Un elefante en el living

Juan Tonelli

Fragmento

Un elefante en el living
(Cuando no podemos hablar de lo único que nos importa)

Las ruinas son a menudo las que abren ventanas para ver el cielo.

VICTOR FRANKL

“Hay que prestar especial atención a lo que dice el paciente cuando está por irse; es probable que sea lo más importante, aquello de lo que quiso hablar durante toda la sesión y no se animó”, aconsejaba Freud a sus discípulos.

Al escuchar esa historia me reí para mis adentros. No era el único estúpido que no podía hablar de lo que le importaba.

—¿Que los trae por acá? —nos preguntó el terapeuta.

Mi esposa y yo nos miramos con una mueca que no llegaba a ser risa. ¿Por dónde empezar? Sintiendo la responsabilidad porque el hombre es quien tiene que liderar, sostener y todas esas estupideces, intenté una respuesta:

—Hace un tiempo que estamos en crisis; nos cuesta entendernos. A veces parecemos los constructores de la Torre de Babel que hablan idiomas distintos. Yo digo celular y ella me contesta apio. Ella dice Sídney y yo le respondo cinturón…

El terapeuta, que era un señor mayor, se rió.

—¿Y cuáles son los motivos más frecuentes de esos desencuentros?

Uff que fiaca, pensé para mis adentros. ¿Le vamos a tener que explicar todo a este hombre? Paralelamente, un tema interpelaba mi alma. Llevaba un año teniendo un tórrido romance que había socavado mi matrimonio. Como aconsejaban los manuales y los amigos, eso nunca se podía blanquear a la pareja. Era un camino sin retorno, una herida de la que es difícil recuperarse. Algunos dicen que es un delito de lesa humanidad porque no prescribe nunca, te lo van a reprochar hasta el final de tus días.

Me habían recomendado a este terapeuta porque estaba especializado en parejas. Se lo propuse a mi mujer, aun sabiendo que no iba a poder hablar de lo más importante, y es que yo estaba enamorado de otra persona. Y si uno no puede plantear lo que más le angustia, ¿de qué habla? ¿Para qué va? ¿Para tener la conciencia tranquila y mostrarles a los demás y a nuestra futura ex pareja que hicimos todos los esfuerzos?

Entre los dos le explicamos un poco la situación. Lo hicimos tan respetuosamente que más que una pareja que se había lamido con desesperación, parecíamos dos embajadores. Nadie quería lastimar al otro por lo cual la conversación fue políticamente correcta y algo estéril.

Terminó la primera sesión en paz y salimos en silencio. Nos fuimos a tomar un cafecito, contentos de intentarlo y de que el diálogo no hubiera desencadenado una de esas guerras termonucleares que teníamos seguido.

Al día siguiente, mientras mirábamos una película de dibujitos animados, mi hija gritó:

—¡Están enamorados!

—¿Y cómo te das cuenta? —quise saber.

—¡Porque juegan y se divierten! —me contestó como algo obvio. Con sus cinco años, nunca pudo dimensionar hasta qué punto acababa de exponerme contra mi cruel realidad. ¿Cuánto hacía que yo no jugaba ni me divertía con mi pareja?

Con el correr de los meses si bien me alegraba hacer el esfuerzo de ir juntos a terapia, también me hacía mal. Una parte de mi corazón no quería que nada se arreglara porque si reencauzaba mi matrimonio iba a tener que abandonar a Tere y eso me resultaba intolerable. Era una de las cosas más lindas que me pasaban en la vida.

—¿Hubo terceros? —nos preguntó un día el terapeuta.

Me quedé helado. Tuve el impulso de contarles la verdad a él y a mi esposa. Dejar la clandestinidad, la doble vida, la escisión. Mi mente me arruinó los sueños de libertad recordándome que eso no era posible. ¿Cómo el terapeuta nos hacía una pregunta tan directa? ¿Podía ser tan pelotudo? Los temas sensibles rara vez se pueden abordar de manera frontal, por lo general requieren que nos acerquemos en puntas de pie. Este infeliz imaginaría que yo le iba a contestar: Sí doctor, hace un año que me estoy cogiendo a otra.

—No —contestamos a coro con mi mujer.

Después de algunas sesiones el terapeuta ya entendía un poco los síntomas, principalmente mi enojo con ella porque vivía para el trabajo y los hijos, y nunca tenía tiempo para nosotros. Yo sabía que eso era verdad a medias, porque también era cierto que mi esposa representaba el obstáculo a la felicidad de estar con mi gran amor.

Unos pocos amigos que estaban al tanto de mi pequeño calvario insistían en que era culpa suya:

—Te enamoraste de otra porque ella no te da bola. Si te hubiera cuidado un poco no te habría pasado nada; el que come bien en casa no necesita cenar afuera.

Yo reconocía que mi esposa no tenía energía ni tiempo para mí; pero también me preguntaba si el enamoramiento fulminante que vivía, no habría ocurrido igual aunque ella me prestara atención.

Pasaban los meses y nuestra terapia de pareja no iba para ningún lado. Para peor, como mi mujer viajaba mucho, a la mitad de las sesiones iba solo. En esas involuntarias sesiones individuales tenía la tentación de contarle la verdad al terapeuta, y así darle todos los elementos para que pudiera ayudarnos mejor. Pero al final me reprimía: era un señor de más de ochenta años y me daba miedo de que en alguna sesión de pareja se le cruzaran los cables y mi mujer se enterara de la verdad de la peor forma. Cada semana me preguntaba a mí mismo para qué seguía haciendo terapia sino iba hablar de lo que me estaba pasando.

Cansado de que mi mujer faltara a las sesiones tan seguido, le dije:

—Suspendamos. La terapia de pareja es de a dos y acá la mitad de las veces voy solo.

En algún sentido la estaba haciendo responsable de ese fracaso y de la profundización de nuestra crisis. Me miró con miedo, consciente de que estábamos dejando escapar uno de los últimos trenes que nos quedaban.

Pobre, ella estaba en una encrucijada; no quería tirar por la borda nuestro matrimonio pero por su propia historia de vida tampoco podía dejar de trabajar compulsivamente. Era la forma de protegerse de los problemas que había vivido su madre y que ella no quería repetir. No quería depender de hombres que podían abandonarla o ser incapaces de mantener una familia. Como una ironía del destino nuestra crisis potenciaría su dilema: ¿Y si dejo el trabajo para salvar mi matrimonio e igual nos separamos?

Mes tras mes nuestra relación seguía hundiéndose. No hay nada suficientemente malo que no pueda empeorar aún más. Llegó un tiempo en el que ya no podíamos hablar de nada. Y ojalá fuera que no nos entendíamos; la nueva realidad era que todo lo que hacía el otro nos irritaba. Qué tristeza que nuestro amor se hubiera transformado en esto. Lo único que nos mantenía juntos eran nuestros hijos. Nada menos.

Con el correr de los meses me sentía cada vez más aislado de mi esposa. Sin poder aguantar más la doble vida, ni la atmósfera horrible que teníamos en casa, tomé la decisión de irme. No podíamos seguir vi

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