Mi adorable E.

Lolità

Fragmento

Mi adorable E.

Mi primera vez en Costa Rica llegó como un impulso. Estaba esperando mi primera misión con Médicos Sin Fronteras, con la expectativa, incertidumbre, miedo, y ansiedad de toda una década aguardando ese momento, pero no llegaba.

Los días se hicieron semanas, las semanas, meses y yo seguía sin misión. Estaba pasando por un momento emocionalmente muy fuerte porque acababa de cortar mi primera relación con una mujer y eso me dejaba con muchísimas preguntas sobre mi identidad tanto sexual como personal, acababa también de renunciar a mi trabajo y, básicamente, estaba ante la expectativa más grande mi vida.

Así que lo que empezó como la espera de algo lindo se convirtió en una acumulación de ansiedad incontenible. No me dejaba pensar, no me dejaba dormir en paz, no me dejaba hacer planes, y no había otra opción que esperar.

Llegó agosto, el mes de Helena, y recibí unas fotografías donde me enseñaba su casa en Costa Rica. Mi mejor amiga estaba por cumplir años después de su fuga, y, como por impulso, saqué un pasaje.

Me hubiera encantado la sorpresa, pero quienes conocen la ansiedad de Helena sabrían que es imposible, y por otro lado necesitaba que disfrutáramos el hecho de que nos íbamos a ver después de tantos años.

Llegué luego de mucho viaje con una tabla de surf, que había comprado hacía poco porque estaba aprendiendo ese deporte, y mi mochila al encuentro de mi mejor amiga, ahora tatuada, con su pantalón de guerra caído, bikini y en una moto más grande que ella, que fue suficiente para llevarnos a las dos y los petates.

Verla desenvuelta en ese barrio que había convertido en su casa me hizo sentir que no estaba de visita, estaba en casa. Su casa. Y como su casa también es mi casa, estaba en casa, fin.

Necesitaba de esa amiga, esa cómplice, esa mirada que nada lo juzgara, que todo le pareciera un buen plan, y por sobre todo que cree en mí.

Me vio levantarme todas las mañanas a conversar con el mar desde mi tabla o al menos intentarlo mientras ella se iba a trabajar. Me esperó cada atardecer con palabras de aliento cuando volvía con moretones de mis golpes en la lucha con las olas. Me hizo reír a carcajadas cada noche que dormimos juntas como en las pijamadas de la adolescencia y me hizo esas preguntas sin anestesia que hace una amiga que quiere conocer la respuesta, pero también me esperó al ver que aún no había alcanzado muchas todavía.

Fueron pasando los días y el mar fue haciendo de lo suyo. Hasta que una mañana en la orilla de la playa donde siempre bajábamos, cerca de su casa, después de una noche de fiesta que había estado muy divertida, así de la nada y sin aviso, me quebré.

Salí del mar y tuve que concentrarme en secarme las manos para pedirle que por favor viniera a rescatarme porque no podía conmigo misma. Creo que nunca tardó tan poco en llegar a la orilla.

Con ternura me miró y no hizo falta explicarle nada, yo estaba en un desborde de emociones, intentando mantenerme entera por todas las cosas fantásticas que estaban pasando, pero no podía. Me sentía débil, vulnerable, pequeña, perdida y aún más asustada por lo que estaba por venir.

Primero me miró fijo y con mucha seriedad me dijo “no, no estás loca, sos humana”, y esa frase me la siguió repitiendo en muchas ocasiones más en mi vida. Mantuvimos una hermosa conversación donde pude purgar mis miedos y angustias en esa orilla, y donde recibí esa charla de aliento que no solo es importante en el momento de la vida en que la escuchás, sino de quién. Cuando terminó de consolarme mientras yo retomaba el aliento, me enseñó su ritual de purga. Nos metimos juntas al mar con el agua por la cintura y nos agachamos hasta sentir el agua al cuello, para sentir el control de hacer pie pero la sensación de hundirse. Me enseñó que después de que pasa la ola, en esos segundos de calma antes de la próxima, en donde todo el escenario se vuelve blanco, ella abría los brazos y abrazaba la espuma, la oportunidad, dejando que la envuelva el cielo. La paz.

Nos quedamos un rato abrazando las olas, su cielo, y después nos volvimos a reír, salpicándonos como dos niñas locas, pero no importaba porque para nosotras hacía sentido.

Me encantaría decir que ese fue el fin de mi crisis existencial, pero no lo fue, pero ahora tenía un alivio, tenía una cómplice y una manera de abrazar el mar que no conocía.

Ese no fue el momento de mayor oscuridad en mi vida, ni fue mi última vez en Costa Rica buscando refugio una vez más en mi mejor amiga que hace de faro. Volví varias veces a buscar esa calma después de la ola con ella.

Si bien mi velador se apagó en otras oportunidades, encontrar esa mirada, esa persona que te hace sentir en casa, fue lo que repetí una y otra vez cada vez que lo necesité. En cada apagón. Y lo sigo haciendo hoy.

Pueden imaginar, pero jamás saber, lo que fue para mí ver a esa persona, a MI persona, mi mejor amiga, llegar a la Argentina, con el pelo corto y sin el alma en sus ojos aquella primavera.

Ella no estaba ahí, era su cara, era su voz, pero no era mi buey. Aún lo recuerdo y se me empaña la vista, porque no sé si alguna vez me sentí tan impotente en mi vida.

La vi sentada en su sillón individual viejo, en ese departamento en la ciudad después de haber robado un colchón y donde me pareció escuchar algo parecido a la risa de mi amiga, pero decirme al instante siguiente “esto no es vida, yo no puedo con esto”. La risa fue un éxito, no la oíamos hace un montón, su queja no provino de la carcajada anhelada… esa risa que le salió le recordó lo injusto que se sentía no tenerla impregnada con ella como solía estar. Esta vez me tocó a mí explicarle “no estás loca, sos humana”; pero no tenía el mismo efecto que tenía en mí. No puedo explicarles la barrera impermeable que había en su corazón para cualquier mensaje de esperanza que uno quería regalarle… y se podía ver en sus ojos que se llenaban de lágrimas cansadas, la sensación de estar pidiendo ayuda, pero saber que no podía recibirla.

Ahora lo mágico es que esa misma noche esa misma persona que no tenía voluntad para irse a dormir me hablaba de que quisiera tener una red invisible, como un canal que pudiera sintonizar con todas las mujeres que estuvieran pasando por lo mismo para sentirse menos sola.

Esta vez no podría ser yo ni nadie quien la acompañara, o sí, pero con muchas limitaciones. Ella necesitaba salir al mundo a repartir abrazos que a ella le faltaron, para que todas las mujeres que estuvieran igual que ella se sintieran menos solas.

Y con todo mi corazón que podía articular, le pedí que lo hiciera, que sintiera la fuerza de la unión y fuera canal para otras mujeres ya que ella sí tenía la voz para hacerlo. Y lo hizo.

No puedo explicar el orgullo que me da mi buey como amiga, porque tuve el honor de verla y acompañarla en todos sus morir y renacer, desarmarse y armarse, en oscuridad y luz.

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