Los secretos de los ministros de Economía

Liliana Franco

Fragmento

Corporativa

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A Martín, mi compañero de vida, con quien además disfrutamos la pasión por la economía.

A mi pequeña y querida familia.

PALABRAS PRELIMINARES

A menudo, la explicación más sencilla es la correcta.

Lejos de las teorías conspirativas, de las jugadas magistrales, de las decisiones meditadas o de los cálculos maquiavélicos, mucho del derrotero argentino se debe a razones simples que orillan lo patético.

El “caso Antonini” solo fue posible porque la comitiva llegó tarde a Buenos Aires… demorados en un VIP del aeropuerto de Caracas, Venezuela, mientras bebían y flirteaban entre ellos.

El “caso Ciccone” comenzó con una pelea marital.

Y el “Lava Jato” brasileño devenido terremoto hemisférico comenzó en 2014, allá en Curitiba, cuando un veterano policía reconoció la voz de un viejo pirata financiero, hasta entonces ignoto para sus colegas más jóvenes, en una conversación telefónica interceptada por orden judicial.

Tan simple y a la vez tan gravitante, en ocasiones, como eso. Y Liliana Franco se encarga de exponer esa paradoja. Ya expuso los secretos de la Casa Rosada, cómo se mueven, trabajan y piensan quienes ocupan el palacio presidencial, lejos de la pomposidad protocolar y la pátina mística que algunos pretenden arrogarse. Y ahora es el turno del Palacio de Hacienda.

Porque pensamos que las grandes decisiones que definieron la historia económica de nuestro país se adoptaron tras arduos debates protagonizados por algunas de las mentes más brillantes de la Argentina.

O podemos comprender que en ocasiones todo se debió a un rapto de lucidez.

O a un golpe de suerte.

O a peleas intestinas por poder.

O a un error.

O a la personalidad —más sosegada o más sanguínea— de un funcionario.

Absorber esta dimensión hasta irónica de nuestro destino nos permitirá, acaso, entender un poco más y mejor por qué en ocasiones nos ha ido como nos va.

¿O acaso usted jamás se preguntó cómo pudieron tomar tal o cual decisión?

Acaso incluso se haya preguntado: “¿Pero no pensaron en los efectos derivados de tomar esa decisión?”. Y la respuesta corta y brutal es, a veces, no.

Por supuesto, bien vale aclarar que muchísimos funcionarios de valía pasaron por el Ministerio de Economía. Honestos, probos, magnánimos, trabajadores, compenetrados con su tarea y, lo afirmo, patriotas.

He conocido y conozco a muchos de ellos a lo largo de todos estos años de trabajo, y Liliana Franco los conoce más y mejor que, quizá, cualquier otro periodista contemporáneo.

Acreditada en la Casa Rosada y el Palacio de Hacienda desde los años ochenta, ella sabe de qué habla cuando habla. Estudió Periodismo y Economía en la Argentina y Alemania, donde también impartió clases. Trabajó en el diario Clarín y en Radio Rivadavia, y ahora informa desde Ámbito Financiero, y su rostro se reconoce en “Intratables”, el programa de América TV.

Por eso, porque profesionales de valía como Liliana Franco honran su trabajo cada día desde hace décadas, el problema lo afrontan aquellos funcionarios que deberían estar en la cárcel. O, como mínimo, inhabilitados para ocupar nuevos cargos públicos a perpetuidad.

Porque los hubo corruptos, temerarios, timoratos, cómplices, cobardes, mezquinos, y también negligentes, imperitos, imprudentes y, demasiadas veces, incompetentes. O mentirosos y, como mínimo, manipuladores.

¿Imagina usted cuántas veces un ministro de Economía anunció un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, sin mediar siquiera un llamado telefónico con las autoridades del organismo en Washington?

¿Qué diría usted si supiera las veces que un secretario de Estado anunció un aumento de tarifas de los servicios públicos —u otra medida atinente a su área— sin que lo supiera su jefe inmediato, el ministro, o el presidente de la Nación?

¿Y si además alguien le contara cómo esos mismos funcionarios, en ocasiones tan simpáticos y carismáticos ante las cámaras de televisión y los reporteros gráficos, destrataron a sus colaboradores y acosaron a sus subalternos?

Célebre es, por ejemplo, la anécdota de un ministro de Economía reciente que en plena asamblea anual del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en Washington orinó dentro de una botella de plástico, delante de su equipo, en una pequeña oficina y tras pedirle a una colaboradora que se diera vuelta. Y célebre es, también, otro ministro acosado por los ataques de pánico.

Por supuesto, ocupar la cúspide del Palacio de Hacienda es, en la Argentina, casi un sinónimo de sentencia de muerte reputacional y civil. Eso explica, por ejemplo, que Roque Fernández le haya dejado un casco de combate y una tarjeta personal deseándole mucha suerte a su sucesor, José Luis Machinea, en 1999. O que Hernán Lorenzino pasara a la historia con su “me quiero ir”, acorralado entre lo que sabía que debía decir para salvar su dignidad y lo que sabía que no podía decir por presión de la Casa Rosada.

Pero no olvidemos, claro, a tantos otros ha

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