Pasiones terrenas

Maximiliano Crespi

Fragmento

Pasiones Terrenas


Nada impide que una historia de amor sea un enmarañamiento tan confuso como una historia política de emancipación, como la historia de un nuevo régimen del arte o como el despliegue de una nueva teoría científica.


ALAIN BADIOU




NOTA


Según muchos de sus detractores contemporáneos, había algo abominable en la memoria de Lenin. Ese algo, que con irónica sutileza describían como «imaginación poética», era —para citar sus propias palabras— cierta manera «desviada», «pervertida» o aun «degenerada» de interpretar y recrear los encuentros y desencuentros de la historia. La intencionada mezquindad en que se fundaban esos juicios no consigue borrar el efecto de su hallazgo involuntario.

Escribí la mayor parte de estos relatos de memoria, en tiempos robados al trabajo académico formal, un poco bajo el pulso de aquella condenada “perversión”. Casi puede decirse que ya tenía las historias “en la cabeza” cuando algunos amigos me alentaron a reunirlas en un libro. Al finalizar el primer borrador y presintiendo quizá que la corrección y ampliación del mismo podía tornarse una faena interminable, sólo me permití la revisión de las fuentes que aún tenía a mano en mi biblioteca. Las demás, prendidas de lecturas erráticas, conversaciones informales, improvisadas clases de formación política que datan de más de veinte años, son acaso las más verdaderas porque, como las auténticas pasiones (esas que, según Walter Benjamin, tarde o temprano nos llevan al borde del caos), han logrado abrirse camino, a través del tiempo, en la imaginación.

Hay que evitar la puerilidad de la indignación moral, decía el "pervertido" Vladímir Ilich Uliánov. Las historias aquí reunidas remiten a contextos precisos, a estructuras del sentir y estados de la imaginación históricamente distantes. Sería menos un error que una tontería juzgarlas desde los criterios y los esquematismos naturalizados en el presente. Tampoco conviene tenerlas por “objetivas”. Que sus páginas estén plagadas de malentendidos, lagunas y fabulación tendenciosa, no habilita a que sean confundidas con las de un libro de historia. Que las tramas de las pasiones (amorosas, políticas e intelectuales) que presentan hayan sido compuestas a partir de cartas, biografías, memorias, documentos y testimonios que presumían no serlo, no impide tampoco reconocer que —aun en la arbitrariedad de su ensamble— media (activa) la fuerza de la ficción. Como el viejo Lem, creo que con cierto grado de imaginación cualquiera puede escribir una serie de versiones reales de una vida, sin que ninguna de ellas consiga a su vez establecerse como definitiva. Lo que imposibilita el cierre no es una vacilación de orden moral sino un problema de corte cognitivo: el número de creencias metafísicas no es mayor ni menor que el número de las distintas creencias que un hombre es capaz de albergar sobre sí mismo y sobre los acontecimientos y relaciones que determinan los diversos períodos de una vida.

Se trata de entender que, como el amor, la literatura se afirma cuando dice una verdad, pero también cuando elabora una mentira. Es siempre y ante todo una cuestión de énfasis sobre nuestras propias zonas ciegas.



LA SAGRADA FAMILIA

Karl Marx


Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio donde el amor persiste.

KARL MARX


En ciudad de México, en una abarrotada librería de viejo de la calle Donceles, un lector devoto de Paul Nizan que no dejaba de mirarme las manos me contó como al pasar que, durante un tiempo, se había dado por sentado que Karl Marx se comía las uñas. La creencia se apoyaba en una referencia empírica. En muchas de sus cartas y manuscritos recobrados se podía ver, bajo la línea de la escritura, una suerte de sombra entre ocre y rojiza: el rastro sucio de lo que alguna vez había sido sangre. De ahí que sus primeros biógrafos llegaran incluso a afirmar que la tendencia onicofágica del filósofo tenía el carácter de severa, al reconocer no sólo que se mordía las uñas sino que lo hacía incluso hasta lastimarse. La ausencia de testimonios que acreditaran el hecho hizo que la anécdota quedara marginada de sus biografías. Y a nadie llamó la atención que esa sombra persistiera en ciertos documentos personales, como la carta que Marx envía a su esposa Jenny el 21 de junio de 1856, en las vísperas de su decimotercer aniversario de casados, donde se lee: «Sueño que estás ante mí, inmensa y frágil como la vida. Te alzo en brazos y te beso la frente y los pies. Luego, como en un teatro donde soy a la vez actor y espectador, caigo de rodillas delante tuyo gritando: “Señora, ¡te amo!”. Aun en medio del sueño sé que te amo, con un amor mayor que el que jamás sintió el Moro de Venecia… Entonces temo: ¿Qué no darían mis muchos calumniadores y enemigos de lengua viperina por reprocharme el egoísmo que destila el verme representar el papel de protagonista romántico en un teatro de segunda? Si esos bribones tuvieran más de dos dedos de frente, no dudarían un segundo en poner mis notas sobre “las relaciones sociales de producción” a un lado, y al otro, a mí rendido a tus pies. Debajo les bastaría con escribir: “Miren este cuadro, y luego vean este otro”». Ansiedad, inseguridad, vacilación, angustia; en diversos grados cada uno de estos signos de la neurosis se presentan en esa última frase que, en clara alusión al final del tercer acto de Hamlet, pone en evidencia, con una gesticulación un poco grotesca, una tensión efectiva entre esas dos «pasiones terrenas»: un desajuste práctico entre la gravedad y exigencia ética del proyecto intelectual y la intensidad del vínculo sentimental que reconoce y asume en esa carta.

Marx había conocido a Johanna Bertha Julie «Jenny» von Westphalen en Tréveris, en los años de su juventud y había quedado definitivamente cautivado por ella. La figura extraordinaria de Jenny representaba para el joven filósofo una suerte de trofeo e incluso mucho tiempo después, en un viaje a esa ciudad, le confiesa sin tapujos esa sensación de orgullo conquistador: «En todas partes y a todas horas —escribe— me preguntan por la que fue “la niña más linda de Tréveris” y “la bella reina del baile”. Ciertamente, es muy agradable para un hombre saber que su mujer es tenida como “una princesa encantada” en la imaginación de toda una ciudad». Eso no era nuevo para ella. Hija de una familia de la clase dirigente prusiana, a los 22 años estaba acostumbrada a recibir ese tipo de elogios. Jenny era una joven bella, inteligente y de ideas liberales, hija menor del barón Ludwig von Westphalen —como dice el biógrafo británico Francis Wheen, «un ejemplar casi perfecto del conservador liberal de buenas intenciones, afligido por las privaciones de los pobres, pero complacido por las comodidades de la riqueza»— y encontraba irresistible tanto el hecho de ser cortejada por un insolente burgués judío cuatro años menor que ella como por la arrogancia intelectual con que ya se reconocía al joven Marx. Luego de casi un lustro de relaci

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