La presidenta

Fragmento

Prologo

PRÓLOGO

El deseo de escribir este libro me acompaña desde el 2008. Fue entonces que comenzó a intrigarme Cristina Fernández de Kirchner. Me sorprendían los vientos repentinos y borrascosos que soplaban en su contra, tanto desde la oposición como desde los grandes medios. La cobertura periodística del conflicto con “el campo” y la coreografía política que la acompañó y complementó, dispararon mi interés por la personalidad de una mujer sobre cuya resistencia se sostenía la estabilidad democrática. El suyo es un gobierno que hubiese caído fácilmente en la resignación defensiva —y la caída, naturalmente, habría resultado algo más que una metáfora— si no hubiese sido por la iniciativa política fragorosa que desplegó Cristina.

Esto es una opinión, pero creo que está fundada. Ya en el gobierno de Néstor Kirchner se habían ensayado críticas acusatorias que a veces estaban basadas en hechos puntuales —como por ejemplo el que luego derivó en el procesamiento del ex secretario de Transporte, Ricardo Jaime—, que, generalizadas, se convirtieron en latiguillos que no lograron evitar que Kirchner fuera el presidente democrático que abandonó el poder con mejor imagen. Llegó al gobierno con el 22% de los votos y auspiciado por Eduardo Duhalde, pero muy pronto sorprendió sobre todo a quienes lo votaron, y muchos de ellos lo habían hecho sólo para frenar a Carlos Menem. El descabezamiento de las cúpulas militares, el desendeudamiento y la consecuente libertad política respecto del FMI, el rechazo al ALCA, la política de Derechos Humanos y el incesante crecimiento económico fueron algunos de los pilares sobre los que se basó aquella aceptación.

Pero de pronto, en 2008, muy poco después de haber ganado las elecciones del año anterior con el 45,28% de los votos, la Presidenta era presentada por muchos medios como autoritaria, bipolar, adicta a la compra de carteras, carente de criterio propio y propensa a gobernar según le dictaba su predecesor y marido. En fin: fue esa reacción desorbitada la que me llevó a preguntarme, por un lado, qué traía de nuevo esa mujer y qué tradiciones retomaba, y por otro, qué pasaba con esa feminidad compleja que ella encarnaba y que irritaba tanto a otras mujeres.

Cristina fue la primera presidenta en el mundo en suceder democráticamente a su esposo, fue durante más de una década legisladora nacional, sostuvo en la década menemista posiciones que le valieron la expulsión del bloque oficialista, fue después Primera Dama, pero prefirió presentarse como Primera Ciudadana. Eran datos fuertes, pero sobre todo eso ya se había escrito. Lo que me intrigaba era su personalidad pública y política, que comenzó a interesarme cuando se convirtió, mentada por la oposición, en la “yegua”.

En 2008 comenzó a emerger, con la resolución 125 —que iba dirigida al corazón de un modelo agroexportador—, una oposición política y mediática que expresaba una náusea tan intensa, que de pronto, mientras me preguntaba quién era ella, no podía menos que preguntarme también cómo reaccionaría frente a esa embestida que, tal como publiqué muchas veces en notas periodísticas, leí como “destituyente”, palabra clave que puso en juego ese año la primera Carta Abierta. Ahora, en perspectiva, creo que la angustia que muchos vivimos ese año se debía a que de verdad temimos que un error nos costara la democracia.

Lo sostengo porque así lo creo y forma parte de mi interpretación de estos años: una Presidenta con menos estatura política y otras particularidades de carácter hubiese sido derrocada. Cuando este libro estaba ya muy avanzado y planteado de esta manera, tuve la última entrevista con Cristina, en la que ella lo dijo: “A mí me quisieron destituir”.

Fueron muchos los que trabajaron para eso, mientras hablaban de República. Les pareció republicano, incluso, que su vicepresidente, Julio Cobos —la gran figura mediática del 2008— ejerciera su cargo como nunca en la historia argentina ni en la de ningún país conocido lo había hecho nadie: convirtiendo la presidencia del Senado —que la Constitución le asigna como representante del Poder Ejecutivo— en opositora. El hecho, que marca el más ramplón sentido común (cuando se vota una fórmula presidencial se vota un proyecto de gobierno que encabeza el candidato a Presidente), fue pasado por alto sistemáticamente tanto por la oposición política como por los grandes medios. Cobos, que ya se eyectó del primer plano de la figuración pública, y a quien ya nadie consulta ni fotografía, fue un referente político y un jefe opositor durante estos últimos tres años. Ocurrió hace muy poco. ¿No es increíble?

