Empezar de nuevo

Soledad Simond

Fragmento

Corporativa

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Para Guruji

INTRODUCCIÓN

“¿Quién eras antes?”, me preguntó Dafne, amiga de mi nueva vida. En ese momento, se fragmentaron varias imágenes en mi cabeza. Traté de unir las piezas. Tenía una respuesta vaga, más bien una sensación: “Era otra”, respondí. “Pero ¿otra cómo?”, insistió.

Estuve doce años en pareja, de los cuales diez convivimos. Arranqué a los 24 y me encontré sola a los 36. Pero nunca pensé ese desenlace, siempre supe que terminaríamos juntos de viejitos. Vivíamos en una casa en Villa Urquiza, esas casas con vereda propia, que yo baldeaba todos los domingos mientras saludaba a los vecinos que paseaban a sus perros o hacían las compras para el almuerzo. Tengo esa postal en mi cabeza, porque se imprimió con una tinta poderosa: la certeza de que eso era la felicidad. No había mucho más para mí. Estábamos buscando un hijo. Me imaginaba paseando al bebé por ese barrio residencial, casi un pequeño pueblo. Era todo tan cómodo, hasta sabía dónde guardaríamos el cochecito. Ya teníamos la habitación armada (no te digo con cuna, tampoco soy una freak), pero sí diseñada, con algunas cosas ya compradas. En la puerta del cuarto, habíamos colgado un cuadrito de cerámica que había traído de la Costa Amalfitana, Italia, con la imagen de la Virgen y el Niño, y se sentía como un buen augurio. Sabía que tarde o temprano vendría. Mi casa estaba llena de plantas, de luz, teníamos ahí mismo nuestro propio estudio de yoga, donde yo guiaba meditaciones semanalmente y él daba clases casi todos los días, o sea que yo hacía yoga en pijama. Él me retaba porque, aunque sólo tenía que bajar las escaleras, siempre llegaba tarde. Era parte de nuestros guiones de vida, cada uno sabía qué línea seguía a continuación. Nos iba bien económicamente. Él estaba disfrutando el éxito de su nueva empresa, yo había empezado a construir mi propia marca y daba talleres para mujeres, además de trabajar como editora de OHLALÁ! Nos acabábamos de comprar un auto nuevo, de esos con los que hacés pool de chicos o donde entra cómodo el huevito, pensado para la nueva etapa, porque en cualquier momento seríamos una familia.

Me lucía como anfitriona, cocinaba pastafrolas, budines de banana, pizzas, hacíamos milanesas de berenjena, puré de papas, pastas. Este libro no es un recetario de Blanca Cotta, pero se me vienen esos platos a la cabeza porque hay algo de esas comidas que cocinaban mi estabilidad y también mis kilos de más. El hijo de mi ex pareja vivía con nosotros, así que las preguntas “¿qué hay que comprar?, ¿qué comemos?” atravesaban nuestra rutina. Pero lejos de agobiarme me sostenía en un ritmo parejo, donde todo era previsible y tranquilo. Tenía a mi lado a un hombre en quien confiaba ciegamente, que me hacía cucharita todas las noches y con quien habíamos atravesado tantos desafíos que sentíamos que nada malo podía pasar. Me acuerdo de una charla en particular cuando yo empezaba a sentir cierta desesperanza al ver que nuestros caminos se bifurcaban, y él me dijo: “Lo vamos a superar, no te preocupes”. Esa incondicionalidad a la que habíamos llegado fue la forma más perfecta de amor, pero ya era tarde, ya no era suficiente, la vida nos deparaba nuevas aventuras, y se convirtió en el comienzo del final. Es interesante notar cómo ahí, cuando llegaste a la comodidad de lo previsible, todo vuelve a empezar, como si el conjuro de una certeza reseteara el sistema.

* * *

Un año después, me encontraba en el laundry de mi nuevo departamento.

Para llegar a lavar la ropa, tenía que caminar una cuadra por el estacionamiento subterráneo. Yo lo odiaba, como odiaba todo de mi nueva vida. Sentía el peso de un maleficio. No tenía lavadero ni lavarropas, pero los “amenities” habían sonado tan tentadores cuando escapaba de mi vida anterior. Quizás creí que harían mi dolor más “ameno”. Nunca había vivido en esas torres nuevas con pileta y gimnasio. Yo era más bien una chica de PH. La sola idea de que para salir a comprar leche tenían que abrirme la puerta los de seguridad me hacía sentir encerrada. No sabía bien cómo había ido a parar ahí. Como si un ovni me hubiera abducido de mi antigua vida y escupido en ese depto de dos ambientes en un piso 25. Me sentía en un nuevo planeta sin Lonely Planet.

Quizás pensé, ilusa, que si vivía en esas torres sin historia podría olvidarme de la mía. ¿Por qué no? En ese momento la lógica no te acompaña, porque lo que te sucede no tiene ninguna lógica, así que te aferrás a cualquier pensamiento mágico que venga al encuentro: “Todo va a estar bien”, “el tiempo cura todo”, “sos fuerte”, “quizás es por un tiempo”, “todo se va a acomodar”.

En pleno terremoto, esas frases se escuchan como absorbidas por el viento, a lo lejos, sin saber si verdaderamente alguien te las dijo o te pareció escucharlas.

Ahí estaba, al lado de esos lavarropas industriales que funcionaban con monedas de un peso, yo había juntado un pilón para hacerlos funcionar, y cuando terminé de poner todas, una moneda se quedó trabada. Con toda la ropa adentro, con el jabón en polvo y el suavizante ya en el tambor, no pude lavar. Así que sola e

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