembros de su familia le protegían porque temían que mi madre le demandara por la falta de manutención de aquellos años. Sin embargo, yo seguía haciendo preguntas, efectuando llamadas telefónicas a parientes que ni siquiera conocía y viajando a ciudades lejanas para charlar con sus ex esposas sobre él. Como de costumbre, mi búsqueda acababa en frustración. Me quedaba sin dinero para seguir las pistas, o tenía que asumir mis responsabilidades incorporándome al ejército, yendo a la universidad o formando mi propia familia.

En 1970 recibí una llamada de un primo al que nunca llegué a conocer, el cual había oído el rumor de que mi padre había fallecido en Nueva Orleans. Pero e

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