Volver a casa

Mariana Jacobs

Fragmento

Agradecimientos

Gracias a cada familia que me abrió las puertas de su casa. Nada de esto podría haber sido escrito sin que ustedes me permitieran ser parte de sus despedidas. Gracias por confiarme a sus personas más amadas. Gracias por los abrazos, por el cariño sincero y, por sobre todas las cosas, gracias por darme la posibilidad de aprender con ustedes a estar presente en el final.

Gracias a Andy Anderson por su gran generosidad, su cariño, su recuerdo amoroso y su prólogo conmovedor.

Gracias a mis colegas y amigos paliativos que leyeron estas páginas y contribuyeron dándome devolución. Especialmente gracias a las doctoras Carolina Bonsaver y Rosa Mertnoff, por la revisión de la información médica, y a Fabi Somodi, por aportar su toque mágico a la playlist de Sonidos sanadores.

Gracias a Sole di Luca y a todos en Penguin Random House por creer en mí, por apostar a publicar este material y animarse a poner sobre la mesa este tema tan incómodo como necesario. Gracias, Sole, por creer que merecía la pena que este saber circule y por esperar pacientemente —en medio de la turbulencia pandémica— a que lo termine.

Gracias a Marina Campbell y a Patty Jacobs, la Queen Mother, por editar virginianamente este material. Bendigo sus TOC.

Gracias una y mil veces a Silvia Itkin por haberme insistido hace años en que sí podía escribir sin ser escritora. Gracias por creer que tenía algo para decir.

Gracias a Armando Ríos, que supo interpretar a la perfección cada una de las ilustraciones que le encargué. Gracias por su trabajo impecable y su trazo amoroso.

Gracias a todos mis hermanos hospice repartidos en todo el país, cuidando y velando por tantos. Ustedes son parte de la solución y yo los celebro y les agradezco por su tarea, su entrega y su amor. En especial gracias a mi familia del Hospice Kamalaya.

Por último, agradecer a mi familia y a toda mi tribu luminosa que me alienta, me cobija, me sostiene en cada paso que doy. No sé qué haría sin ustedes. Gracias por compartir este camino conmigo.

Prólogo sobre epílogos

Conocí a Mariana en un momento difícil, un día de marzo en casa de mis padres. Se presentó con una sonrisa franca que me sorprendió. No había motivos para sonreír, no en ese instante, y mucho menos en esa casa. Se sentó a conversar conmigo, mi madre y mi hermana. En una habitación cercana, mi padre respiraba con dificultad, inmerso en la fase avanzada de un cáncer irreversible.

No lo supe en ese instante —cuando un ser querido está por morir, uno tiende a concentrarse solamente en la aparición de un milagro ornamental—, pero su llegada fue tan oportuna como providencial. Después de los saludos formales, Mariana, que insistía con su sonrisa, pidió que cada uno de nosotros hablara sobre lo que sentíamos ante la situación. Hablamos de la tensión, de la impotencia por no saber qué hacer, o cómo responder ante un padre que, siendo médico (y de los buenos), tenía plena certeza de estar viviendo los últimos instantes de su vida. Nos escuchó con los ojos, como hacen quienes escuchan con el corazón. Con una solidaridad respetuosa, plena de sabiduría y compasión, nos acompañó y ayudó a tomar conciencia de aquello que iba a pasar de un momento a otro, no como algo fatal, que lo era, no como algo triste, que también lo era, sino como una instancia elemental de la vida de cualquier ser humano. “El nacimiento no es un comienzo y la muerte no es un final. Son simplemente puntos de un proceso continuo”, sostuvo la célebre psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross, y Mariana se ocupó de hacernos comprender esta verdad.

En sus palabras aprendimos a valorar cada segundo de esa etapa dolorosa, abordándola sin la desesperación inexorable de los últimos instantes, sino como oportunidades benditas, adicionales, para acompañar a nuestro padre un poco más, para sumar tiempo a su lado y respirar con él, llorar con él, “estar presentes”, sin posturas escénicas ni frases acartonadas.

En ese instante, en los gestos de Mariana, en la forma en la que nos hablaba, y, sobre todo, en lo profundo de sus expresiones, entendí lo que estaba pasando: mi padre iba a morir. Hablé con dificultad, entre lágrimas, porque confirmé que ese milagro ornamental no llegaría jamás. A veces, las lágrimas tienen el don de hacernos callar; por eso pude escuchar atentamente lo que Mariana decía con su voz gentil, tan empática en nuestro pesar. Sus conceptos eran la respuesta que buscábamos a las muchas preguntas que se repetían sin cesar: qué hacer, cómo seguir, qué esperar. Con una firmeza contundente y unas formas que solo pueden ser descritas como angelicales, esta psicóloga, a quien yo conocía por primera vez, serenaba mi alma con inesperada generosidad. Con su experiencia en cuidados paliativos, con su don de escuchar pacientemente, nos demostró que la muerte está llena de vida.

Tomar conciencia de lo que sucedía era una prueba difícil, por supuesto, porque nadie quiere ver morir a un ser querido, y mucho menos enfrentarse a la impotencia de no poder revertir este proceso natural. Ante el cuerpo dolido, que se descomponía entre tumores malditos, no sabíamos qué hacer. Mariana nos señaló el camino de la presencia y la esencia. No bastaba con quedarse a su lado, había que estar atentos a lo que sucedía, tomar plena conciencia de la despedida. La medicina había hecho lo posible, ahora era momento de acompañar con el alma entera. Dejamos de lado la tensión, las preocupaciones, el estado de incertidumbre, el estrés ante lo inevitable.

Los grandes fenómenos de la vida —el nacimiento o la muerte de un ser querido, la contemplación de la naturaleza, el paso del tiempo— son episodios ocurrentes de insondable misterio. Aunque algunos de ellos se pueden anticipar —una cesárea programada, por ejemplo—, otros acontecen repentinamente. Existe una bibliografía abundante que aborda cada tema, es cierto, pero la experiencia vivida es siempre distinta para cada ser humano. Con este libro, y sobre la base de su conocimiento de muchos años de especialización en cuidados paliativos, Mariana comparte ideas rectoras, sanadoras y vitales sobre cómo “acompañar a morir”. Esta guía es un ejercicio de generosidad que invita a vivir la muerte de un ser querido como una experiencia única y trascendente, como un gesto elemental de amor fraterno y una experiencia en tiempo presente que será comprendida en un futuro fortalecido

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