Un mundo con drogas

Emilio Ruchansky

Fragmento

Prólogo

Leer el libro de Emilio Ruchansky es un gusto no solo porque proporciona detallada información a partir de la cual quien se interese en el tema puede bucear en procura de mayores precisiones, sino también porque constituye un ejemplo de periodismo de investigación en serio, lo que contrasta en forma notoria con los “escribidores contrarreloj” o de libros de coyuntura.

El título mismo llama la atención: a un mundo sin drogas opone un mundo con drogas. Efectivamente, las drogas existen. Están en el mundo. Hay millones de usuarios de productos tóxicos que alteran la consciencia. A pesar de la Real Academia Española, nótese que escribo la palabra con sc (la Selbstbewußtsein alemana) para distinguirla de la conciencia ética (la Gewissen). Parece que muchos de los que pretenden controlar este fenómeno mediante la represión tienen gravemente alterada esta última conciencia, que por cierto no necesita de ningún tóxico.

De hecho, son muchos —demasiados— los que subestiman o someten a sus intereses personales o corporativos las vidas, libertad, dignidad y salud de sus semejantes. Y otros —no pocos— los que incluso sin necesidad de drogas parece que sufren graves alteraciones de la consciencia como síntesis psíquica que los vincula a la realidad.

Respecto de los productos tóxicos, cualquiera puede ir hasta la esquina de su domicilio y por unos pesos proveerse de un litro de una bebida destilada de alta graduación alcohólica. Puede beberla en unos minutos y morirse de un coma alcohólico o hacerlo más despacio y caer en una embriaguez completa, con alteraciones de la percepción y de la memoria de fijación. En esas circunstancias puede perder los frenos inhibitorios y —si dispone de un arma y se encuentra en una situación conflictiva— acabar con la vida de otra persona o bien manejar su vehículo y provocar la muerte de varios. Sin embargo, ese mismo individuo no puede fumar un cigarrillo de marihuana sin sufrir una pena o al menos una intromisión del Estado en su vida privada.

Cualquier funcionario judicial del fuero penal sabe que son rarísimos los casos de homicidios cometidos por el efecto de otro tóxico que no sea el alcohol, en tanto que son muy numerosos aquellos en los que media la incidencia etílica.

Si observamos el panorama de violencia en América Latina, verificamos que de los veintitrés países que superan el índice de veinte homicidios cada cien mil habitantes por año, dieciocho están en nuestra región (los cinco restantes en África). Nos salvamos solo los países del Cono Sur. Hay una ciudad con ochenta cada cien mil por año (San Pedro Sula en Honduras). Brasil registra unos veinticinco cada cien mil como promedio de todo el país. Y México ha perdido más de cien mil vidas en los últimos seis años por efecto de la violencia del tráfico de cocaína y se calcula que hay veinte mil personas desaparecidas.

Bill Clinton acaba de pedir disculpas a México porque reconoció que su política de cortar el tráfico marítimo y aéreo desde Colombia provocó el desplazamiento de la cocaína por tierra y trasladó la violencia a México. A estas alturas ya nadie puede negar que la prohibición del tóxico mata más que el mismo tóxico. México necesitaría muchísimos más años para tener ese número de muertos por sobredosis de cocaína, sin contar que buena parte de las muertes por sobredosis se producen porque el sujeto ignora el grado de pureza del producto que consume.

En nuestro país el prohibicionismo —en particular de la marihuana— emergió con fuerza en los años setenta cuando se inventó el estereotipo del usuario pelilargo y barbudo que se identificaba como “subversivo” o “terrorista”. El discurso dominante era que el comunismo internacional quería destruir a la juventud occidental y cristiana con la marihuana en los tristes tiempos de la Triple A (el grupo paramilitar argentino de ultraderecha). Un viejo lobo pragmático de tribunales aconsejaba por ese entonces: “No se metan contra estas leyes, es peligroso”.

