La cura del burnout

Emily Ballesteros

Fragmento

Índice

Índice

Introducción: La crisis antes del quiebre

parte i: el burnout moderno

capítulo 1: Identificar el burnout en un mundo en llamas

capítulo 2: Los tres tipos de burnout

+ Burnout por sobrecarga

+ Burnout social

+ Burnout por aburrimiento

parte ii: los cinco pilares del manejo del burnout

capítulo 3: Mentalidad

capítulo 4: Cuidado personal

capítulo 5: Administración del tiempo

capítulo 6: Límites

capítulo 7: Manejo del estrés

parte iii: volver a hacer la vida habitable

capítulo 8: Cuándo alejarse

capítulo 9: Hoja de ruta para crear una vida equilibrada (¡Ahora mismo!)

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre la autora

Para mis padres, que me han acompañado
en cada paso tan poco convencional de mi carrera
con un apoyo inquebrantable.

Introducción La crisis antes del quiebre

Una mañana con una temperatura de 20 grados bajo cero, en el pasillo de Top Ramen de una farmacia Walgreens del centro de Chicago, por fin me tragué mi orgullo y llamé a mis padres. Con lágrimas silenciosas y mocos en la bufanda, les dije que ya no podía más. Durante dos años, mi vida había sido una lista interminable de tareas pendientes. Desde el amanecer hasta el anochecer corría de responsabilidad en responsabilidad, sin jamás sentir que hacía lo suficiente. (Sabes que las cosas van mal cuando empiezas a esperar con impaciencia tus debilitantes migrañas). Despertarme con visión estroboscópica y la impresión de que alguien me apuñalaba en el ojo me producía una alarmante sensación de alivio: al menos, mientras estaba tumbada en el frío suelo del baño intentando no vomitar del dolor, conseguía un breve descanso de mi absorbente agenda. Sollozar en una farmacia, mientras sentía las miradas de reojo de otros habitantes de Chicago que solo intentaban comprar algo tranquilamente, fue un bajón personal. Me encontraba muy mal. Quería dejar mi trabajo, abandonar los estudios de posgrado, marcharme del gélido infierno conocido como el Medio Oeste y… simplemente… “desaparecer”. “Solo un ratito”, les dije a mis padres.

Banderas rojas. Banderas rojas por doquier

Por si no lo sabes, decir que quieres “desaparecer” es una señal de alarma importante.

Llevaba dos años funcionando a toda máquina. ¿Cómo podía estar tan al principio de mi carrera y tan increíblemente agotada? Desde luego que esta no era la divertida y grandiosa libertad de tener veinte años de la que todo el mundo hablaba maravillas. Cada mañana, cuando sonaba el despertador a las seis, lo primero que sentía era una gran opresión en el pecho, seguida de pensamientos acelerados sobre todo lo que tenía que hacer ese día. Me levantaba de la cama, me ponía uno de mis arrugados trajes de trabajo y caminaba un kilómetro y medio a través de las gélidas temperaturas de Chicago hasta el tren. Con los ojos vacíos, como una zombi y un gran nudo en el estómago, ponía un pie helado delante del otro.

Pasaba la hora y media que me separaba del trabajo poniéndome al día con las lecturas de mi programa de posgrado y maquillándome las ojeras. Profesionalmente, me comportaba como la típica persona que complace a la gente: sin tener en cuenta mis propios límites. No me creía con autoridad para poner límites, así que decía que sí a todo lo que me pedían, sin importar quién lo pidiera y qué pidiera. Tenía reuniones a cualquier hora del día, en comités que ni siquiera sabía que existían en nuestra empresa, asumía tareas que nadie más quería, todo para demostrar que era fiable a cualquier precio. Quería probarme a mí misma, avanzar en mi carrera lo más rápido posible y, quizá lo más importante, quería gustarle a todo el mundo. En consecuencia, daba prioridad al rendimiento sobre todo lo demás: mi salud, mis relaciones, mi vida personal y mis intereses. Yo era un portento. Pero tenía un precio.

Cada noche, al final de mi viaje de regreso a la ciudad, corría (con botas de nieve, cosa nada recomendable) hasta mi clase de las seis de la tarde. Con las espinillas doloridas, el cansancio hasta los huesos y la incredulidad de que el día aún no hubiera terminado, echaba mano de mis dos últimas neuronas para tomar apuntes. Después de clase, caminaba un kilómetro hasta casa, me comía un Top Ramen, hacía el quehacer de casa, miraba el celular y me quedaba dormida, ansiosa por lo que me esperaba por la mañana.

Lo ideal hubiera sido que el sábado y el domingo me dedicara a descansar. Pero en lugar de recuperarme, cada fin de semana dejaba que mi sentimiento de culpa (y las exigencias de otras personas) tomara el timón. Amigos con buenas intenciones y mal momento me invitaban a reuniones sociales por toda la ciudad. No sabía cómo decir que no sin sentir que los defraudaba, de modo que decía que sí y esperaba encontrar otro momento para descansar. (Spoiler: casi nunca lo encontraba). Por mucho que valorara mis amistades, cualquier invitación me parecía una carga, y es que añoraba quedarme en casa para recuperar el sueño. Me olvidaba de ir al gimnasio, de disfrutar de mi juventud o de leer por placer; solo estaba agradecida si conseguía llegar al fin de la semana. Durante años, sin importar si el día era bueno o malo, era un día ocupado.

Sin embargo, en contraposición al temor que sentía en mi vida cotidiana, desde fuera parecía que me iba bastante bien. Tenía un trabajo en mi campo de interés (formación y desarrollo empresarial) y estaba haciendo una maestría en psicología industrial y organizativa. En nombre de los logros, había llenado mi agenda hasta el tope, y eso me proporcionaba una vida que parecía estupenda sobre el papel. Me sentía como un pato: tranquilo en la superficie y remando como un demonio bajo el agua para mantenerme a flote. Pero lo que he llegado a comprender es que no importa cómo luzca tu vida, sino cómo te sientes. Y la mía era una mierda.

Cómo tropecé con el burnout

Aquel día de invierno en Chicago, mis padres (que creen mucho en el amor duro) me dijeron que era fuerte, que esto era temporal y que tenía

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