El refugio de la memoria

Tony Judt

Fragmento

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I
EL REFUGIO DE LA MEMORIA

La palabra «chalet» evoca en mí una imagen muy peculiar. Me trae al recuerdo una pequeña pensione, un hotel familiar en el discreto pueblo de Chesières, al pie de la exclusiva estación de esquí de Villars, en la Suiza francófona. Debimos pasar allí unas vacaciones de invierno en 1957 o 1958. La práctica del esquí —o, en mi caso, del trineo— no supone en este episodio nada memorable: solo recuerdo a mis padres y a mi tío caminando con dificultad sobre la helada pasarela y subiendo luego a los telesillas; pasaban esquiando allí todo el día, pero luego renunciaban a las vanidades del après-ski en favor de una tranquila velada en el chalet.

Para mí esta era siempre la parte mejor de las vacaciones de invierno: el repetitivo entretenimiento en la nieve abandonado a comienzos de la tarde a cambio de sólidas butacas, vino caliente, contundente comida del país y largas veladas en el amplio salón relajándose entre desconocidos. ¡Pero qué desconocidos! La curiosidad de la pequeña pensione de Chesières residía en la aparente atracción que ejercía sobre actores británicos cortos de dinero que estaban pasando sus vacaciones a la distante e indiferente sombra de sus más exitosos colegas montaña arriba.

Durante la segunda tarde de nuestra estancia allí, el comedor fue obsequiado con una descarga de epítetos sexuales que hicieron que mi madre se levantara como un resorte. No le resultaba extraño el lenguaje procaz —se había criado con los viejos muelles de las Indias Occidentales al alcance del oído—, pero había realizado su formación en el educado limbo de la peluquería de señoras, alejada de su clase social, y no tenía intención de exponer a su familia a semejante indecencia.

La señora Judt, como era de esperar, se encaminó hasta la mesa causante de su disgusto y pidió a sus ocupantes que se reportasen: había niños presentes. Como mi hermana no tenía aún dieciocho meses y yo era el único niño además de ella en el hotel, presumiblemente el requerimiento se hizo en mi beneficio. Los jóvenes —y, como más tarde supuse, desempleados— actores se disculparon de inmediato y nos invitaron a compartir el postre con ellos.

Eran un grupo maravilloso, y lo eran sobre todo para este chico de diez años situado ahora en medio de ellos, que todo lo veía (y todo lo oía). Entonces eran todos desconocidos, aunque alguno tendría un ilustre futuro: Alan Badel, que aún no era el destacado intérprete de Shakespeare acreditado por una respetable filmografía (Chacal); pero sobre todo la incontenible Rachel Roberts, que pronto iba a convertirse en la representación de la desilusionada esposa de la clase trabajadora en estupendas películas británicas de postguerra (Sábado noche, domingo mañana; El ingenuo salvaje; Un hombre de suerte). Fue Roberts la que me acogió bajo sus alas, murmurando imprecaciones irrepetibles con una voz de barítono estimulada por el whisky, lo que me procuró escasas ilusiones acerca de su futuro, aunque sí una cierta confusión acerca del mío. En el transcurso de aquellas vacaciones ella me enseñó a jugar al póquer, a hacer diversos trucos de cartas y más palabrotas que las que el tiempo me ha permitido olvidar.

Quizá por esa razón, el pequeño hotel suizo de la calle principal de Chesières ocupa en mi memoria un lugar más entrañable y más profundo que otras construcciones de madera, seguramente idénticas, en las que he dormido a lo largo de los años. Solamente estuvimos allí unos diez días y solo he vuelto en una breve ocasión. Pero todavía hoy puedo describir el personal estilo de aquel lugar.

El lujo brillaba por su ausencia: se accedía por un entresuelo que separaba un pequeño espacio útil en el sótano de las estancias del piso principal y cuya función fundamental era aislar la chorreante parafernalia del deporte al aire libre (esquíes, botas, bastones, chaquetones, anoraks, trineos, etcétera) del seco y acogedor ambiente de los salones. Estos estaban situados a ambos lados del mostrador de recepción y tenían amplias y atractivas ventanas que daban a la calle principal del pueblo y a las empinadas laderas que lo rodeaban. Detrás de ellos estaban las cocinas y los otros espacios de servicio, ocultos tras una ancha e inusualmente empinada escalera que conducía al piso de las habitaciones.

La escalera dividía de forma neta y quizá intencionada los dormitorios mejor amueblados de la izquierda y las habitaciones más pequeñas del lado opuesto, individuales y sin agua, que a su vez conducían hasta una estrecha escalerilla que culminaba en un desván reservado para los empleados (excepto en plena temporada). No lo comprobé, pero dudo que hubiera más de doce habitaciones disponibles, además de las tres áreas compartidas y de los espacios comunes a su alrededor. Era un hotel pequeño para familias pequeñas con medios modestos, situado en un pueblo sin pretensiones y sin otras ambiciones que fueran más allá de su real situación geográfica. Debe de haber unos diez mil hospedajes como ese en Suiza: lo que me ocurre es que conservo un recuerdo visual casi perfecto solamente de uno de ellos.

Excepto como amable recordatorio de unas gratas memorias, no creo haber concedido al chalet de Chesières otro pensamiento durante la mayor parte de mis cincuenta años siguientes. Y, sin embargo, cuando en 2008 me diagnosticaron una esclerosis lateral amiotrófica (ELA) y comprendí que muy probablemente ya no volvería a viajar —en realidad, sería incluso muy afortunado si estuviera en condiciones de escribir sobre mis viajes—, era el hotel de Chesières lo que me llegaba insistentemente a la mente. ¿Por qué?

La principal característica de este particular trastorno neurodegenerativo es que te deja la mente despejada para reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro, pero te priva sistemáticamente de cualquier medio de convertir esas reflexiones en palabras. Primero dejas de poder escribir de una manera independiente, al requerir o bien un ayudante o bien una máquina para poder grabar tus pensamientos. Luego tus piernas fallan y ya no puedes abordar nuevas experiencias, excepto a costa de tal complejidad logística que el simple hecho de la movilidad se convierte en el objeto de atención, en lugar del beneficio que la propia movilidad pueda procurar.

Luego empiezas a perder la voz: no en el sentido metafórico de tener que hablar a través de distintos intermediarios mecánicos o humanos, sino literalmente, ya que los músculos del diafragma no pueden seguir bombeando suficiente aire a través de tus cuerdas vocales para dotarlas con la variedad de presión requerida para emitir sonidos con sentido. Para entonces ya es casi seguro que eres tetrapléjico y que estás condenado a largas horas de silenciosa inmovilidad, tanto en presencia de otros como a solas.

Para alguien que desea seguir siendo un comunicador de palabras y conceptos, eso plantea un desafío poco común. Adiós al amarillo bloc de notas adhesivas, y a su ahora inútil lápiz. Adiós al reconfortante paseo por el parque o al ejercicio en el gimnasio, donde ideas y secuencias van

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