Corsario (Juan Cabrillo 6)

Clive Cussler

Fragmento

Bahía de Trípoli,

febrero de 1803

La escuadrilla acababa de avistar las murallas de la capital berberisca cuando se desató de pronto una tormenta que obligó al queche Intrepid y al bergantín Siren a virar para volver a las aguas abiertas del Mediterráneo. A través del catalejo, el teniente Henry Lafayette, primer oficial del Siren, había conseguido ver por un instante los imponentes mástiles del Philadelphia, que era el motivo por el que los dos navíos de guerra estadounidenses se habían aventurado a acercarse tanto a la guarida de los piratas.

Seis meses atrás, el Philadelphia, de cuarenta y cuatro cañones, había perseguido a un corsario berberisco hasta acercarse demasiado al traicionero puerto de Trípoli y había encallado en uno de los numerosos bajíos. En aquel momento, el capitán de la fragata, William Bainbridge, había hecho todo lo posible por salvar su nave, hasta el punto de arrojar los cañones por la borda, pero estaba muy embarrancada, y faltaban horas para la marea alta. Amenazado por una docena de embarcaciones enemigas, Bainbridge no había tenido más alternativa que arriar el pabellón y rendir la fragata al bajá de Trípoli. Las cartas del cónsul holandés en la ciudad informaban que Bainbridge y los oficiales recibían un trato correcto, pero que el destino de la tripulación del Philadelphia, como el de casi todos los que eran capturados por los piratas de Berbería, era la esclavitud.

Los comandantes de la flota estadounidense en el Mediterráneo llegaron a la conclusión de que era imposible recuperar el Philadelphia y sacarlo del puerto. Por lo tanto, decidieron incendiarlo. En cuanto al destino de los marineros, se supo a través de los intermediarios que el bajá estaba dispuesto a devolverlos si se pagaba un rescate de medio millón de dólares.

Durante siglos, los corsarios de Berbería habían realizado incursiones en las costas europeas; incluso habían llegado muy al norte, hasta Irlanda e Islandia. Habían saqueado ciudades enteras y capturado a centenares de personas que habían acabado en el norte de África, convertidas en galeotes, peones y, en el caso de las mujeres más agraciadas, en concubinas en los harenes de los sultanes. Los cautivos más ricos tenían la oportunidad de ser rescatados por sus familias y amigos, pero los pobres se enfrentaban a un destino de penurias y sufrimientos.

Con el propósito de proteger sus flotas mercantes, las grandes potencias navales de Inglaterra, España, Francia y Holanda pagaban exorbitantes tributos a las tres ciudades más importante de la costa berberisca —Tánger, Túnez y Trípoli— para que los corsarios no atacasen sus barcos. Estados Unidos, que había gozado de la protección de la Union Jack hasta la independencia, también pagaba casi el diez por ciento de sus impuestos. Todo esto cambió cuando Thomas Jefferson ocupó el cargo como tercer presidente de Estados Unidos, y ordenó el cese inmediato del pago.

Los estados berberiscos, convencidos de que se trataba de una bravata de la joven democracia, le declararon la guerra.

La respuesta de Jefferson fue enviar una flota de naves norteamericanas.

La sola visión de la fragata Constitution bastó para que el emperador de Tánger dejase en libertad a todos los marineros estadounidenses que tenía en su poder y renunciase al cobro del tributo. A cambio, el comodoro Edward Preble le devolvió los dos barcos mercantes berberiscos que había capturado.

El bajá de Trípoli, por su parte, no se mostró impresionado en lo más mínimo, máxime cuando sus marineros capturaron el Philadelphia y después de reflotarlo le dieron el nombre de Gift of Allah. A la vista de que se había hecho con una de las naves más importantes del enemigo, el bajá se envalentonó, rechazó cualquier negociación y exigió el inmediato pago del tributo. Aunque por parte de los estadounidenses nadie creía que los corsarios berberiscos fuesen capaces de pilotar la fragata de tres palos y navegar en corso, no dejaba de significar una amenaza para la mermada flota del comodoro Preble y una afrenta que en su mástil ondease otra bandera.

Cinco días después de que los estadounidenses hubiesen atisbado el Philadelphia, protegido por los ciento cincuenta cañones de la rada interior de Trípoli, se desató una tormenta de una violencia que ninguna de las dos naves había visto nunca. Pese a la pericia de los capitanes, el escuadrón acabó separándose y los barcos fueron arrastrados muy al este.

A pesar de que la situación a bordo del Siren era muy dura, el primer oficial Lafayette no lograba imaginar cómo lo estaría pasando la tripulación del Intrepid. El queche no solo era mucho más pequeño que su nave, ya que únicamente desplazaba sesenta y cuatro toneladas, sino que hasta la Navidad anterior, el Intrepid había sido un barco negrero llamado Mastico. Cuando fue capturado por el Constitution y los estadounidenses abrieron las bodegas se encontraron con cuarenta y dos africanos encadenados. Eran un obsequio del bajá de Trípoli al sultán de Constantinopla.

No había lejía suficiente en el mundo para borrar el hedor de la miseria humana.

La tormenta amainó el 12 de febrero, pero no fue hasta el 15 cuando las naves volvieron a encontrarse y pusieron de nuevo rumbo a Trípoli. Aquella noche, el capitán Stephen Decatur, comandante del escuadrón, celebró un consejo de guerra a bordo del Intrepid. Henry Lafayette, junto con ocho marineros armados hasta los dientes, fueron en una chalupa hasta el queche.

—Ha capeado la tormenta con extrema facilidad y ahora viene a bordo en busca de gloria, ¿verdad? —bromeó Decatur. Le tendió una mano para ayudarlo a pasar por encima de la baja borda. Era un hombre apuesto de hombros anchos, cabellos oscuros y unos cautivadores ojos castaños que imponían autoridad con toda naturalidad.

—No me lo perdería por nada del mundo, señor —respondió Lafayette. Si bien ambos poseían el mismo rango, tenían la misma edad y eran amigos desde sus tiempos de guardiamarinas, Lafayette mostraba a Decatur la deferencia debida como comandante del escuadrón y capitán del Intrepid.

Henry, que casi igualaba la estatura de Decatur, tenía el físico esbelto de un maestro de esgrima. Sus ojos eran tan oscuros que parecían negros y con las prendas nativas con las que se camuflaba ofrecía una imagen de audacia comparable a la del legendario corsario con quien esperaban enfrentarse algún día, Suleiman al-Jama. Lafayette, nacido en Quebec, cruzó a Vermont apenas cumplir los dieciséis años. Quería formar parte de la democracia estadounidense. Hablaba un inglés más que pasable, así que adaptó a esa lengua su nombre, Henry, y adoptó la ciudadanía estadounidense. Se incorporó a la marina después de trabajar una década en las naves madereras del lago Champlain.

Había ochenta hombres apiñados en el queche de veinte metros de eslora, pero solo un puñado iban disfrazados. Los demás

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