Todo lo que puedas imaginar

Wayne W. Dyer

Fragmento

Principio

He decidido comenzar este libro contando una serie de experiencias que atañen a mi vida y reflejan una comprensión de los mensajes esenciales sobre los que leerás en Todo lo que puedas imaginar. Estos acontecimientos preñados de significado coincidieron con la creación del libro, y contienen elementos de sinergia y sincronicidad que me parecen muy estimulantes y prometedores. Lo que ofrezco, a mi entender, es un programa que te garantiza poder manifestar todo lo que desees en tu vida, a condición de que lo que desees no se aparte de la Fuente de tu ser. En mi vida cotidiana, mientras escribía el libro, tuve la suerte de vivir el proceso de primera mano, y he optado por narrar estos sucesos milagrosos de manera muy personal.

Ahora que empiezo mi octava década en el planeta Tierra rememoro las mayores influencias de mi vida, que aparecieron como por casualidad, y desde esta distancia percibo su influjo en revertir los derroteros egoístas que tomaba mi vida en esa época inicial. En su momento, cuando surgieron esos hechos o personas excepcionales, no supe verlos desde una perspectiva más amplia, como suele ocurrirnos a la mayoría de las personas. Ahora que en retrospectiva, desde mi observatorio espiritual, describo lo que significa vivir con los deseos cumplidos, veo esos hechos como piezas de un puzle, de un gran tapiz que hoy me sobrecoge y se me antoja lleno de sentido.

SAN FRANCISCO

Una de las figuras que «aparecieron» en mi vida es un personaje que vivió en el siglo XIII, y que actualmente es conocido por el nombre de san Francisco de Asís. A mí no me educaron en ninguna fe concreta, probablemente debido a que estuve en diversas casas de acogida a lo largo de mi infancia. Lo ignoraba todo del catolicismo, y ni los santos ni sus enseñanzas estuvieron presentes en mi vida. Sin embargo, por algún misterio (que ahora ya no lo es tanto), este monje de vida sugestiva, tan llena de Cristo, estaba destinado a ser una de las figuras más extraordinarias e influyentes que se cruzasen en mi camino vital.

La influencia de san Francisco se manifestó por primera vez en mi vida a través del texto íntegro, muy bien impreso y enmarcado, de la «Oración de san Francisco», regalo de alguien en una conferencia, hace más de veinticinco años. El contenido de la plegaria me afectó profundamente. Además me encantaba su aspecto, de modo que la puse en el pasillo que conducía a los dormitorios de mis hijos. Durante los diez años en que estuvo allí colgada debí de pasar al menos diez mil veces por su lado. Me detenía con frecuencia para leer algunas líneas y meditar sobre la magia de aquellas palabras: «Donde haya odio, permíteme sembrar amor». «Donde haya oscuridad, luz.»

Más que una oración, me parecía una técnica. Me gustaba mucho la idea de que el odio pudiese derivar en amor, y de que pudieran iluminarse las tinieblas, pero no pidiéndoselo a Dios, sino siendo uno mismo amor y luz. Era como la promesa de que los seres humanos teníamos la facultad de cambiar literalmente el sufrimiento y el dolor transformándonos a nosotros mismos, una hazaña sobre la que me complacía mucho meditar. Ahora, sin embargo, me doy cuenta de que aún no estaba preparado para llevar a la práctica el mensaje de san Francisco; ni siquiera para darle forma escrita, como he logrado en este libro.

El caso es que Francesco di Pietro di Bernardone (1181-1226) ya estaba en mi vida, y con el paso de los años empecé a verme envuelto en su influencia. En la década de 1990 me convencieron de ir a Asís. Durante mi estancia allí, sin saber por qué, me sentí en casa. Caminé por los mismos campos que Francisco, medité en la misma capilla donde rezaba él, y ante su tumba caí preso de la abrumadora sensación de estar físicamente unido a aquel hombre que había vivido más de ochocientos años antes de mi nacimiento.

Empecé a leer sobre él, y quedé profundamente conmovido por su ardiente deseo de cumplir su dharma y por su determinación de que ningún obstáculo se interpusiera en su sueño. También yo he sentido esa llamada interior, que ha impulsado mi trabajo todos estos años. También en mi caso ha habido épocas en las que me he apartado del camino, pero no ha faltado jamás una voz interior que me ha empujado a seguir escribiendo y viviendo cada día; una voz que me ha devuelto a mi Misión Divina.

Hace unos diez años tuve claro que escribiría un libro titulado La fuerza del espíritu. Lo que ya no tenía tan claro era cómo organizarlo. En un momento de meditación profunda oí una voz que me decía con vehemencia: «Básalo en la “Oración de san Francisco” que tienes colgada en la pared de tu casa». Fue un momento de tanta claridad, de una visión tan pura, que sentí como si el libro ya estuviera escrito y solo quedara prestarme a ser «un instrumento de tu paz».

Más tarde volví a Asís y tuve otra experiencia milagrosa: viví en mi cuerpo una curación que a día de hoy sigue siendo un misterio, tanto para mí como para mis amigos médicos. (La historia de esta curación, y mi visión de san Francisco, las cuento en mi película El cambio.) Aquel monje del siglo XIII había vuelto a transformar mi vida con su presencia, demostrando que cuando alguien vive desde un punto de vista realizado en Dios no existen límites en lo que puede suceder.

Con todas las notas que acumulé durante mi segundo viaje a Asís, el libro salió sin esfuerzo. Por si fuera poco, la temática de La fuerza del espíritu dio pie a un programa especial de la televisión pública, así que gracias a mi vocación de escribir sobre aquellas verdades de tan profundo poder transformador las enseñanzas de san Francisco penetraron en millones de hogares.

Hace años me llamó la atención una recreación ficticia de la vida del santo escrita por uno de los grandes literatos de nuestra época, Nikos Kazantzakis: El pobre de Asís. Aún hoy releo a menudo esta novela excepcional, que nunca deja de arrancarme alguna lágrima, ni de aumentar mi comprensión de lo que explica.

Hace aproximadamente un año, en el transcurso de una profunda meditación, sentí de nuevo una poderosa llamada: la de llevar a un grupo de personas a tres centros espirituales europeos, a saber: Lourdes, en Francia; Medjugorje, en Bosnia-Herzegovina, y Asís, en Italia, cómo no. El nombre que pusimos al viaje fue «Experimentar lo milagroso». Ciento sesenta y dos personas de todo el mundo se inscribieron para visitar estos santos lugares, donde se produjeron auténticos milagros durante los siglos XIII, XIX y XX. En cada localidad impartí una conferencia de dos horas. Durante la primera reunión nocturna en Asís expliqué que estábamos cumpliendo la visión de san Francisco, cuyo objetivo había sido transmitir al mundo entero la conciencia de Cristo, parroquia por parroquia, ciudad por ciudad y país por país: en aquel viaje había gente de todos los continentes y representantes de todos los grupos de edad, desde adolescentes hasta octogenarios. Todas las profesiones y los credos unidos por una misma idea: ayudar a

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