Con luz propia. Vencer en tiempos de incertidumbre

Michelle Obama

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

En algún momento de mi infancia, mi padre empezó a usar bastón para mantener el equilibrio al caminar. No recuerdo exactamente cuándo apareció en nuestra casa del South Side de Chicago —por aquel entonces, yo tendría cuatro o cinco años—, pero de repente estaba allí, delgado, robusto y de madera suave y oscura. El bastón fue una de las primeras concesiones a la esclerosis múltiple, la enfermedad que había causado a mi padre una marcada cojera en la pierna izquierda. De manera lenta y silenciosa, y probablemente mucho antes de que recibiera un diagnóstico médico, la esclerosis estaba debilitando su cuerpo, corroyéndole el sistema nervioso y debilitándole las piernas mientras él se dedicaba a sus quehaceres cotidianos: trabajar en la planta de tratamiento de aguas de la ciudad, administrar una casa junto a mi madre e intentar criar a unos buenos hijos.

El bastón ayudaba a mi padre a subir las escaleras que conducían a nuestro apartamento o a recorrer una manzana por el barrio. Por las noches lo dejaba apoyado en el reposabrazos de su sillón reclinable y, aparentemente, se olvidaba de él mientras veía programas de deportes por televisión, ponía jazz en el equipo de música o me sentaba en su regazo para preguntarme qué tal había ido el colegio aquel día. Me fascinaban la empuñadura curvada del bastón, el taco de goma negra que tenía en el extremo y el repiqueteo hueco que emitía al caer al suelo. A veces se lo cogía e imitaba los movimientos de mi padre en el salón para ver qué se sentía al caminar como él. Pero yo era demasiado pequeña y el bastón demasiado grande, así que lo incorporé como accesorio cuando jugaba a hacer imitaciones.

Para mi familia, ese bastón no simbolizaba nada. Era una simple herramienta, igual que la espátula de mi madre era un utensilio de cocina, como el martillo que mi abuelo utilizaba cada vez que venía a reparar una estantería o una barra de cortina. Era funcional, protector, algo en lo que apoyarse cuando era necesario.

Lo que no queríamos reconocer era que la enfermedad de mi padre avanzaba de forma paulatina y que su cuerpo se estaba volviendo silenciosamente contra sí mismo. Papá lo sabía. Mamá lo sabía. Mi hermano mayor, Craig, y yo éramos niños, pero los niños no son tontos, e incluso cuando nuestro padre jugaba con nosotros a lanzar la pelota y venía a los recitales de piano y a los partidos de la liga infantil de béisbol, también lo sabíamos. Empezábamos a entender que la enfermedad de mi padre nos hacía más vulnerables como familia, que nos dejaba más desprotegidos. En caso de emergencia, le resultaría más difícil reaccionar y salvarnos de un incendio o de un intruso. Estábamos aprendiendo que no podíamos controlar la vida.

A veces, el bastón también le fallaba. Calculaba mal un paso o tropezaba con un bulto de la alfombra y de repente se caía. Y en ese preciso instante, con su cuerpo suspendido en el aire, veíamos todo lo que esperábamos no ver: su vulnerabilidad, nuestra indefensión, la incertidumbre y los duros tiempos que se avecinaban.

El sonido de un hombre adulto golpeando el suelo es atronador, algo que no olvidas nunca. Hacía temblar nuestro pequeño apartamento como si fuera un terremoto y nosotros salíamos corriendo en su auxilio.

«¡Fraser, ten cuidado!», decía mi madre, como si sus palabras pudieran revertir lo que había ocurrido. Craig y yo hacíamos palanca con nuestros cuerpos jóvenes para ayudar a nuestro padre a levantarse y luego íbamos corriendo a recoger el bastón y las gafas donde se hubieran caído, como si esa rapidez al ponerlo de nuevo en pie pudiera borrar la imagen de su accidente. Como si alguno de nosotros pudiera solucionar algo. Esas situaciones me llenaban de miedo y preocupación, pues me daba cuenta de lo que podíamos perder y de la facilidad con la que podría suceder.

