Lo que me enseñaron mis pacientes antes de morir

Mariana Jacobs

Fragmento

Introducción

Hace muchos años decidí que iba a dedicarme a acompañar a las personas a morir. Puede sonar extraño, lo sé, que alguien sepa que quiere hacer esto con su vida desde muy joven, pero en mi caso fue así. Cuando tenía unos 16 años, me dieron un libro de la maravillosa Elisabeth Kübler Ross y ya no hubo vuelta atrás. Leerlo me produjo un impacto radical. Sentí de un modo muy contundente que yo también quería sentarme al lado de esas camas, sostener esas manos y presenciar ese pasaje. Quería estar ahí, mi lugar era ese. Descubrí ahí mismo una vocación de la que nunca, afortunadamente, me pude librar.

Estudié psicología, y no medicina, porque en ese momento de decisión consideré que me importaba ocuparme del “alma” de las personas más que de sus cuerpos. Hoy, con menos romanticismo y más experiencia de cuidado, puedo decir que habría sido capaz de hacer las dos cosas porque el cuerpo y el alma son engranajes igualmente relevantes en el cuidado integral de una persona, en cualquier estadio de una enfermedad.

Estudié la carrera con el firme propósito de que los cuidados paliativos fueran mi destino. Al terminar la universidad comencé a trabajar en paliativos y en psicooncología, el campo de entrecruzamiento entre la psicología y la oncología. Ambos eran ámbitos muy jóvenes en el mundo y en el país. Con los años, fui haciendo mi camino: aprendí de grandes maestros —terapeutas, trabajadores sociales, médicos, enfermeros, compañeros de trabajo— con los que me encontré en los hospitales y diversos centros en los que trabajé; leí acerca de medicina paliativa, de cuidados de enfermería, de espiritualidad; me formé en compañía de líderes en el campo de los paliativos, líderes espirituales, religiosos y sociales de todo el mundo. Sigo haciéndolo hasta el día de hoy. De todos modos, de quienes más aprendí y de quienes más aprendo hoy es de las personas que acompaño. Ellos fueron y son y serán siempre mis más valiosos maestros.

Tuve, con los años, la suerte de trabajar en contextos muy diversos. Acompañé a personas de distintas etnias, religiones y nacionalidades tanto en Argentina como en el extranjero; a familias de todo tipo y conformación, de todas las clases sociales, cuidando enfermos que vivían en contextos de mucha abundancia material o en la pobreza material más extrema. Trabajé en hospitales públicos y privados, en ONGs, con pacientes de obras sociales y planes de medicina prepaga, con equipos de profesionales, con equipos de voluntarios y también de modo individual yendo al encuentro de mis enfermos en sus casas.

Una consecuencia natural e inevitable de la experiencia de acompañar a morir en contextos tan diversos fue que, con el correr del tiempo, comenzaron a decantar características comunes, y de algún modo universales —independientes del contexto— que hacían a una “buena despedida”, a una “vida bien vivida”.

Hoy puedo decir que en un barrio cerrado o en una villa, en un pent-house de Nueva York o en un dispensario de la India, en una cama de hospital, o en la propia cama, rezando el Padre Nuestro o recitando el Libro Tibetano de los Muertos, las personas morimos valorando las mismas cosas, agradeciendo las mismas cosas y calibrando del mismo modo la balanza de la vida. Soltamos las amarras de modos muy similares. Si prescindimos del contexto, encontramos que los procesos, aunque íntimos, personales e irrepetibles, tienen muchos puntos de encuentro.

Estas páginas intentan recorrer algunos de esos puntos de encuentro a través de historias de acompañamiento que viví con familias y enfermos. Seleccioné historias y personas que por algún rasgo o característica fueron especialmente importantes para mí. Son personas que recuerdo, que llevo conmigo, que me enseñaron cosas que fueron y son importantes en mi vida. Y siento que al compartirlas tal vez puedan ayudarlos a ustedes también.

Encontrarán que estas historias no revelan cuestiones muy complejas y sofisticadas. No tengo esa ambición y no es esa mi experiencia. Simplemente porque creo que las grandes cosas en la vida no se tratan de eso. Por el contrario, las historias que comparto tienen como núcleo cosas simples, pequeñas, aunque no por eso menos poderosas: reflexiones y enmiendas, habilidades y perspectivas sanadoras, modos conmovedores de transitar el sufrimiento, y maneras de ir por la vida que dejan huella en quienes las conocen.

