Una Lady en la Patagonia

Victoria Blaquier

Fragmento

PREFACIO

Hace tiempo que quería escribir este libro, pero siempre tenía una excusa nueva para no empezarlo. Hasta que un buen día me di cuenta de que “las condiciones perfectas” nunca se van a dar. Así que el objetivo de hoy es: empezar. Dar el primer paso. Escribir lo que pueda, aunque solo sea el primer párrafo.

Volví de Torres del Paine hace tres meses y estoy luchando por readaptarme a la vida en Buenos Aires. Me siento como un sapo de otro pozo con mi familia y todos mis amigos. Avergonzada porque no tengo casa propia, ni trabajo, ni novio ni hijos, y cada día estoy más cerca de cumplir treinta años. Crecí convencida de que iba a ser una persona exitosa y siempre me moví entre mis pares como una ganadora. Claro, yo pensaba que el éxito me caería del cielo entre una clase de gimnasia y un cafecito con una amiga. Porque a las chicas bien como yo las cosas nos caen del cielo. Sin embargo, todas las mañanas, al mirarme al espejo veo un sello en mi frente que dice “perdedora”; igual que Drew Barrymore en la película Jamás besada.

Acostumbrada a ser una nenita bien, mimada por mis padres y mi niñera, un puchero bastaba para conseguir lo que quería. Pero sabía que un día tendría que crecer, trabajar para ser independiente económicamente y convertirme en una adulta. Lo que no sabía era cuánto iba a costarme este proceso. De repente, me di cuenta de que ya tenía veintisiete años y no estaba segura sobre la profesión que había elegido, y tampoco había formado mi propia familia. Conseguir un buen trabajo y un buen novio me parecía una misión imposible. Y no entendía por qué, para otras personas, esto se daba de forma tan natural.

Una amiga me invitó a su casamiento en el campo y me pareció que era el evento ideal para olvidarme de todos mis problemas y pasarla brutal. Decidí arreglarme lo mejor posible, como si lucir un conjunto chic pudiese contrarrestar el hecho de que me sentía completamente sola y miserable. Me probé todos los vestidos que tenía en el placar y elegí un par de tacos que había comprado hacía diez años en Bath, Inglaterra. ¡Adoraba esos zapatos! Me hacían acordar a tiempos más simples, cuando viajaba por Europa mantenida por mis padres, sin una sola preocupación. No me divertía desde que había vuelto de Torres del Paine y me hice la ilusión de que esa noche iba a ser para el recuerdo.

Apenas llegué, el sol empezó a caer y pequeñas lucecitas que parecían bichitos de luz iluminaban las plantas del jardín. Saludé a un par de amigas de la infancia; la mayoría ya están casadas o comprometidas para casarse. Di unos pasos más y sentí como si la tierra debajo de mí comenzara a desaparecer. Para mi horror, me di cuenta de que uno de los tacos se había partido y salido de su lugar. Sin saber muy bien qué hacer, solo atiné a agacharme y agarrar el taco roto con la mano. Mis amigas, al darse cuenta, estallaron en carcajadas. Posé para las fotos sosteniendo el taco roto mientras sonreía. Pero algo en mi interior hizo “clic” en ese momento. Fue la gota que rebalsó el vaso… Por más cariño que le tuviera a ese par de zapatos, estaba claro que esa sería su última fiesta. Entonces, levantando el otro pie, rompí el otro taco, porque no podía caminar con una pierna más alta que la otra. Nadie podía darse cuenta de que estaba caminando sobre zapatos rotos, salvo yo. Entre mis pies y el suelo había apenas una fina capa de cuero, y sentía que estaba descalza. Me dije a mí misma: “Mantené la cabeza en alto y circulá por la fiesta”. Claro que hay cosas peores que un zapato roto, pero para mí esa fue la metáfora perfecta de lo rota y desarmada que me sentía en ese momento de mi vida. Había una vez una princesa con zapatos de cristal hasta que se le rompieron. Todavía estaba invitada a las mejores fiestas, pero ahora debía ir descalza.

No pude evitar pensar en Cenicienta. Su hada madrina la había ayudado una noche para que pudiese conocer a su príncipe azul. Con unos toques de su varita mágica transformó sus harapos en un vestido de seda azul y, usando una calabaza, hizo aparecer una carroza de oro. Pero a las doce de la noche en punto todo volvería a ser lo que era. Yo sentí que las agujas del reloj de mi vida estaban anunciando la medianoche. Igual que a Cenicienta, las cosas a mi alrededor desaparecían como por arte de magia. El hechizo se rompió de forma abrupta y, de repente, tenía que transformarme de nenita bien en mujer autosuficiente. Pero ¿dónde quedó mi vestido de seda azul? Lo tuve que vender para hacer unos pesos. ¿Y mi carroza de oro? No tenía ni siquiera una calabaza. ¿Y el príncipe azul? Miré el horizonte y me di cuenta de que estaba completamente sola.

Vendí algunas de mis cosas por internet hasta conseguir trabajo. No me sentía valiosa ni merecedora de mis cosas lindas. Así fue como vendí mi reloj Cartier a un patovica con quien me encontré en una esquina de Recoleta. Resentía que lo más probable era que, a partir de ese momento, una mujer de mal gusto andaría por Buenos Aires usando mi reloj. Si bien mucha gente joven vende cosas por internet, para mí era el fin del mundo. Me dieron ganas de tirarme en la calle y llorar. “No me arrodillo ante nadie”, pensé. Me sentía como una reina sin corona.

Una semana después del casamiento “del zapato roto” tuve una fiesta totalmente distinta de las que yo estaba acostumbrada. Era la fiesta de quince de la nieta de mi niñera Cipi. Ella me contó que habían empezado a pagar la fiesta dos años atrás con gran esfuerzo. Llegó el día y llamé a un chofer, porque la fiesta era lejos de mi casa y no tenía ni idea de cómo llegar. Fui sentada en el asiento de atrás del auto, mirando todo con ojos nuevos. No podía creer que mi Cipi hiciera ese viaje todas las semanas. En ese momento me di cuenta de que nunca me había detenido a pensar en la vida de Cipi, quien vivía cinco días a la semana en mi casa y después se tomaba un colectivo para pasar los fines de semana en la suya y poder ver a su propia familia. Había sido así desde que nací y para mí era lo más natural del mundo. Fue muy emocionante conocer a toda su familia después de escucharla hablar sobre ellos tantos años. Y ellos me reconocían a mí: “la chiquita” de Cipi. Empecé a preguntarme: ¿qué pensaba Cipi sobre la diferencia entre nuestras vidas y la suya? ¿Habrá sentido resentimiento hacia nosotros porque tenemos tantos privilegios que el resto de la gente no tiene?

Esa noche me sirvió para recapacitar y dejar de hacerme la víctima. Después de todo, como mi amiga Isabel me dijo: “Vender tu Cartier es un problema que solo tiene una nenita bien”. No era una razón suficiente como para deprimirme. En vez de pensar en todas las cosas que no tengo, me puse a pensar en las que sí y resultó que tengo varias: ideas, creatividad, sentido del humor, pasión por la escritura y por entretener a las personas usando mis historias de vida. Enfocarme en esto tenía más sentido para mí que poder comprarme todos los relojes Cartier que hay en el mundo.

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Mi nombre es Lady y tengo veintisiete años. Soy de la clase alta argentina, cos

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