Normalmente mi padre se lo tomaba bien y le restaba importancia a la caída, lo cual era una señal de que no pasaba nada por reírse o gastar una broma. Parecía existir un acuerdo tácito entre nosotros: teníamos que olvidarnos de esos momentos. En casa, la risa era otra herramienta muy utilizada.

Ahora que soy adulta entiendo lo siguiente sobre la esclerosis múltiple: es una enfermedad que afecta a millones de personas en todo el mundo. La esclerosis desorienta al sistema inmunitario, de manera que este empieza a atacar desde dentro, confundiendo a amigos con enemigos, al yo con el otro. Altera el sistema nervioso central eliminando el revestimiento protector de unas fibras neuronales llamadas axones y deja sus delicados hilos desprotegidos.

Si la esclerosis causaba dolor a mi padre, nunca hablaba de ello. Si las limitaciones de su discapacidad lo desanimaban, rara vez lo demostraba. No sé si se caía cuando nosotros no estábamos —en la planta de tratamiento de aguas o entrando o saliendo de la barbería—, aunque por lógica tendría que ser así, al menos de vez en cuando. No obstante, pasaron los años. Mi padre iba a trabajar, volvía a casa y seguía sonriendo. Tal vez era una forma de negación. Tal vez era sencillamente el código con el que decidió vivir: «Si te caes, te levantas y sigues adelante».

Me doy cuenta ahora de que la discapacidad de mi padre me brindó una lección prematura e importante sobre lo que es ser diferente, sobre lo que es ir por el mundo marcado por algo que no puedes controlar. Aunque no pensáramos en ello, la diferencia siempre estaba ahí. Mi familia la llevaba consigo. Nos preocupaban cosas que a otras familias no parecían inquietarles. Éramos cuidadosos con cosas a las que otros no prestaban atención. Cuando salíamos, estudiábamos discretamente los obstáculos y calculábamos la energía que necesitaría mi padre para cruzar un aparcamiento o recorrer las gradas en un partido de baloncesto de Craig. Medíamos las distancias y las alturas de otra manera. Veíamos las escaleras, las calles heladas y los bordillos altos con otros ojos. Observábamos los parques y los museos comprobando cuántos bancos tenían y si había lugares donde pudiera descansar un cuerpo fatigado. Allá donde fuéramos, sopesábamos los riesgos y buscábamos pequeñas ventajas para mi padre. Contábamos cada paso.

Y cuando una herramienta dejaba de funcionarle, cuando la fuerza de la enfermedad mermaba su utilidad, salíamos a buscar otra. Sustituimos el bastón por dos muletas, y después estas por una silla motorizada y una furgoneta especialmente equipada, llena de palancas y dispositivos hidráulicos que ayudaban a compensar lo que su cuerpo ya no podía hacer.

¿A mi padre le gustaban esas cosas o creía que resolvían sus problemas? En absoluto. Pero ¿las necesitaba? Desde luego. Para eso están las herramientas. Nos ayudan a levantarnos y a mantener el equilibrio, a coexistir mejor con la incertidumbre. Nos ayudan a afrontar los cambios, a gestionar las cosas cuando la vida parece fuera de control. Y nos ayudan a seguir adelante, aunque sea con incomodidad, aunque vivamos con los hilos de nuestros axones desprotegidos.

He estado pensando mucho en esas cosas: en lo que llevamos con nosotros, en lo que nos mantiene en pie ante la incertidumbre, y en cómo encontramos nuestras herramientas y nos apoyamos en ellas, sobre todo en momentos de caos. Sin embargo, me sorprende que muchos luchemos con la sensación de sentirnos diferentes, que nuestra percepción de la diferencia siga siendo fundamental en nuestras co

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