Otra motivación que me lleva a escribir —tarea que me es tan difícil como ajena— es que, si fuera a morirme mañana, o este año, o en dos meses, haber escrito y compartido estas historias sería importante para mí. Porque las experiencias que vivo con mis pacientes y sus familias son una parte importante de quien soy y de lo que sería mi legado.

No tengo ninguna garantía de que la vida me va a dar tiempo para hacerlo más adelante. No sé qué me depara el destino. Creo que las cosas que son importantes, hay que hacerlas cuanto antes, sin demora. Entonces, si algo en estos relatos, de algún modo, toca algo en sus vidas y creen que pueden aplicarlo para vivir mejor, no hay tiempo que perder.

Soy fiel testigo de que la vida no avisa. Cambia todo de un momento a otro, de modo inmediato, y sin darnos muchas veces el tiempo de resolver, reparar y reconciliar. No podemos, nunca, especular con que “ya habrá tiempo” de hacer todo lo que tenemos pendiente. El momento es ahora.

Antes de comenzar

Antes de comenzar, me gustaría derribar algunos mitos. Hay ideas preconcebidas y erróneas acerca de mi trabajo que me importa rectificar. La primera y más común de ellas es:

• Trabajar acompañando a morir es una tarea deprimente y lúgubre (ya que estamos, ¿por qué no?, morbosa).

No es así, de ningún modo. Lejos de ser deprimente, yo encuentro mi tarea tan desafiante como revitalizante. Me llena de alegría y agradecimiento poder acompañar y descubrir cada historia, cada familia, cada experiencia de vida. Amo hacer lo que hago, y estar con las familias que acompaño me resulta no solo interesante y agradable sino también profundamente enriquecedor. Siento un enorme agradecimiento por los que me abren las puertas de su casa o y me invitan a recorrer con ellos momentos de profunda comunión y de trascendencia en su propia historia.

Cuando llegamos al final de la vida se dan momentos en los que se comparte, se ama, se habla, se abraza, se llora y se despide en la más absoluta autenticidad, honestidad y vulnerabilidad. Pocas veces en la vida las personas estamos tan presentes y somos tan auténticamente nosotros como cuando estamos de cara a la muerte. Ojala pasáramos más tiempo de la vida siendo, hablando y sintiendo de ese modo. Por mi parte, no puedo más que agradecer el privilegio, hasta diría el honor, de estar ahí, acompañando a los que transitan esos momentos tan extraordinarios de sus vidas.

Con esto de ningún modo quiero decir que no hay tristeza. La tristeza en la despedida habla del amor que se ha sentido. Cuando queremos mucho a alguien queremos conservarlo cerca. Queremos que esté ahí para nosotros, siempre, no importa el tiempo que pase. Por eso es razonable y esperable y sano despedir a alguien llorando. Muchas veces las familias me preguntan si pueden llorar con el ser querido al que despiden. Siempre les digo lo mismo: “Si te fueras de viaje por 90 años y tus amigos y familiares te despidieran, y a nadie se le cayera una lágrima, te sentirías muy mal, ¿no? ¿No sentirías que nadie te quiere y nadie te va a extrañar?” Llorar a alguien que se va es un modo de decirle: “Mi vida va a ser otra sin tu mirada, sin tu risa, sin tus abrazos. ¡Me cuesta tanto dejarte ir!” Es lo más lindo que alguien puede sentir cuando lo despiden. Llorar es importante y si hay amor, en la despedida hay una inevitable y a veces tremenda tristeza. En mi trabajo la tristeza está presente. Pero está presente como una demostración de amor y de agradecimiento, y poco tiene que ver con la patología, con la depresión. La tristeza expresada al final es el modo en que las personas nos decimos cuán hondamente nos hemos querido, y lo mucho que nos cuesta soltarnos. Bienvenida sea.

Por otro lado, y como es lógico, en el acompañamiento de una familia hay momentos que pueden ser francamente duros. Así como hay pacientes y familias que pueden ser todo un desafío. Familias con problemas enquistados que ya no hay tiempo de resolver, enojos y disputas que son tristemente más importantes que la despedida, personas afectivamente empobrecidas, enfermedades y patologías más graves y más dañinas que las físicas.

Y aun cuando esto no suceda, puede haber presciencia de síntomas físicos complejos, difíciles de sobrellevar, que causan gran sufrimiento, con el que hay que trabajar, para acompañar y aliviar.

Pero así como hay momentos difíciles, en el final también hay vivencias muy únicas, especiales, maravillosas, algunas incluso místicas y luminosas.