La dictadura siguió con la misma letanía. Redujo a catorce años la edad de responsabilidad minoril y conminó la tenencia con una pena no excarcelable. Las travesuras propias de la vocación transgresora de cualquier adolescente normal —como cuando fumábamos un cigarrillo de tabaco en la terraza— se tradujeron en prisión, estigmatización precoz, deterioro, trauma psíquico y familiar, tías y docentes histéricas, y sentencias en las que se decía que un resto de marihuana en el fondo de un bolsillo ponía en peligro la seguridad nacional o que de la marihuana se pasaba a las drogas fuertes.

Nunca sabremos cuántos errores de conducta graves habrán condicionado esas insensateces, cuántas existencias habrán torcido. Los mismos dictadores tuvieron que dar marcha atrás y elevar nuevamente el límite de responsabilidad a los tradicionales dieciséis años.

¿Y hoy cuántos “sabios de café” toman decisiones sin tener ninguna noticia acerca de las experiencias que Ruchansky reseña en este libro? Sin embargo, suelen ser los asesores de los legisladores y de los políticos y hablan con suficiencia ante la primera cámara que los enfoca.

¿Cuántos monopolios mediáticos ocultan o silencian estas experiencias? Es lamentable el destino de la investigación y del manejo en la ONU (Organización de las Naciones Unidas) que el libro reseña, que demuestra que quien se aparta del discurso oficial señalado por el prohibicionismo a ultranza es ejecutado burocráticamente en la máxima institución mundial, quizá porque es el discurso de su principal financiador.

¿Les importa la salud a estos intereses mezquinos? ¿Podemos acaso creer que el prohibicionismo radical de las convenciones internacionales es solo el producto de un puritanismo fundamentalista?

Nadie puede ignorar que todos somos usuarios de tóxicos —legales o prohibidos— capaces de alterar la consciencia y que no por consumirlos nos convertimos en dependientes, ya que solo una minoría con determinadas características de personalidad pasa del uso al abuso y de allí a la dependencia. Tampoco se puede desconocer que incluso una minoría de esta minoría dependiente cae en el delito.

No obstante, los medios masivos monopolizados confunden arteramente todo: para ellos hay drogas omnipotentes que convierten de manera automática a quien las toca en adicto y criminal. Por fortuna, no hay ningún tóxico capaz de esto, salvo en la imaginación de los escribidores irresponsables y en la realidad que con eso construyen.

Pero el teorema de Thomas funciona: no importa que un hecho sea verdadero o falso, basta con que se lo dé por verdadero para que produzca efectos reales. Y esto lo saben y lo tienen bien presente quienes construyen la realidad desde las corporaciones mediáticas que forman parte del capital financiero transnacional.

Con la prohibición han encontrado la piedra filosofal, han llegado al ideal alquímico: fabrican oro. Por un lado, envían mensajes de prohibición con metamensajes de consumo: “No usen el tóxico. Está proscripto, es pecado y forma parte de un mundo de vicio y placer”. Nada más atractivo para la vocación transgresora del adolescente. De este modo no solo se aseguran una demanda rígida, sino creciente. Por otro lado, con la prohibición reducen la oferta y generan una plusvalía enorme del servicio de distribución. Es la perfecta máquina de fabricar oro, el invento alquímico del siglo pasado.

Durante la veda del alcohol en Estados Unidos, en los locos años veinte el tóxico prohibido se fabricaba dentro de ese territorio al igual que la competencia para alcanzar el mercado clandestino, la distribución y el consumo. Esa competencia por el mercado consumidor generó una rara simbiosis de criminalidad astuta y violenta: las mafias. Hoy el tóxico se produce afuera de Estados Unidos; también la competencia por llegar al mercado consumidor.

El norte recibe el sesenta por ciento de la renta total del tráfico que queda en el impune servicio de distribución interno, vende armas a los narcotraficantes de México que compiten por llegar a su mercado y además monopoliza el servicio ilícito de reciclaje de toda la renta, amenazando con el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) a quienes pretendan reciclar algo no autorizado por ellos. Colombia en su momento y América Central y México hoy se quedan con los muertos y con solo el cuarenta por ciento de la renta total.

Las bolsas vacías que son los organismos internacionales se llenan con financiación del norte que de este modo se asegura a los burócratas serviciales y reproductores de su discurso único.

