Vicente López

Pablo Emilio Palermo

Fragmento

Corporativa

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A la memoria de Domingo Ángel Palermo

A la memoria de Cristóbal Ricardo Garro

A mis padres

Ya suenan los acordes del Himno Nacional,

que estremecen el piano de Misia Mariquita.

La llama de las velas en la sala palpita

y el arpa estilo Imperio lanza su dulce arpegio.

(Todo eso está en la lámina que había en el colegio

y que nos repartían en copias y más copias,

y están también las altas, esbeltas cornucopias

y la dama que canta con graves ademanes

y cierta timidez, ante López y Planes).

MANUEL MUJICA LAINEZ

Canto a Buenos Aires, 1943

PRÓLOGO

Los padres de nuestra nacionalidad han demostrado su gloria en sucesivas acciones, muchas de ellas envueltas en el más alto heroísmo. Combates, batallas, augustas creaciones o instituciones debidas a su genio guardan su arrojo o sus tareas. De ellos mucho se ha hablado y ensayado. Manuel Belgrano mandó hacer la bandera blanca y celeste y venció en Tucumán y Salta. José de San Martín elevó su sable victorioso en San Lorenzo, Chacabuco y Maipú, pero también cruzó los Andes y forjó la independencia de Chile y Perú. Mariano Moreno fue numen de Mayo, vibración de la Junta de 1810 y conocido periodista en el alba argentina.

Hijo del siglo XVIII como los anteriores, don Vicente López ocupa su sitial de prócer por su acción más conocida: haber legado a la Nación unos versos que aún hoy, a más de dos siglos de distancia creadora, continúan diciéndose con la más sentida emoción: “Oíd, mortales, el grito sagrado”. A su genio se debe la Marcha patriótica de las Provincias Unidas, hoy Himno Nacional Argentino.

Sin embargo, López fue mucho más que el “hijo predilecto de las Musas Argentinas”, como exageró en su admiración Esteban Echeverría. En la narración de su historia, por lo general estructurada —casi exclusivamente— en torno a la creación de los famosos versos a la patria, sus muchos años al servicio del país quedaron bajo el telón del silencio secular. Vicente López, quien rara vez utilizó su apellido materno —Planes— en sus papeles públicos y privados, vivió setenta y dos años. Por más de cuarenta fue funcionario público: integrante de las expediciones patrias al Norte, miembro del Cabildo porteño, diputado a la Asamblea General Constituyente de 1813, ministro nacional y provincial, constituyente en 1826, presidente provisorio de la República, miembro del Poder Judicial, gobernador de la provincia de Buenos Aires. Sólo se llamó a silencio tras la revolución encabezada por Juan Lavalle en 1828: colaborador y amigo del gobernador Dorrego, como había sido, temió por su vida y la de su familia y decidió pasar algunos meses de 1829 en el refugio seguro de la Banda Oriental.

Aquella dilatada carrera lo reveló como un patriota sincero, lejos de ambiciones personales, convencido de que el país naciente lo necesitaba en tiempo y sacrificio. Intelectual de valía, traductor y amante del latín, Vicente se obligó más de una vez a dejar los placeres de la lectura y escritura para aceptar uno u otro cargo. “Siento la mayor responsabilidad cuando se me obliga a llevar los puestos políticos, para los cuales siempre he conocido que no tengo el genio y las disposiciones que da la naturaleza”, dijo en 1832, cuando ya había transitado la mitad del camino de su vida; esa vida que, según Ricardo Levene, había estado “colmada de trabajo y de lucha”.

Las próximas páginas pretenden narrar la vida de un hombre probo, de un hombre al que Ramón J. Cárcano definió como “historia viviente de la República”. Su larga actuación judicial en tiempos de Rosas resultó comentada y enjuiciada, máxime sabiendo que su hijo Vicente Fidel permaneció en doloroso exilio mientras él ocupaba lugares de confianza en la administración federal. Es probable que el temor haya dominado al doctor López, pero también es justo entender su convencimiento frente a un gobierno fuerte y victorioso. Terminadas en desgracia las administraciones de Rivadavia y Manuel Dorrego, condenada la sublevación de Juan Lavalle, López observó que el Restaurador de las Leyes bien podía enfrentar con éxito toda tentativa de “anarquía” o desgobierno, fantasma siempre amenazante desde los orígenes mismos de la nacionalidad.

A partir de 1840, las vidas de Vicente López y de su hijo se unen hasta casi hacerse un único plano. Comenzaba el largo exilio del vástago y la vital correspondencia entre ambos pretendía confundir la ausencia con el relato de sucedidos personales y

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