Definí la feminidad de Cristina como “compleja” porque ella tiene muchos atributos que no se suelen dar juntos. Nuestra cultura nos advierte a las mujeres que el éxito profesional se paga con inestabilidad emocional, o que la inteligencia nos dispensa de la coquetería. Son falsas opciones, naturalmente, pero en general de eso se trata la cultura patriarcal: de mostrarnos caminos estrechos y bien delimitados de los que a las niñas no nos conviene alejarnos si no queremos perdernos en el bosque.

Es cierto que la embestida política y mediática en su contra tuvo componentes misóginos, pero se diría, y ésta es la línea por la que me he acercado a su fi gura, que la misoginia —que no era otra cosa la teoría del “doble comando”— fue lo que había a mano para generar una reacción política. Lo que molesta de Cristina no es que sea una mujer, sino que sea la mujer que es. Excesiva. De muchas cosas tiene demasiado. O tenía.

La sorpresiva pérdida de su compañero, en octubre de 2010, le ha dejado un tatuaje de dolor, la ha agrietado, como a cualquiera que reciba el tajo feroz de un dolor semejante. Aunque, otra vez, ella ha girado: no cede en lo político pero tampoco oculta su fragilidad emocional. Su rictus de desamparo se funde con su energía para defender el proyecto político que gestó con Néstor a lo largo de treinta años. No cuesta mucho entender que su duelo está siendo tramitado trabajando por los dos, haciéndose cargo por los dos, combinando así debilidad y fortaleza. En eso hay tradición de mujeres en la Argentina. “Es una autoimposición —dirá la Presidenta—. Siempre nos complementamos y nos contuvimos. Hoy es su ausencia la que me obliga a seguir adelante”.

Hasta en el punto más oscuro de su vida, en esa pérdida, Cristina ha reaccionado de un modo inesperado. No es la viuda que ya no puede seguir sola, ni la negadora que se recompone antes de tiempo, ni la llorona que no se anima al reto de la contingencia. No deja de llorar, pero se anima. Quizás una síntesis de cómo sigue procesando su dolor sea una expresión que usó en uno de sus discursos de principios de año, en el que aseguró tener “toda la fuerza del mundo”, pero agregó que “sola no puedo, necesito que me ayuden”.

Desde el principio de su mandato, Cristina fue subestimada por los voceros del establishment político y mediático, que se quedaron esperando la crisis de nervios o la vendetta contra Cobos, los muertos por represiones que no llegaron, el temor a llevar a la Justicia temas que habían sido declarados tabú, como el origen de Papel Prensa. Pero escándalo tras escándalo, la Presidenta marcó su espacio. Fue emergiendo de cada ataque improcedente con el espíritu de alguien templado desde su adolescencia en la militancia política. Digo “ataque improcedente” porque obviamente puede y debe haber oposición y críticas en una sociedad democrática, y es justo decir que ha habido críticas y denuncias válidas, que siguen su curso. Pero aquí me estaba refiriendo a otra cosa. Por ejemplo, a las denuncias de sobornos que nunca existieron, a las cartas pidiendo ayuda a las embajadas extranjeras, a los incidentes provocados por punteros buscando generar represión y muertos para adjudicárselos a su gobierno. Me refiero a las operaciones políticas y mediáticas que ya nadie puede negar, esté a favor, en contra o distraído.

Volviendo al agobio del 2008, los grupos concentrados de los medios y los agronegocios, junto a casi toda la oposición política, se empeñaron en instalar una imagen de Cristina que tomaba la parte por el todo, y que redundaba en lo “excesivo”. Se compraba “demasiadas” carteras. Se pintaba “demasiado”. Era “demasiado” poca su relación con los periodistas, pero pronto fue “demasiada” su visibilidad en la cadena nacional. Cristina escuchaba “demasiado” a su marido. Él intervenía “demasiado” en su gobierno. Ella hablaba “demasiado” bien, de modo que se insinuaba que se aprendía de memoria los discursos. Manejaba datos sobre “demasiadas” cosas, señal de que no sabía nada de ninguna. Se había casado con un hombre que era “demasiado” desprolijo, pero ella se arreglaba “demasiado”.