Nuestra juventud está siendo asesinada por la violencia del narcotráfico —tanto en México y Centroamérica por el gran tráfico hacia el norte como en las luchas pequeñas por pedazos y retazos de mercados de distribución internos—, pero también porque la contaminan con residuales tóxicos venenosos destinados a los más pobres y excluidos. Son víctimas de segunda y tercera categoría cuyas muertes no vale la pena investigar ni esclarecer.

A los adolescentes normalistas mexicanos de Ayotzinapa se los tragó la tierra. Son dados por muertos y misteriosamente cremados sus cadáveres: así comienza a correr la prescripción. El Grupo Televisa y Televisión Azteca lo reducen a un problema municipal. “Eran muchachitos revoltosos e izquierdistas”, como si el mundo siguiera dividido hoy por la forma en que acomodaron sus glúteos los franceses hace más de doscientos años, cuando en nuestros días la lucha ya no es entre capitalismo y socialismo, entre propiedad privada y colectiva de los medios de producción, sino entre un capital productivo razonable y un capital financiero transnacional depredador y criminal.

Las drogas existen, los tóxicos también, como lo han hecho siempre en la humanidad. Los hay nuevos, aunque ninguno es omnipotente, ninguno es encarnación del mal absoluto. Lo más cercano al mal absoluto son los genocidios y entre ellos el genocidio por goteo de América.

No aparecen fórmulas mágicas. La única solución es usar la razón y para eso lo primero es investigar y establecer las realidades —seria y científicamente—, pues ningún fenómeno puede controlarse si se lo desconoce. Por ello es menester abrirse paso entre los inventores de actualidad muy bien pagados, entre los burócratas comprados y con su conciencia perturbada, entre los escribidores a sueldo y entre los muchos incautos para discutir en serio las posibles soluciones.

No se trata del simplismo de la polarización prohibicionismo/legalización, la cuestión es mucho más complicada y —no lo olvidemos— con un volumen económico tan enorme que pesa en la macroeconomía mundial y en la economía regional. Hay muchas variables y caminos dispares para buscar soluciones tanto para el problema de la dependencia y del consumo problemático como para los usuarios comunes. Y también para encarar —en el plano mayor— políticas que reduzcan los presentes niveles de violencia y —en todos los planos— para salvar las vidas humanas que está cobrando el simplismo de la prohibición punitivista a ultranza, detrás de la cual no se encuentran propósitos generosos, sino una tenebrosa red de intereses de toda índole. Esto no debería llamar la atención en un mundo que parece disputarse sangrientamente el mejor camarote del Titanic.

En estas circunstancias y en el siglo actual es menester abrir con urgencia la discusión en términos claros y con el máximo de información posible. El libro de Ruchansky es una excelente contribución para este debate.

EUGENIO RAÚL ZAFFARONI

Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires

Febrero de 2015

Introducción

La represión médico-legal del consumo de sustancias controladas (más conocidas como drogas ilegales) ha provocado un panorama desolador. Quien las consume —más allá de sus diversos motivos y de si mantiene o no un uso problemático— resulta víctima de aquellos que se empecinan en protegerlo. Si se siente mal y busca ayuda en un servicio de guardia, muchas veces recibe reprimendas al sincerar la situación y en muy pocas ocasiones obtiene algo de información certera. Ocurre que la mayoría de los médicos pone en duda su calidad de paciente y le atribuyen la culpa de su dolencia cuando deriva del uso de drogas ilegales. Algo así como “se lo buscó”. ¿Dirían lo mismo de una persona con diabetes tipo 2 que se empacha con dulces y lleva una vida sedentaria? Probablemente no.

Esta mecánica de exclusión repercute en otros ámbitos íntimos (como el hogar y el círculo de amistades) y mediatos (como el sistema educativo y el trabajo). Por ejemplo, si alguien decide cultivar su cannabis, se arriesga a una denuncia policial de sus allegados y vecinos; quien asista drogado a clases puede ser expulsado de la institución; una sobredosis difícilmente compute como falta por problemas de salud, sino más bien como causal de despido. La sola tenencia de sustancias en la vía pública implica la detención y judicialización en casi todas partes. Las leyes municipales, estatales, federales e internacionales reprimen con un objetivo superior: evitar el efecto contagio.

