Todos los demonios están aquí

Marcelo Figueras

Fragmento

Todos_los_demonios_estan_aqui-3

Uno
Bailando en el Alvear

1.

La ambulancia circulaba sin hacer escándalo, pero estaba de servicio. En su vientre viajaban tres personas: dos paramédicos y un hombre con ojales en las manos y los pies.

Para vencer su agitación, los paramédicos lo habían atado a la camilla.

2.

El conductor de la ambulancia —una Transit del ‘99 que acumulaba muchos kilómetros— se llamaba Atilio. Nombre que odiaba, por culpa de su padre: un policía de temperamento volcánico, que lo usó primero y se lo legó arruinado. Cuando entró al SAME, Atilio mintió a los colegas y dijo que en el barrio lo llamaban Indio. La calva y las gafas negras, aseguró, lo asemejaban a un cantante de rock. Pero los colegas no vieron el parecido y Atilio perdió quorum. Hasta que a alguien se le ocurrió decirle Bangkok y el mote quedó.

Atilio Jr. lo adoptó con hidalguía. Bangkok sonaba a conductor salvaje.

Al volante de la ambulancia, Bangkok se lo permitía todo. Rompía las reglas compulsivamente, como el crío que no puede parar de explotar sus granos: lo que se hace aun a conciencia de que no se debería. Pero aquella mañana —viernes 5 de octubre—, decidió ignorar sus costumbres y descartar la ruta habitual. De ese modo el viaje sería más largo, pero mejor. Buenos Aires estaba a punto caramelo: la temporada en que las mujeres archivan abrigos y acortan faldas. ¿Qué sentido tenía apurarse, cuando transportaba a la víctima de un mal irreversible?

La radio aturdía. Bangkok sintonizaba la misma emisora desde el ‘88: Rock & Pop. “¿La época de Lalo y Douglas? A-lu-ci-nan-te”, decía cuando cuestionaban su fidelidad. Lo que nadie le negaba era su eficacia. De la oferta disponible, no había señal que enmascarase mejor los ruidos de la ambulancia.

Estaba acostumbrado a los gritos. Sus pasajeros aullaban a causa del dolor, y también de miedo y soledad; todos temían que ese cubo de metal preanunciase la caja que los aprisionaría al final del camino.

Pero nunca había oído a nadie como aquel paciente.

Ni siquiera sonaba humano. Le recordaba su infancia: aquellos años durante los cuales Atilio Jr. (Tilito, para su madre) había vivido en el campo, a tiro de piedra de General Roca.

El hombre de los ojales chillaba como cerdo que se desangra.

3.

Al pasar por el Congreso (la ausencia de la Carpa Blanca lo sorprendió; después de tanto tiempo clavada ahí, la había asimilado al paisaje), Bangkok bajó el volumen. Ya no era necesario enmascarar nada.

—¿Qué pasó? —preguntó a los gritos, apuntando al ventiluz—. ¿Encontraron la perilla para mutearlo?

—Nah —dijo el Oso. Era el paramédico que reemplazaba al Perla, el mejor amigo de Bangkok. El turro seguía de licencia—. Fue la pichicata. Tardó en hacer efecto. Por eso le dimos tres. ¡No le quedó fuerza ni para cerrar los ojos!

Carcajada. Su compañero le hacía eco.

Cuando reían juntos parecían esos cretinos de los dibujitos.

4.

El otro paramédico (Rufino, que a diferencia de sus colegas leía un libro de tanto en tanto) rebautizaba a la gente para divertirse. Cuando lidiaba con los pacientes que recogía, se mostraba tierno. Tranquilo papito, tranquila mamita. Una vez que la medicina hacía efecto, les inventaba un alias. Que por lo general era macabro, el humor que cultivan los que se tutean con la muerte.

En ese caso Rufino no dudó. La criatura atada a la camilla se convirtió en el Estigmático.

Las razones saltaban a la vista.

5.