Nadie sabe cómo y a qué ritmo se habrían desarrollado los acontecimientos si Cristina no hubiese sido tan ferozmente atacada desde el principio, y si aquel ánimo destituyente no la hubiese puesto en la disyuntiva de profundizar su proyecto para defenderlo. Pero eso fue lo que pasó después: cuando sus opositores pensaban que ella cedería, después de la derrota de 2009, volvió a jugar tan fuerte que por momentos resultaba inconcebible. La reestatización de Aerolíneas Argentinas, el regreso de los fondos previsionales al Estado después de catorce años de AFJP, la Asignación Universal por Hijo que ahora incluye a las embarazadas, la ley del Matrimonio Igualitario y, especialmente, la Ley de Medios, son algunas de esas iniciativas políticas que indicaron esa profundización.

El gobierno de Cristina Fernández fue el primer gobierno argentino cuya estabilidad fue amenazada directamente por sectores civiles, económicos y políticos, que transparentaron su voluntad de limar una democracia para defender, ya no “un estilo de vida”, como se declamaba en los ’70, sino intereses económicos puntuales. Fue en el gobierno de Cristina, mucho más que en el de Néstor, cuando se puso en evidencia el cambio de paradigma y de modelo. Desde entonces, presenciamos una lucha larvada, en la que de un lado se explicita cuál es el rumbo y del otro cantan arias republicanas pero no revelan la especifi cidad de lo que ofrecen. Aun así, puede uno discernir que desde la derecha, dura o blanda, se ofrece y no se confi esa el neoliberalismo del capitalismo global que continúa su ruta de fracasos y crisis.

Por su parte, lo que expresa “el proyecto nacional y popular” que lleva adelante Cristina es un viejo sueño argentino, colectivo, latente y derrotado en diferentes épocas, retoma una tradición de pensamiento político en la que sobresalen los nombres de Scalabrini Ortiz, Jauretche, Rosa, Perón, Hernández Arregui, Cooke, Galasso y otros, y en la realidad se encarna en una fuerza movimientista en la que confl uyen trabajadores organizados, organizaciones sociales, estudiantes, jóvenes, intelectuales, hombres y mujeres de a pie de origen peronista, provenientes de la izquierda, y otros por primera vez involucrados en política. Una colmena considerable. Las contradicciones no sólo son esperables sino que forman parte de la lógica de su funcionamiento. No todos tienen las mismas historias ni los mismos intereses. Tanto dentro del campo peronista como entre ese campo y los adherentes no peronistas hubo y habrá fricciones y codazos por la “calidad de pertenencia” al kirchnerismo. Pero si se entendió bien la propuesta, de lo que se trata es de estar a la altura de cada circunstancia, para no herir el proyecto colectivo.

Me recuerdo a mí misma aquel año, el 2008, con la boca abierta, sin poder salir del estupor, atribulada por la desfachatez de los medios hegemónicos y de un sector muy amplio de la dirigencia política, cuando todavía no había llegado el debate por la Ley de Medios, y muchos ciudadanos carecían de herramientas para defenderse de la manipulación.

El 2008 fue un año increíble, en el que la pantalla de televisión partida y mostrando en paralelo las imágenes de la Presidenta y Alfredo De Angelis fue un clímax. Cinco personas caceroleando en Barrio Norte eran merecedoras cada noche de un móvil de un canal de noticias. Las rutas de todo el país estaban cortadas por “autoconvocados” que, lo sabríamos después, en los casos más virulentos estaban asesorados por ex carapintadas. Parecía que la suerte de la patria se jugaba en las retenciones móviles a la soja. Era todo ridículo, pero fue así.

En el 2001 se decía que algo no terminaba de nacer y algo no terminaba de morir. Después vinieron los cinco presidentes, y dos años más tarde fue Eduardo Duhalde el que propuso a Néstor Kirchner como candidato para competir con Carlos Menem en el 2003. Ésta es la pequeña cronología que va del desastre a este acontecimiento histórico que fue el arribo del kirchnerismo, dicho esto en términos más descriptivos que elogiosos. Pero en 2003, fantasear con lo que después sucedió hubiese sido temerario, ridículo o exagerado, no sólo en términos ideológicos, sino en lo más profundo, en lo cultural.