Según un informe de 2014 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la prevalencia del consumo de drogas ilegales no supera el cinco por ciento de la población mundial de entre quince y sesenta y cuatro años; mientras que el uso problemático constituye el 0,6 por ciento. La mortalidad relacionada con las drogas asciende a doscientas diez mil personas al año. “A pesar de los progresos hechos en algunas áreas, la magnitud total de la demanda de drogas no cambió sustancialmente a nivel global”, advierte el reporte. Tampoco mejoró la demanda de atención médica. En promedio, “cuatro de cinco usuarios problemáticos no tienen acceso a un tratamiento”.

Pese a la dimensión acotada del problema sanitario —principalmente el uso problemático—, el grueso de las inversiones se destina a la represión. En 2012, en un plenario de un congreso argentino para analizar un proyecto de despenalización (un requisito mínimo para brindar mejor contención médica ante la estigmatización circundante), Raúl Eugenio Zaffaroni —por entonces juez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación— sintetizó los efectos de esta política sobre sus supuestos objetivos: “Un problema de salud, como cualquier otro problema, tiene su propia naturaleza y, cuando queremos resolver un problema sacándolo de lo que es su naturaleza y asignándole una naturaleza artificial —como es la penal—, naturalmente no resolvemos el problema y después de cuarenta años nos damos cuenta de que no lo hemos resuelto. Y esto a costa de muchos, muchos muertos”.

En este sentido el ex juez aclaró que “no toda persona que usa un tóxico o que abusa de él necesariamente es un enfermo”. El proyecto nunca bajó al recinto pese a sus observaciones y a un fallo reciente de la Corte Suprema que declaraba inconstitucional penar la tenencia de drogas para consumo personal.

Aunque el enfoque prohibicionista no triunfe en la realidad cotidiana al pretender prevenir la llamada enfermedad social, sí lo hace discursivamente y en los foros precisos. Ha conseguido agigantar a su enemigo —el narco— justificando su propio crecimiento y mantiene la supuesta guerra a las drogas y un enorme consenso político: el consumo de sustancias controladas configura un flagelo en el mundo capitalista, forma parte de la decadencia social bajo un enfoque marxista clásico y resulta un comportamiento impuro para las religiones mayoritarias.

El costo humano de esta óptica y de sus cruzadas se discute en algunos países donde se busca un cambio de paradigma. Este libro recoge seis ejemplos concretos y vigentes de este fenómeno en regiones y países que no están alineados (en parte o por completo) con los mandatos internacionales. Los testimonios y descripciones contenidos aquí datan del período 2012-2014, a partir de la visita a los lugares en cuestión: Suiza, Holanda, España, Estados Unidos, Bolivia y Uruguay.

A grandes rasgos se consignan tres momentos: la irrupción del VIH (virus de la inmunodeficiencia humana) en la escena del uso de drogas inyectables en Europa y Estados Unidos y los alcances de la respuesta médica, social y política; la lucha social llevada a cabo en Holanda, algunas regiones de España y Estados Unidos para regular el cannabis; y finalmente los recientes planteos gubernamentales referidos a la hoja de coca y la marihuana en Sudamérica. Las tres partes temáticas contienen un prefacio, pero para una mejor comprensión del conjunto conviene repasar ciertas terminologías e introducir a los actores relevantes.

EL DEVENIR PSICOACTIVO

La definición clásica para entender el concepto de “droga” proviene del término griego phármakon: “Veneno y remedio a la vez”. En los tratados atribuidos a Hipócrates —el padre de la medicina occidental—, se afirma que “lo esencial es la proporción entre dosis activa y dosis letal, pues solo la cantidad distingue el remedio del veneno”. Las sustancias controladas se caracterizan por sus efectos a nivel cerebral. Pueden dividirse de esta forma: estimulantes (cocaína, anfetaminas y éxtasis); depresoras (alcohol, opio y sus derivados sintéticos, como morfina, heroína y metadona); visionarias (ciertos hongos, peyote, ibogaína, LSD [ácido lisérgico], entre otras) y cannabinoides (marihuana y hachís) que comparten propiedades de los tres tipos mencionados antes.

