Bienvenida a casa

Lucia Berlin

Fragmento

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Prólogo

Jeff Berlin

 

 

 

 

«He vivido en tantos sitios que es de risa... y como me he movido tanto, el apego a un lugar es muy, muy importante para mí. Siempre estoy buscando... buscando sentirme en casa.»

LUCIA BERLIN, entrevista (2003)

 

 

La primera escritora a quien vi trabajar fue mi madre, Lucia Berlin. Los primeros recuerdos que conservo son de mi hermano Mark y yo dando vueltas en nuestros triciclos por el local de Greenwich Village donde vivíamos, mientras mamá aporreaba el teclado de su máquina Olympia. Pensábamos que estaba escribiendo cartas: escribía montones de cartas. En nuestros largos paseos por la ciudad, casi todos los días nos parábamos en un buzón y nos dejaba echar los sobres por la ranura. Nos encantaba verlos desaparecer y oírlos caer. Cuando recibía una carta, nos la leía, a menudo recreando una historia a partir de lo que le hubieran entregado ese día.

Crecimos escuchando sus historias. Oímos muchas de ellas, y a veces eran los cuentos que nos contaba antes de dormir: sus aventuras con su mejor amigo, Kentshereve; el oso que los tuvo cautivos mientras estaban de acampada; la cabaña de las paredes forradas con páginas de revistas; la tía Tiny en el tejado; el puma que el tío John tenía de mascota: las oímos todas más de una vez. Eran historias de su vida y muchas se abrirían paso hasta las historias que escribió y publicó.

Cuando yo tenía más o menos seis años, mientras exploraba un armario, descubrí el estuche de una máquina de escribir. Dentro había una carpeta donde se leía «A Peaceable Kingdom» («Un reino pacífico») en la tapa. Era una historia sobre dos niñas que iban vendiendo joyeros musicales por todo El Paso. Fue la primera vez que leí algo que no era un libro para niños. Y entonces entendí que mi madre no solo redactaba cartas, sino que escribía cuentos. Ella me explicó que, unos años antes, la habían publicado en revistas. Me enseñó los ejemplares que guardaba y me leyó los cuentos. A partir de entonces solía darle la lata para que me dejara leer el relato en el que estuviera trabajando, a lo que ella me decía: «Cuando lo termine».

Pasarían siete u ocho años más antes de que empezara a dar algunas historias por terminadas y me dejara leerlas. Para entonces ya tenía otros dos hijos (mis hermanos, David y Dan), se había divorciado de su tercer marido (nuestro padre, Buddy Berlin), se había mudado a Berkeley y luchaba por llegar a fin de mes trabajando de profesora en una pequeña escuela de secundaria privada. En medio de (o gracias a) ese caos, escribía más que nunca. La mayoría de las noches, después de cenar y de ver nuestro programa de televisión favorito, se aparcaba en la mesa de la cocina con un vaso de bourbon y empezaba a escribir, en ocasiones hasta entrada la madrugada. Solía garabatear a mano, con un bolígrafo y en cuadernos de espiral, aunque a veces nos despertaba el tecleo de su máquina de escribir, a menudo ahogado por su canción predilecta del momento sonando una y otra vez en el estéreo.

Los primeros cuentos que terminó en esa época fueron los que había empezado en Nueva York y Albuquerque a principios de los años sesenta. Esos pronto dieron paso a relatos más íntimos, nacidos de malas experiencias y tragedias personales, a raíz de sus crecientes problemas con el alcohol. Tras perder su trabajo de profesora, enlazó una serie de empleos diversos (mujer de la limpieza, operadora telefónica, recepcionista de hospital) que le ofrecerían una rica fuente de material para nuevos relatos, al igual que el tiempo que pasaría en celdas para borrachos y centros de desintoxicación. A pesar de los reveses, continuó escribiendo y pronto comenzó a publicar de nuevo.

Años más tarde, lo último que me dio para leer fue un borrador de Bienvenida a casa, una sucesión de recuerdos de los lugares donde se había sentido en casa. En principio quería que fueran simples apuntes de los lugares en sí mismos, sin personajes ni diálogo. Eran las historias de infancia que habíamos oído de pequeños, pero ahora en orden cronológico y ya no enmascaradas como ficción. Por desgracia, se agotó el tiempo y la última versión del manuscrito data de 1965, con la frase final inacabada.

Durante su vida, Lucia escribió cientos, si no miles, de cartas. Se incluyen aquí algunas de nuestras favoritas que abarcan el mismo marco temporal de Bienvenida a casa. La mayoría son cartas a sus buenos amigos Ed Dorn y Helene Dorn entre 1959 y 1965. Fue una época de drama, crecimiento y agitación, y las cartas ofrecen una mirada fascinante de la mente de una madre joven y aspirante a escritora en pleno descubrimiento de sí misma.

Aquí tenéis Bienvenida a casa: historias, cartas y fotografías de los primeros veintinueve años en la vida de una voz estadounidense única.

 

Mayo de 2018

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Bienvenida a casa

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Alaska, 1935

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Juneau, Alaska, 1935

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Ted y Mary Brown, Juneau, 1935

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La casa de los Brown en Juneau

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Lucia, nacida el 12 de noviembre de 193

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