Tenía la delgadez de un sobreviviente de Auschwitz. Su ropa la disimulaba un poco: camisa grande, chaleco de lana, jean grueso de Angelo Paolo. A diferencia de los concentrados en campos, llevaba el pelo largo y una barba salpicada de cosas que Rufino prefería no identificar.

La mugre percudía la piel de su rostro. Ojos rojos, profusión de derrames. Parecía un émulo de Juan el Bautista, de esos que se mudan al desierto y se alimentan a base de insectos. Esta vez el profeta había optado por un desierto horizontal, en el corazón de la ciudad: departamento de tres ambientes, cuarto piso en San Telmo, Defensa al 600.

Según los vecinos, la vivienda había estado vacía y a oscuras desde el origen de los tiempos. En los años que llevaban allí, no habían visto a nadie que entrase o saliese, ni oído nada que sugiriese ocupación.

Ese día los gritos habían arrancado con las primeras luces.

La voz no amainó con el tronar de las hachas; ni tampoco ante la invasión de los bomberos. El pobre loco pensó que querían matarlo o algo así, y se le ocurrió resistirse. Le cayó encima media tonelada de carne argentina, en montonera: Rufino, el Oso y cuatro bomberos.

Por suerte para el Estigmático, la violencia estaba a punto de acabar. Bangkok lo había confirmado, llamada mediante: llegarían al Alvear —con AC/DC a todo trapo, estaba en vena de Back in Black— en el mejor de los horarios.

Durante ese turno, la guardia estaba a cargo del Loco Pons.

6.

El Loco Pons trabajaba en el Alvear desde junio del ‘91. Muchos recordaban la fecha, porque el hospital no era de prodigar lindos recuerdos. En aquel entonces —le había bastado una semana, nomás— Pons se metió al personal en el bolsillo. Pero no se lo había comprado con su simpatía. Cuando Pons operaba en modo normal, sus características eran las de un tímido, o al menos introvertido. Su popularidad se debía a otras causas, de las cuales una era insólita.

Para empezar, Pons trataba al director Taber con la misma cortesía que a la gente de maestranza. Eso lo diferenciaba de otros médicos (por ejemplo de Martínez, su superior inmediato), que en general hacían valer sus galones.

Su sonrisa también ayudaba. Aunque la imagen que devolvían los espejos no era la de Brad Pitt,

demasiado morocho, diría mi padre

se sabía un hombre atractivo. Pero el personal femenino valoraba en él otras virtudes. Pons era culto, amable y nunca había intentado acostarse con una mujer que no fuese la suya. En el contexto del hospital —del Alvear y de cualquier otro—, eso lo convertía en una rara avis.

La razón por la cual lo adoraban era, sin embargo, otra.

Cuando el doc Pons estaba en modo histriónico, su humor le cambiaba el signo al día más negro.

A menudo le pedían: Dele, doctor, haga de Popescu. Cada vez que interpretaba a un psiquiatra rumano, el personal detenía su tarea para verlo. Había llegado al extremo de fabricar un distintivo —Gyula Popescu, Universitatea din București—, para disimular el DOCTOR T. PONS bordado en el pecho del delantal. Completaban la caracterización unos toques menores, pero efectivos: el pelo alborotado, las mangas recogidas y unos anteojos de su abuela que, de tan viejos, se veían modernos.

En otras ocasiones se quitaba la bata para fingirse un loco más. Cuando esto ocurría, acudía a la guardia un público numeroso. Llegaban de los servicios más remotos del hospital; para fastidio de Martínez, a quien nadie obedecía al ritmo que él ansiaba, esas masas aparecían en tiempo récord.

Pons no tenía libreto. Su modus operandi era la improvisación. No obstante, había dado con personajes que se volvieron recurrentes, al punto de recibir nombres propios.

Estaba Conchita, que tenía Tourette y actuaba como un tipo normal hasta que incurría en el mismo exabrupto (¡CONCHA PUTA!), cada vez

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