Peregrinaciones profanas

Fernando Noy

Fragmento

Corporativa

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No hables más, Noy.

Escríbelo…

Pedro Lemebel

Hablar

es existir absolutamente

para el otro.

Frantz Fanon

A Gastón Ezcurra

y Karina Nisinman

A Teo y Elita, mis padres.

In memoriam.

HE AQUÍ LAS LLAVES

Oh, renacer desde las páginas de un libro…

PATTI SMITH

Los magos, brujos, machis, chamanes, clarividentes, rosacruces, caracoles sagrados de Bahía, mi abuela druida, todos predecían que me tocaría sobrellevar un destino muy fuera de serie; incluso yo mismo lo pude leer en la palma de mi mano izquierda.

De eso hablan los números del día en que nací: 17 de noviembre de 1951, cuya suma resulta en 8, mi zefiroth del Árbol de la Vida, representado por la figura de El Alquimista. Este lleva en su sombrero un ocho ladeado, símbolo de ambos ceros reunidos como ofídicos ouroboros que se muerden la cola para dar paso a fi (phi), una medida áurea ajena a las matemáticas, capaz de mensurar incluso partes de la aparentemente infinita eternidad.

Al cumplir sesenta y cuatro años, el 8 dio su primer giro absoluto en las aspas del molino vital. Justo cuando comenzaba a reunir cuadernos casi marchitos, repletos de recuerdos, la mayoría de ellos tatuados por la tinta roja de mi propia sangre, que no tiene amnesia posible, para unirlos en esta especie de memorial que evoca parte de cuatro décadas en las cuales tuve la fortuna de vivir y lograr contarlo.

Así, con el paso sin peso del tiempo, pude confirmar que la mayoría de estas décadas no tienen que ver con el clásico de diez en diez, sino generalmente con el centro nuclear de cada una, el 5, como ombligo o eje. Luego de la sublime infancia a la cual de algún modo milagroso vamos regresando en la vejez, nacieron los fabulosos años 65, cuando la militancia política, frustrada por mi androginia, pasó a ser libre consigna de amor y paz junto a seres fascinantes que iban surgiendo como hongos alucinógenos en las propias narices de esa terrible bosta dictatorial.

Por las noches, escondidos en bares, trenes, bibliotecas, cines, lugares insólitos donde poder pasar insomnes la vida, gracias a las anfetaminas, siempre hablando, cantando, dibujando, resistiendo en la oscuridad y, a pesar de todo, logrando florecer con insólito esplendor.

El hippismo surge en esa fecha. Adherí a él desde el primer ácido lisérgico (LSD) y desde aquellas pócimas que todavía se podían comprar con receta libre. Cuando la marihuana se fumaba por la calle sin que nadie advirtiera su posteriormente demonizado perfume, no por estar oculto detrás del pachuli y otras esencias e inciensos aromáticos típicos de aquellos tiempos del jipilinato, simplemente porque era todavía desconocido.

Hasta que poco a poco, la situación se fue tornando irrespirable, peligrosísima, dantesca y, sin más, tuve que exiliarme como ya lo había hecho Marcela Pascual, la poeta —novia de Tanguito—, nuestra dorada princesa del verano. El lugar fue Brasil.

Otros compañeros de bohemia optaron por refugiarse en el sur, en El Bolsón.

Mi amiga del alma Melina Gatto junto a Gitana optaron por descubrir Villa Gesell y otros pocos lograron volar hacia París. Tuve la gran la suerte de recalar en una ciudad paradisíaca como Salvador o Bahía de Todos los Santos.

Allí también, cerca del año 75, surgía una década inolvidable que alcanzaría pronto su más pleno esplendor. Nada menos que el Tropicalismo, con el retorno, después de su exilio en Londres, de Caetano Veloso y Gilberto Gil, a quienes se sumaron Tom Zé, Luiz Melodia, Os Novos Baianos, los poetas Torquato Neto, Waly y Jorge Salomão, Hélio Oiticica, Chacal, Paulo Barata y las hechizantes voces de Maria Bethânia y Gal Costa.

Eran grandes demiurgos de la nueva era, que se podría comparar con el oasis de Woodstock.

Justamente, al llegar a Salvador haciendo dedo, aterricé en La Casa del Sol Naciente, construida y luego abandonada por Mick Jagger y Keith Richards en una aldea de pescadores cercana a Arembepe, donde aún podían verse algunos grafitis hechos por Janis Joplin.

Quizás fue ella una de las pocas deidades con la que no me pude cruzar personalmente, pero se apareció más de una vez en mis viajes alucinógenos posteriores.

Dormíamos en las playas acunados por sábanas de blanca arena y nuestro dedo era el eficaz pasaje para un viaje que podía terminar en cualquier parte, incluso más allá de esta dimensión.

El i

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