En tiempos remotos algunas de estas drogas psicoactivas cumplían principalmente una función mágico-religiosa. Según el antropólogo norteamericano Raoul Weston La Barre, el uso místico del hongo Amanita muscaria puede situarse en las sociedades euroasiáticas paleolíticas y mesolíticas de hace catorce mil años. Por ejemplo, fumar o beber preparados de cannabis constituía una costumbre ancestral en Asia, tal como indica el mapa de los investigadores Albert Hofmann y Richard Evans Schultes en el libro Plantas de los dioses. Hay pruebas arqueológicas de la utilización de la hoja de coca incluso antes del Imperio inca, en la civilización huari de hace mil doscientos años.

Peter Furst, colega y coterráneo de La Barre, en su obra Alucinógenos y cultura de 1976 cita la tesis de Andrew Weil acerca de que “el deseo de alterar periódicamente la conciencia es un impulso innato, normal, análogo al hambre o al impulso sexual”. Furst predijo que la ciencia podría darle la razón a Weil debido a que los efectos producidos por algunos hongos, plantas y derivados están relacionados en su estructura con los componentes biológicamente activos que se dan de modo natural en el cerebro, tal como la endorfina. En este sentido, los aportes de la neurobiología resultaron fundamentales para la práctica médica.

La irrupción de ingredientes psicoactivos purificados y sustancias sintéticas fabricadas por laboratorios —principalmente en los siglos XIX y XX— complejizaron el mapa psicoactivo en forma definitiva. Aumentaron las concentraciones, se acrecentaron los efectos y aparecieron nuevas combinaciones toxicológicas, como la del opio y la heroína o la hoja de coca y el clorhidrato de cocaína. El mundo, las relaciones sociales y de producción cambiaron también a partir de la industrialización y de la expansión de los aglomerados urbanos. A las ceremonias ancestrales se sumaron otros ritos sociales y masivos con sus propias estéticas y fines en el consumo de sustancias.

En este contexto resultó categórica la percepción que las élites dominantes de Estados Unidos impusieron localmente a principios de 1900 y a nivel global tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Según el psiquiatra Thomas Szasz, el hombre blanco, anglosajón y protestante intentó determinar una identidad nacional utilizando un mecanismo primitivo: crear chivos expiatorios. Una parte del plan consistió en reprimir los usos recreativos y culturales del alcohol, el opio y el cannabis por parte de inmigrantes europeos, chinos, centroa­mericanos y afrodescendientes.

Szasz reseñó en Nuestro derecho a las drogas: “El reverendo Sam Small predijo —en un discurso pronunciado en la convención de la Liga Anti-Saloon celebrada en 1917 en Washington DC— que cuando se estableciera la prohibición nacional: ‘Ustedes y yo podremos esperar con orgullo que esta América nuestra, victoriosa y cristianizada se convierta no solo en salvadora, sino en modelo y censor de la reconstruida civilización mundial del futuro’”.

La moral puritana subsiste hasta nuestros días como argumento inalterable del prohibicionismo.

LAS REGLAS DEL JUEGO

La Convención Única sobre Estupefacientes de las Naciones Unidas de 1961 constituye la piedra fundamental de la actual política prohibicionista. Previamente, entre 1909 y 1953, proliferaron varios acuerdos multilaterales para acabar con la costumbre de fumar opio, manteniendo su cultivo para medicamentos analgésicos y controlando su tráfico. El cannabis aparecía en algunos tratados, también la hoja de coca y la cocaína. Todos tenían como objeto eliminar los “excedentes” originados por la propia prohibición. De inmediato ocurrió el mismo fenómeno que en Estados Unidos con la ley seca en la década de 1920: surgió y se consolidó un mercado ilícito, de opio principalmente.

En este contexto de tratados dispersos la Secretaría General de Naciones Unidas aceptó en 1948 una resolución de su flamante Comisión de Estupefacientes (CND, Comission on Narcotic Drugs) para unificar criterios y ampliar la fiscalización del tráfico internacional.

La resolución había sido promovida por un grupo de prohibicionistas encabezados por dos delegados de esa comisión: Harry Anslinger de Estados Unidos y el coronel C. H. L. Sharman de Canadá. Para asegurarse la prioridad del enfoque punitivo consiguieron que la CND quedara a cargo del sistema de control de las drogas, apartando a las entidades médicas o sociales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS) o la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).

Un informe de Jay Sinha preparado para el Senado de Canadá en 2001 sostiene: “En particular, querían asegurarse de que los gobiernos estarían representados por agentes del orden, en vez de médicos u otras personas con formación en sociología y salud pública”.

En el texto final del acuerdo primaron los objetivos de las naciones industrializadas y fabricantes de fármacos: Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Suiza, Holanda, Japón y la entonces Alemania Occidental, apoyadas por adalides de la prohibición como China, Francia, Suecia y Brasil.

Rusia y sus aliados en Europa, Asia y África pidieron suavizar la injerencia interna del nuevo órgano de control: la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Para este grupo la supuesta amenaza de un brote de consumo de determinadas drogas en los países occidentales y en China no ameritaba relegar soberanía.

Los países productores de opio, coca y cannabis salieron perjudicados por los controles y la limitación de la oferta. En 1972, la única enmienda a la convención les prometía “asistencia técnica y financiera”. El acuerdo arrancó con setenta y tres Estados miembros. En la actualidad adhieren ciento ochenta y cuatro naciones, sobre ciento noventa y cinco reconocidas por la ONU.

En ninguna parte del texto aprobado en 1961 se provee una definición del concepto de “estupefacientes”. Se remite a los elementos incluidos en las listas I y II. La primera lista contiene la hoja de coca, destilados primarios de la paja de adormidera, el opio, el cannabis, sus resinas, extractos y tinturas. Estos productos vegetales —de uso tradicional y preparación casera— comparten la misma tabla de peligrosidad con drogas farmacéuticas —como la morfina, la heroína y el clorhidrato de cocaína— que tienen una demanda por fuera del uso estrictamente médico. La segunda lista agrega derivados opioides (como la codeína) recetados como sedantes y analgésicos.

Hay otras dos listas. La III, que es más flexible respecto a los controles de circulación y comercialización al menudeo, incluye “preparados” sobre la base de pocas cantidades de opio, morfina o cocaína. La IV destaca trece elementos de la primera lista por sus “propiedades particularmente peligrosas”. Figuran allí la heroína y el cannabis y su resina. Sobre esta lista la convención exige la prohibición de su producción, comercialización y uso —excepto para fines médicos y científicos— como los demás estupefacientes. Para garantizar la provisión indispensable de opioides para “mitigar el dolor” se regula su producción con un sistema de licencias.

La restricción abarca el cultivo con fines comerciales de la adormidera, el arbusto de coca y el cannabis, tres plantas que proliferan en Latinoamérica, África y Asia. Y se establecen objetivos concretos: abolir los usos “casi médicos” del opio en quince años y cesar con el uso recreativo de cannabis “lo antes posible, pero en todo caso dentro de un plazo de veinticinco años”. Respecto a la hoja de coca, la meta también era prohibir el coqueo y las infusiones en veinticinco años, excepto su cultivo para preparar el saborizante de la Coca-Cola. Mientras tanto, debía cometerse una suerte de ecocidio: “En la medida de lo posible, las partes obligarán a arrancar de raíz todos los arbustos de coca que crezcan en estado silvestre”.

El preámbulo de la convención antepone la necesidad de prevenir el “uso indebido de estupefacientes”. No hay distinción en lo indebido, solo la forma de obtención. Da lo mismo si es ocasional o experimental o si configura un padecimiento crónico. Tampoco se distinguen las vías de administración. Parece tan dañino coquear —una costumbre de millones de personas en Sudamérica— que padecer dependencia a la heroína inyectable. No se habla de hábito ni de enfermedad, solo de toxicomanía, un fenómeno que constituye “un mal grave para el individuo y entraña un peligro social y económico para la humanidad”.

