La Berkins

Josefina Fernández

Fragmento

Prólogo

Por María Moreno

Una radicalidad futura

Esta es una historia de amor, la de dos que estaban destinadas a no encontrarse más que a través de un lazo profesional en el que la tutela se sostendría siempre del mismo lado; historia jugada, en el mejor de los casos, al relámpago de un entendimiento que solo una de ellas pondría en palabras, pero el diablo —que siempre fue cuir— metió la cola y devino, justamente o con justicia, amor sin nombre aunque escapara a la ley al inventarse a sí mismo en su novedad y subversión ¿Exagero? No: leo.

La Berkins. Una combatiente de frontera es un trabajo antropológico tanto como Operación Masacre es un policial: recoge, a través de una testiga privilegiada —la travestiarca o la Comandante Mariposa Lohana Berkins—, la vida de una comunidad sin comunidad en la versión de una antropóloga a partir de un entre dos que logra hacer conflictiva la propiedad intelectual. Sin duda una pieza clave para un archivo trans como registro histórico para la memoria LGTTBI y monumento gráfico a las compañeras muertas y desaparecidas, al igual que esas travas que, en medio de la Panamericana, como si tuvieran un oído biónico y forradas en lamé, purpurina y otros brillos, saltaban a los árboles ante el sonido de un patrullero, hasta convertirlos en extemporáneos pinos de Navidad; todo el libro escapa, escapa, escapa… en este caso a toda definición alambrada.

Alguna vez me pareció que era necesario diferenciar al académico y al cronista compañero del cafiolo de intensidades. Me refiero a los cazadores oportunistas del relato “fuerte”, “dramático”, esos a quienes les basta prender el grabador y, sin correr ningún riesgo, ni siquiera el de pensar, logran obtener un texto que satisface la sed de sangre amarilla de la prensa o la de exotismo de la universidad; todos con sus agendas de personas trans, mujeres golpeadas, privados de libertad, sobrevivientes a enfermedades terminales, pobres “coloridos” y… (llenar los puntos suspensivos con los nombres de “especies” expropiadas por los textos sensacionalistas). Entonces, se me ocurrió, ¿qué sucedería si se pasara el grabador, es decir, si se socializara un procedimiento que va mucho más allá de la técnica? ¿Si se jaqueara el par experto-objeto y se hiciera rodar un casete entre pares, fuera de esos espacios tutelados-privados de ciudadanía, gerenciados por la política partidaria o reciclados por la cultura progresista en productos de exotismo pop, y se dejara dominar el grabador a aquellos que, para la ciudad posmoderna, siguen siendo considerados “leídos” por otros y no “lectores”, a pesar de sus múltiples saberes? Este libro, con sus cruces prolíficos y sus invenciones críticas, alienta esa subversión riquísima.

La Berkins. Una combatiente de frontera no es Los hijos de Sánchez, trabajo patrón sobre una familia de extracción popular mexicana del que vivió académicamente y en plan best seller, su autor, el antropólogo Oscar Lewis mientras los Sánchez continuaban su vida precaria. Ni Hasta no verte Jesús mío donde la bautizada Jesusa Palancares donó su voz a Elena Poniatowska sin aceptar ningún intercambio que atenúe la culpa ni desear intervenir en la escritura. Si Jose (perdió el apellido en la trasmutación personal que significó hacer la bio de Lohana y lo recuperaba solo como un estigma cuando, durante las entrevistas, Lohana le señalaba sus prejuicios) escribió estas páginas con la utopía de instalarse en un espacio común para saberes académicos y no académicos —tener calle y tener claustro no están divorciados, porque en la calle hay libros no escritos y un claustro sin barro es una bóveda—, dejando que las voces trans se hicieran oír más allá del registro testimonial con que se las suele convocar en las investigaciones convencionales, el cuéntame tu vida no es mera anécdota para la ilustración de una tesis de escritorio, sino una fuerza corrosiva para hacer del conocimiento una interpelación al Estado y una herramienta que nadie puede incautar.

Es decir, La Berkins. Una combatiente de frontera funda una Ley Mariposa que hizo difuminar con el polvillo de sus alas la separación entre expertos/sujetos y cuerpos precarios/objetos de investigación. Y para mí esta es una experiencia de una radicalidad futura que prueba que, aún en tiempos sombríos, la revolución, supuestamente vencida o muerta, es capaz de levantarse como un zombi para hacer de la vida una revuelta sin jubilación.

Santa Lohana Cuir (un intervalo)

La iconografía popular tiene algo de santuario de ruta y feria americana. Nada de divisas copetudas, retratos ovales o joyas de cara pedrería. La iconografía de Lohana Berkins, líder pluscuamperfecta, no esconde en sus objetos lo menudo amoroso, pero hecho con la laboriosa artesanía del pobre: “India, latina, trava”, solía adjetivarse a sí misma con orgullo. Aquí trato de reinventarla en memoria de su vida brillante, breve, contagiosa de furia travesti y de energía política descamisada (Marlene Wayar sostiene que Lohana siempre fue peronista).

EL NOMBRE. Hizo de él una gesta hasta borrar el otro, el del documento. El “Lohana Berkins” —indocumentable para las listas del Registro Civil debido a su exceso de imaginación— significó un autobautismo sin pasado: “Yo siempre fui Lohana”, declaraba la que así se nombró. Es que el nombre propio trans, como el nombre de guerra del militante clandestino, es una cifra más allá de su uso práctico; en cada uno de ellos está la voz de aura de un proyecto autobiográfico que descree del referente, un logo y una voluntad políticos.

LA OJOTA. Paradójicamente, a medida que se fue haciendo militante y colocándose en el “arriba” legítimo de quien habla luego de escuchar a todos y para todos, Lohana fue perdiendo estatura. Es que se había bajado de lo stilettos imprescindibles para el yire que prescribía la forma de guitarrón y el tamaño large que copara la parada. Su bajarse a las ojotas fue el equivalente a cuando Evita se ató el cabello en apretado rodete, cuando Fidel se dejó para siempre la barba selvática, cuando Perón se sacó saco y corbata y se mostró con gorrito de visera, que es el atributo del trabajo a la intemperie. Las ojotas vienen de las ushutas de los incas y tienen algo de esas botas abiertas, hechas con los codos de los potros que los antiguos gauchos usaban para estribar y se dominaban entre el dedo gordo y el que sigue. Las ojotas le servían a Lohana para no separar lo privado de lo público —el dormitorio de la plaza, el piso de tierra del de mármol—, movilizar desde un escenario, o sacársela rápido para ganarle en velocidad al camión celular. La ojota hace a Lohana par de cholos y cholas, liviana en el entrecasa de la causa, usuaria de un elemento barato que se sitúa entre el pobre “en patas” y el urbano zapato.

LA COMIDA. Lohana comía mucho y con ganas. Jamás cultivó la anorexia de protocolo que dicta no va

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