Los tres mosqueteros

Alejandro Dumas

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Una historia de amor cuyo final es un hachazo necesariamente tenía que ser un éxito inmediato en su publicación en 1844. Es un relato lleno de vibrantes espadas y de rubias melenas, aunque no por ello deja de abrigar una gélida melancolía. Este encanto oculto no llamó demasiado la atención. Alexandre siempre exagera, se dijo (era el nombre de pila del autor); milady hacía ya tiempo que había perdido la cabeza debido a su excesiva coquetería, y tampoco da tanta pena ver cómo se desliza un largo cuerpo blanco por un río del norte, cuyas aguas acarician las flores de lis y el lino.

Por otra parte, parecían tiempos demasiado bellos para entristecerse por esa última imagen: una Francia heroica donde regimientos enteros de Planchet luchaban de buena gana tras unos pocos D’Artagnanes. Tanto si advenía una revolución como si simplemente prosperaban los negocios, el resultado no era deshonroso. Como descubrimos en Veinte años después, Planchet, confitero, podría dominar a D’Artagnan, teniente de los mosqueteros, pero ni siquiera toma en consideración tal opción. Tampoco se le ocurre quejarse por que D’Artagnan se sacrifique en su lugar.

Desde entonces a los jóvenes franceses se los educa en la disciplina de los «mosqueteros». Aprenden de ella virtudes cardinales, lo cual, teniendo en cuenta que derivan de Athos, Aramis, Porthos o D’Artagnan, resulta cuando menos sorprendente. Estas supuestas virtudes serían la nobleza, el misterio, la fuerza y la audacia. Es la audacia, o el espíritu emprendedor, según se prefiera, la que actúa de desencadenante. Athos se burla de todo, encerrado en su desgracia, que es su religión. Aramis está muy ocupado; es un poco esnob, y se ruboriza porque conoce a actrices famosas (mm. de Bois-Tracy y mm. de Chevreuse). Porthos es vanidoso, y Alexandre Dumas, dejándose llevar por las ideas de la época, que ensalzaban al hombre rubio, delgado, de temperamento nervioso, ojos de ángel y sonrisa de tigre (Henry de Marsay, en el caso de Balzac), tan deportista él, no se imaginó que cien años más tarde Porthos sería el musculoso seductor a quien soñarían con conocer todas las procuradoras de veinte años.

En medio de esta amistad aparece D’Artagnan, con su juventud, su pasión por la vida, buscando un sitio bajo el sol, a los pies del Rey Sol, y llena de exaltación a estos tres hombres a punto de jubilarse: Athos en su casa (no es malo el vino, en Anjou), Porthos en el matrimonio, y Aramis en la Iglesia.

En 1631, tres años después del sitio de La Rochelle, D’Artagnan está solo; lo han dejado sus amigos y se aburre. Por eso, en El vizconde de Bragelonne, lo encontramos atusándose el bigote en los pasillos del rey. Con Mazarino surge alguna esperanza, como la rápida expedición a Inglaterra para defender una monarquía y maldecir de paso la cerveza, pero D’Artagnan no se ve con ánimos para enfrentarse realmente al cardenal de Retz, quien fue sin duda uno de los referentes de Aramis.

Al tratarse de una novela gascona, no es de extrañar que D’Artagnan ocupe, en términos de rugby, la posición de medio apertura. Reparte los papeles, saca provecho de las situaciones inesperadas y marca un ensayo magistral al llevar los herretes de la reina y placarlos en el suelo de la casa consistorial, para estupefacción del cardenal. Porthos representa al delantero indomable. Estando él al frente, no hace falta empujar. Es por sí solo una melé. Athos, noble y sereno, es el tres cuartos centro que, expuesto a todos los golpes, los evita más por elegancia que por intención. Aramis, a quien Dumas no trata tan bien, es el zaguero de las intervenciones inesperadas, que se intercala en el ataque y despeja en el momento oportuno. Touché!, exclama. Y mm. de Chevreuse, que pasaba por ahí, sonríe.

D’Artagnan, como descubrirá el lector, y como suele ocurrir con las sonrisas jóvenes, se convierte de inmediato en el mejor amigo de cada uno de estos compañeros sin parangón. Athos lo quiere como a un hijo, y Porthos, en Veinte años después, como a su primogénito. El único que durante mucho tiempo se mantiene a cierta distancia es Aramis. «Vos, nuestro amigo, nuestro guía, nuestro protector invisible», le dice D’Artagnan al final de Los tres mosqueteros. El elogio sabe a poco. Aramis siempre desempeñará este papel de guía. Pertenece al bando aristocrático de la revolución, favorable a Ana de Austria, a Retz y a Fouquet, al dispendio y a la anarquía, atraído por todo lo extranjero y por los cigarrillos ingleses. Llegará el día, sin embargo, en que se reencuentren: al final de El vizconde de Bragelonne «un murmullo de admiración rodeó al capitán como una inmensa caricia», pues Luis XIV lo había invitado a cenar. Durante esa velada, D’Artagnan se reencuentra con Aramis, embajador de España, pálido y derrotado, y los dos supervivientes se abrazan como si ya no quedara nadie más que conociese la historia de los mosqueteros. Colbert promete a D’Artagnan el bastón de mariscal de Francia, y este (una vez más, como un jugador de rugby que se sintiera capaz de marcar un ensayo en Cardiff o Johannesburgo) contesta: «Muy orgullosos estarían de mí en mi país». Más tarde se lanza en brazos de Aramis: «Amémonos por cuatro; no somos ya más que dos».

En cuanto se invoca a los mosqueteros, hay que hablar del futuro. Es su punto de encuentro, y su elección. Si la amistad es volver a verse, la historia de los cuatro mosqueteros es una historia de reencuentros, sobre todo en dos ocasiones: después de la expedición para recuperar los herretes, cuando D’Artagnan sale en busca de sus compañeros, y durante la Fronda, cuando Mazarino se dispone a reclutar a hombres para su ejército. Esta novela titulada Los tres mosqueteros, sin embargo, no es en modo alguno la narración de las aventuras de D’Artagnan, un joven ambicioso que llega a París montado sobre un caballo de color amarillo. Ni sus amores con mm. Bonacieux, ni la antipatía que despierta en milady suscitan un auténtico interés. El verdadero tema en torno al cual gira la novela es la historia del conde de La Fère, oculto bajo el montañoso nombre de Athos, y de su esposa, tan temible y pérfida como lo son todas las rubias. Resulta también una extraña lección impartida a los lectores más jóvenes. Con el pretexto de hacerles creer que la libertad, la amistad, la juventud y las espadas salen siempre victoriosas, se les muestra el horrible espectáculo de un hombre de treinta años que se ve como un anciano, de un enamorado que se ha enganchado el corazón en una puerta y que, mientras bebe religiosamente vino de Anjou, insiste en que la vida le ha engañado. Y es cierto que la vida le ha engañado, pero no debería expresarlo en voz alta. En términos de ejemplaridad, la ardiente melancolía de Athos resulta perniciosa. Quienes se hayan amamantado con esta enseñanza, y hayan bebido este maléfico jerez, jamás se curarán de este mal.

Si Porthos remite al paracaidismo, Athos, para los modernos, será objeto de estudio en el ámbito del psicoanálisis. Su desgracia no es tanto un matrimonio deshonroso como el secreto oculto en el hombro marcado, la flor de lis, que milady, a lo largo de su corta vida, recubre de cremas. Bendito Athos sería en nuestros días el que encontrase en el hombro de su mujer este emblema francés. Más de temer sería toparse con una serie de grafitis en diferentes idiomas... El lenguaje del amor,

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