La adaptación oficial al castellano del preámbulo de la convención de 1961 resulta reveladora. La primera oración de la versión en inglés dice que las partes firmantes expresan su preocupación “por la salud y el bienestar de la humanidad” (the health and welfare of mankind). Pero la traducción castellana refiere a “la salud física y moral de la humanidad”. Al despojar la palabra “bienestar”, se instituyó por conjunción el concepto de “salud moral”. ¿Qué significa esto? ¿Contiene algún interés médico?

Diez años después del acuerdo marco surgió el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 para ampliar los controles a nuevos estimulantes anfetamínicos, como el éxtasis, barbitúricos, hipnóticos y sedantes. En las nuevas listas aparecen drogas psicodélicas o visionarias (como el LSD, la DMT o la mescalina), pero no se incluyó a los hongos ni a los cactus que contienen esos principios activos. Este tratado sugirió “someter” a las personas con consumo problemático detenidas por tener o vender sustancias “a medidas de tratamiento, educación, postratamiento, rehabilitación y readaptación social”.

El último tratado —firmado en 1988— intentó remediar el crecimiento del crimen organizado internacional generado por la propia prohibición y la guerra a las drogas patrocinadas por el gobierno de Estados Unidos durante la administración de Richard Nixon y ejecutadas por el republicano Ronald Reagan en la segunda mitad de la década de 1980. El nuevo convenio sumó dos tablas con precursores, reactivos y solventes utilizados para “cocinar” sustancias de origen vegetal o netamente sintéticas y llamó a detectar y decomisar el lavado de dinero producido por las ganancias del crimen organizado.

Aunque no era obligatorio, esta vez se recomendaba de manera abierta reprimir a quienes —supuestamente— se buscaba proteger: las personas consumidoras. El segundo párrafo del tercer artículo indica que en adelante “cada una de las partes adoptará las medidas que sean necesarias para tipificar como delitos penales conforme a su derecho interno, cuando se cometan intencionalmente, la posesión, la adquisición o el cultivo de estupefacientes o sustancias psicotrópicas para el consumo personal”. La única flexibilización refiere a los casos de “usos tradicionales lícitos, donde al respecto exista la evidencia histórica”.

LA CLASIFICACIÓN DEL MAL

El Comité de Expertos en Drogas Toxicomanígenas de la OMS sugirió las sustancias que se pondrían en las listas a través de una serie de informes anuales publicados desde 1949. El primer titular de este comité era un aliado del sector prohibicionista: el argentino Pablo Osvaldo Wolff, quien estuvo cinco años en el cargo. Los suficientes para asegurar los controles sobre el opio y agudizar definitivamente la situación del cannabis y la hoja de coca. “Los efectos físicos y mentales de la marihuana sin duda derivan en una degeneración mental y moral”, dice un artículo de Wolff publicado en 1943 en una distinguida revista de derecho penal y criminología de la Universidad de Northwestern de Estados Unidos.

En 1955, este médico logró pasar en la CND un artículo de su autoría (“Los efectos físicos y mentales del cannabis”) como si fuera de la OMS. En Auge y caída de la prohibición del cannabis —una publicación del Transnational Institute (TNI) de Holanda— aparece un extracto: “No solo fumar marihuana es un peligro de por sí, sino que en última instancia su uso lleva al fumador a pasarse a las inyecciones intravenosas de heroína”.

Por esos años Wolff también estuvo a cargo de seleccionar la bibliografía de un polémico informe sobre la hoja de coca y su consumo en los países andinos presentado por la CND a su órgano superior inmediato: el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas (Ecosoc).

Su sucesor —el químico alemán Hans Halbach— dirigió un trabajo técnico de análisis y contraste de la información científica (a veces incompleta) sobre determinados medicamentos que enviaban los países con una industria farmacéutica desarrollada en Europa, Norteamérica y Asia. En general se trataba de fármacos de origen opioide, aunque hubo estudios sobre anfetaminas de Japón y un alerta convenientemente desa­tendido por su uso como adelgazante.

En 1957, el séptimo informe del Comité de Expertos distinguió la toxicomanía de la habituación determinando que la primera configuraba una “compulsión” por consumir la droga y la segunda “un deseo”. Además, la toxicomanía implicaba la necesidad de aumentar la dosis debido a la tolerancia posterior al efecto de la sustancia y provocaba la dependencia física y un resultado nocivo que no se limitaba al individuo e incluía a la sociedad. Sin embargo, tres años después el décimo informe reconocía que “ninguna definición, por descriptiva que sea, bastaría para decidir qué sustancias deben estar sujetas a fiscalización”.