Es por esto que puedo decir también que, gracias a mi trabajo, fui entrenándome en la capacidad de descubrir la belleza aun en los lugares más áridos y dolorosos. Y lograr ver la belleza y la bendición aun en medio del dolor es una habilidad muy valiosa en la vida, porque dolor va a haber siempre, pero también va a haber belleza si es que la podemos descubrir. La segunda idea preconcebida:

• Es un trabajo que trata de la muerte

No. Mi trabajo no se trata de la muerte. Mi trabajo se trata de la vida, y de todo lo que compone y atañe a la fibra más medular de la vida. La muerte no necesita de mi ayuda, ni de la ayuda de nadie. Yo no me ocupo de la muerte. Me ocupo de un momento de la vida que, paradójicamente, está especialmente dotado de vida. Con mis pacientes y sus familias, nos encontramos, nos conocemos, hablamos de sus vidas, de las cosas que les son importantes, de temores, de recuerdos imborrables, del misterio y lo sagrado. Con el mismo disfrute hablamos también de cosas pequeñas, como se habla con los amigos, nos contamos anécdotas, compartimos libros, discos y películas. Construimos juntos una calidad de vida que pueda ser digna, plena y linda, en la que la enfermedad es solo una parte de lo que nos ocupa. Todo lo que sucede tiene que ver con la vida. Luego, por supuesto, podemos hablar de la agonía y de la muerte, cuando es algo de lo que se quiere hablar.

Nosotros, la familia, el paciente y el equipo de cuidadores, nos ocupamos de que todo esté en orden, de que todo esté organizado y no haya sobresaltos o cuestiones que empeoren la calidad de vida, de cosas que van desde lo material (la medicación, la cama, los turnos de cuidadores) hasta lo más sutil (los temores, las fantasías, las cuentas pendientes). Pero en todo momento estamos ocupándonos juntos de la vida, y de lo que esa vida que estamos acompañando elija manifestar como cierre.

Del mismo modo estas historias que comparto con ustedes cuentan acerca de la vida de quienes acompañé, mucho más que de cómo esas vidas llegaron a su fin. No van a encontrar en estas páginas un tratado sobre la agonía o la muerte. Para eso hay otras cosas para leer, mucho más trascendentes y relevantes que lo que yo pueda escribir.

Este libro cuenta solamente mi propia experiencia al lado de personas tan vivas como quien escribe y como quien lee. Porque la vida no es una cuestión de grado. Una persona no está “menos viva” porque se encuentra de cara a la muerte. Está igual de viva, o quizá más que nunca, en la última etapa y hasta el minuto final. La muerte es la circunstancia que actúa de catalizador. Y como es un catalizador poderoso, lo que sucede también es siempre muy poderoso. La muerte es entonces el marco y el vehículo para que el encuentro suceda. Nada más, y nada menos. La tercera idea preconcebida es:

• Los cuidados paliativos son para unos pocos, para los enfermos de cáncer muy avanzado, cuando hay mucho dolor, y solo para las últimas semanas de la vida.

Estas tres afirmaciones son erróneas. El cuidado paliativo no es para unos pocos. Es para la mayoría. Es algo a lo que todos tienen derecho, en principio porque es un derecho humano, y luego porque es ley. La sociedad en general no sabe de su existencia, o sabe muy poco, y lo que es aún peor, los pacientes no saben que pueden pedirlos o incluso exigirlos para sus familiares y para sí mismos. Es desesperante la cantidad de familias y personas que veo en mis consultas que me dicen: “¿Por qué no supe de esto antes?” o “¿Cómo es que no se lo ofrecieron a mi padre, que murió el año pasado?”

Que quede claro: el dolor físico es un obstáculo clave para cualquier tipo de vínculo, relación o realización por parte de quien se despide, y es tan traumático para el que lo experimenta como para quienes lo acompañan. No es algo que hay que tolerar ni “aguantarse”. Lo que más oigo de los familiares es “lo único que quiero es que no tenga dolor”. Pues entonces hay que hacer lo que se deba para que no exista dolor. Y francamente, afortunadamente, hay muchísimo que se puede hacer. Hay mucha gente dispuesta y preparada para ayudar.

Es crucial que se sepa que no es “esperable” ni debería “tolerarse que alguien tenga dolor porque está “gravemente enfermo”. No tener dolor —físico, psicológico y espiritual— es parte integral de la dignidad de una persona, y el dolor físico es un síntoma que se puede controlar. Nadie tiene que tolerar vivir de modo crónico con dolor físico. Nadie debería oír de un médico ya no hay nada más que hacer y en silencio retirarse abatido con su familiar a su casa. Porque los que hacemos paliativos vivimos diciendo que cuando no hay nada más que hacer… nosotros recién empezamos. Por lo tanto, pidan, busquen y

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos