Recuerdos que mienten un poco

Indio Solari

Fragmento

Capítulo Uno
Cosas de indios

Un guapo del 900 — Chopin no tiene la culpa — Casi Norman — El director(cito) de orquesta — En brazos de Eva — Pichón de terrorista — El más útil de los manuales — Un francotirador — Masas finas — Juguetes marca Solari — “¡Ay, me muero!”

1.

Empecemos por tu padre. ¿Quién era, cómo era?

Mi viejo era un Hombre de Piedra. Capaz de sacar una pistola porque le dijiste pijotero. Producto de otros códigos de conducta, de otros valores. Nació en 1900, se llamaba José Solari y era de La Pampa. Trabajó toda su vida en el correo, donde empezó siendo guardahilos en el sur, hace casi un siglo. Esto lo obligaba a viajar por paisajes que eran la nada misma: inspeccionaba los cables de las líneas telefónicas y telegráficas, armado con una pértiga que le servía para limpiar y desenredar el tendido. Como las tormentas de nieve eran frecuentes y el hielo se juntaba encima de los cables, terminaban cortándose. Y alguien tenía que hacer la reparación.

Hay que imaginarse lo que debía ser el sur más remoto de la Argentina en aquella época: kilómetros y kilómetros de desolación helada, sin gente ni casas ni ninguna otra marca del ingenio humano más allá de los cables. Ahí, cualquier error —si se mancaba tu caballo, si te lastimabas con algo— podía significar la muerte.

Pero a mi viejo nunca le pesó esa vida, al contrario. Le encantaba el campo, camuflarse con ramas para cazar avestruces: les sacaba unas lindas milanesas.

Un día, para arreglar un cable, se subió arriba del caballo que lo trasladaba. No era la clase de laburo en el que contabas con una escalera, lo que hacía falta era un caballo obediente. Pero este bicho hizo no sé qué mierda y mi viejo se cayó.

Quedó cabeza abajo, con una pierna enganchada en la horqueta de un árbol, en medio de la nada. Veía sólo nieve, la tormenta… ¡Todo blanco!

Menos mal que zafó. De otro modo, no habría habido Indio, ni Redondos. Y tampoco existiría este libro.

2.

¿Y tu mamá?

Mi vieja era hija de un vasco francés medio vagoneta, bailarín, qué la dejó en el sur: en Río Colorado, a cargo de unos conocidos —dueños del único hotel del lugar— que se convirtieron en sus padrinos y eventualmente en mis abuelos postizos. La gente que vivía por entonces en el sur era como Davy Crockett: hacía vida de frontera.

Se llamaba Santiago Choy, mi abuelo. Y mis bisabuelos, si no me lo contaron mal, se llamaban Marianne y Pierre au Lemoine. Una familia de origen vasco, del Cantón de Moulins en los Bajos Pirineos, que se había mezclado con otra familia que era francesa, de las inmediaciones de Bayona.

A mi vieja le pusieron Celina Estelita. Se ve que el escriba del Registro Civil preguntó cómo le iban a poner y dijeron Estelita, porque la verían minúscula, y el tipo anotó eso literalmente. Le quedó el diminutivo hasta los 100 años.

3.

¿Qué te contaban de aquella vida de frontera?

Mi abuelo postizo tenía de preferido al indio Peine, que era un viejo ladino. Lo hacía comer con la familia todos los días. A su mujer —mi abuela postiza— no le gustaba un carajo, porque el indio no se lavaba nunca las manos y mi abuelo le servía antes que a todos los demás; le daba siempre las mejores presas, la carne más rica. Entonces inventaron una historia para empujarlo a que se las lavase, sin ofenderlo.

Agarraron una jofaina, la llenaron de agua. Todo el personal aceptó hacer fila, para lavarse las manos con jabón. El indio avanzaba. Pero cuando le llegó el turno dijo, con elegancia: No, gracia. ¡Io no cotumbro!

4.

En la casa de mi madre había una fonola. Un día, mientras sonaba la música clásica que solían poner, vio que una de las indias lloraba. Era la madre de la india que trabajaba en la casa, que había ido de visita. Mi madre la ve así, llevándose el pañuelito a los ojos, y piensa: Lo que es el espíritu humano. Qué sensibilidad la de esta mujer, ante una música universal. Pero como la india seguía llorando, le preguntó si se sentía bien. Y la india le dijo: No, es que ando codida ’e los ojos.

No era que Chopin la emocionaba. Lagrimeaba porque tenía una peste.

5.

Hace unos cuantos años, cuando vivías a tiro de Plaza Irlanda, grabaste a tu vieja —a quien le decían Chicha— contando historias de esa infancia vivida en territorio casi salvaje.

Todavía me hace llorar de risa lo que dijo la vieja cuando le pedí que probase sonido. Cualquiera hubiese tirado uno, dos, tres, probando, hola hola como todo el mundo. Pero Chicha va y dice: ¡Por la abolición de los ejércitos y su misión!

Está claro que no venís de una probeta… Dejemos que la voz de Chicha se haga oír en esta parte del relato.

Mi padre quedó viudo muy joven, tendría 22 o 23 años. Y como no tenía a nadie acá —toda su familia estaba en Francia—, me dejó con los padrinos, a quienes conocía y frecuentaba en Río Colorado. Recuerdo despertar por primera vez en casa de ellos y ver una luz blanca que me impresionó. Gas de carburo, le decían, era la iluminación que generaban con una máquina para todo el hotel. Pensá que hablo de una época en la cual la iluminación del pueblo dependía de los serenos que encendían las farolas al caer el sol… Bajo esa luz alcancé a ver una mesita llena de juguetes, potiches, adornos muy finos, porque en esa casa no había criaturas. Recuerdo unos muñequitos de porcelana preciosos y las primeras paqueterías que me compraron: ropa que hacían traer de Buenos Aires, tapados que hacían juego con los sombreritos…

Tenía dos años y pico, nomás. Es obvio que extrañaba, parece que durante los primeros días no hablé. Unos vecinos vascos tenían a un nene de 12 que trataba de hacerme jugar. Era el único al que yo aceptaba. Como a los tres días dice mi mamita que empecé a llamarlo: Miguel, Miguel… Y eso los alivió, porque mi silencio los estaba asustando.

………………………………

En un pueblo tan chico, la diversión de los adultos era reunirse los sábados y hacer garufas con las gallinas de los vecinos. ¡Se las robaban entre ellos! Recuerdo que mamita se levantó una mañana y encontró que no quedaba ninguna. Sólo estaba el gallo, que tenía una cajita de fósforos atada a una pata, con un mensaje adentro. Decía: Desde las doce de la noche que estoy viudito.

El chiste de las gallinas terminó en una tragedia. Una noche le robaron un lechón a un italiano que los denunció y metieron preso a uno de la barra. Lo condenaron y se lo iban a llevar a la cárcel de Viedma. Pero parece que este muchacho tenía una relación oculta con una hermosa mujer casada. Cuando esta mujer supo que se lo llevaban a Viedma quiso seguirlo, irse

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