En la OMS había contradicciones sobre la postura punitivista de la CND. El capítulo sobre drogas toxicomanígenas del libro Los diez primeros años de la Organización Mundial de la Salud de 1958 estima que “el problema no se reduce solamente a la pérdida de la mano de obra y a sus consecuencias económicas y financieras: la toxicomanía fomenta el crimen y puede constituir una amenaza para la estructura económica y social de ciertos países”.

En otra parte de este libro referida a la salud mental se mencionan “problemas especiales”, como el alcoholismo, cuya importancia “ha sido constantemente subestimada por las autoridades sanitarias de la mayoría de los países”. Dice otro tramo: “En 1956 un grupo de psiquiatras y farmacólogos estudió la cuestión de los métodos de tratamiento de los toxicómanos e insistió en que debe considerarse a los toxicómanos como enfermos y no como delincuentes; por consiguiente, el tratamiento de los toxicómanos es esencialmente un problema médico”.

Hans Halbach afirmó en una entrevista del British Journal of Adiction en 1992 que prohibir una droga con más o menos aculturación a veces genera grandes problemas: “No bien Irán y Tailandia prohibieron fumar opio bajo la presión internacional y sin preparar a la población para esa intervención drástica, la heroína ocupó el vacío y creó problemas mucho más grandes”. Al recordar la convención sobre opio de La Haya en 1912, opinó: “Si en aquellos días los países productores de opio hubieran estado tan preocupados por el alcohol como los países occidentales lo estaban respecto del opio, podríamos haber tenido una convención internacional del alcohol”.

La OMS siempre reconoció las deficiencias existentes respecto a la investigación seria sobre el daño que causan las sustancias y su posterior clasificación en legales e ilegales. Hubo un intento de encarar este desafío en la década de 1990 con la creación del Programa sobre Abuso de Sustancias (PSA), cuyo documento estratégico advierte que el alcohol “en sí mismo es la mayor causa de morbilidad y mortalidad” y señala que no se ha hecho tanto en la disminución de la demanda de drogas como en la represión de su oferta.

Una editorial del ya mencionado British Journal of Adiction elogió el nuevo programa en 1991 y resaltó que “el equilibro y la interrelación de las actividades dirigidas a las diferentes sustancias requiere ser ajustada para una evaluación exacta de las necesidades del mundo, en lugar de la obsesión del sistema de las Naciones Unidas con los narcóticos”. El artículo definió a los seis integrantes de la PSA como “jinetes”. Por su parte, los jinetes contestaron en la misma revista que no eran profesores universitarios, políticos, médicos clínicos, banqueros, editores de medios ni empresarios. “Sin embargo, en cierto modo tenemos que ser todos ellos”, sostuvieron.

El entusiasmo duró algunos años. Los estudios incomodaron al sector prohibicionista ligado a las agencias de control de la ONU. Como podrá apreciarse en estas páginas, el programa encaró la difícil tarea de revisar y ampliar el campo de conocimientos. Evaluó las formas de tratamiento, la prevención del tabaquismo o el mal uso de las benzodiacepinas, pero chocó al determinar las características de la hoja de coca y el consumo de cocaína.

La OMS tomó decisiones en paralelo y a contramano de los trabajos de la PSA. Por ejemplo, en 1992, la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10) —empleada por este organismo e instaurada mundialmente dos años después— estableció que el cannabis, la cocaína y los alucinógenos provocaban dependencia. Para lograr este nuevo encuadre diluyó la distinción entre los aspectos psicológicos y físicos de la dependencia. El Comité de Expertos de la OMS en Farmacodependencia determinó en su vigésimo octava reunión que esas terminologías resultaban confusas “porque a menudo los clínicos interpretan la manifestación de los síntomas de abstinencia como evidencia de ambas”.

En el mismo dictamen sostuvo que la hoja de coca “está debidamente incluida en las

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