Estábamos ante una bisagra, pero no lo sabíamos. No era la mera llegada de un dirigente político al poder lo que aceitaría esa bisagra, sino la apropiación cultural y política que amplios sectores hicieron de esta etapa. Pero eso en 2008 también era difícil de imaginar. Entre la realidad y la ciudadanía se interponía un aparato de mensajes atronadores y falaces, y tuvimos que familiarizarnos con Hugo Biolcatti, el titular de la Sociedad Rural, y con Héctor Magnetto, el CEO del Grupo Clarín, casi tanto como con Mirtha Legrand. Es necesario, y lo será a lo largo de toda esta historia, recuperar los respectivos climas de época, para ubicar en ellos no sólo a Cristina Fernández, sino a los ojos que la miran y a las voces que hablan de ella.

En el 2008, decía al principio, apareció la fi gura de “la yegua”, junto a la del “doble comando”. Ningún otro presidente, desde el regreso democrático, había sido insultado con tanta soltura e insistencia. Ese año tuve la certeza de que contábamos con un gobierno peronista, justamente por la impresionante revulsión que provocó el arribo de Cristina a la presidencia, pese a haber sido elegida en primera vuelta. Por los prejuicios dormidos que agitó, por la vena hinchada de los sectores conservadores, por la profundidad y la variedad de los ataques, que no hicieron foco en el peronismo de Cristina, naturalmente, sino en su condición de mujer.

Aquí dos líneas sobre “la variedad de los ataques”. La misoginia está aún tan increíblemente naturalizada en nuestras maneras corrientes de ver las cosas, que se ha hablado poco del prejuicio de género que se puso en funcionamiento alrededor de la figura de Cristina ya desde la campaña electoral. Hubo una denuncia penal por usurpación de título, en el invierno del 2007, porque alguien sostenía que la senadora no era abogada, que no se había llegado a recibir. Ese ataque se montó en la memoria colectiva de los casos de diputruchos y falsos ingenieros que conocemos. No era muy difícil averiguar que Cristina Fernández era efectivamente una abogada recibida en 1979, cuando pudo finalmente dar las tres materias que dejó pendientes el golpe de 1976. La Universidad de La Plata tuvo que mostrar las constancias. Ese primer ataque insinuó algo que se quiso decir a través de esa denuncia de usurpación de título, y que sobre Cristina no se puede decir. Se pueden decir otras cosas, pero no lo que casi nos ordena el lenguaje cuando se trata de descalificar a una figura femenina: “Esta mujer no sabe nada”.

No es extraño que el antiperonismo se haya fundido tan pronto con la misoginia. Ese sentimiento de rechazo a los sectores populares que encarna el peronismo siempre tuvo una cáscara y un justificativo estético. En los años ’50, el arribo de la chusma malhablada y negruzca erizaba a la oligarquía, pero la síntesis de ese rechazo recayó en la difamación de Evita, que fue llamada “puta” y “trepadora”. Pero Cristina no es Evita, y para denigrarla no podía apelarse a un “arribismo de clase”. Tampoco es un hada, ni un soldado. Es más difícil atacar a una persona real que a un fantasma. En general, tal como se puede observar cotidianamente, las lecturas políticas opositoras eluden centrar sus críticas en los hechos puntuales y reales, y basan su malestar en la identificación fantasmática de escenas del pasado, en generalizaciones que permiten dirigir sus críticas hacia la vaga memoria de lo vivido, en lugar de cuestionar políticas racionalmente y desde sus respectivos modos de entender lo público. La característica principal de la crítica antikirchnerista —el modelo de crítica que emerge de los grandes medios— ha sido la generalización, lo inespecífico y el falso pronóstico.

De modo que Cristina fue “la yegua” para las señoras de Barrio Norte pero también para señoras de barrio que veían televisión. Y fue responsabilizada por el ánimo que se sembraba desde los medios: la crispación. Otro latiguillo de esos tiempos, que más tarde sería revertido, como el apelativo de la “yegua”, por jóvenes militantes y señoras de barrio politizadas que en las marchas se ponían remeras que rezaban “Todas somos yeguas”, y que surgió entre los blogueros peronistas la Cris Pasión.

Pero durante los primeros dos años de su gobierno, prácticamente hasta después de la derrota en las elecciones de 2009, nadie que hubiera votado a Cristina y estuviese de acuerdo con su gobierno podía decirlo tranquilamente en público. Parecía que la sola palabra “kirchnerista” contenía una desmesura, como si no se pudiera s

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