El chico del fin del mundo

Santiago Artemis

Fragmento

1
De eso no se habla

Nací en la última ciudad del continente americano, la tierra de la nieve y del viento, de los castores y los leños. Dicen que Ushuaia es mítica, donde termina el mundo, pero donde empieza todo. Es un lugar con paisajes de película, en invierno las noches no terminan nunca, el cielo se pone de color púrpura, la nieve lo cubre todo, las montañas, las casas, los árboles; y en verano nace un verde que obnubila. Pero lo cierto es que la ciudad es muy aburrida. Más allá del turismo, conserva un espíritu de periferia. Y cada uno construyó para donde quiso, así que no existe ningún orden visual. Ese contraste entre un paisaje espectacular y una arquitectura tan limitada siempre me afectó. Es una ciudad de carpinteros, de aserraderos, una ciudad de fábricas, llena de obreros y operarios. A veces siento que Ushuaia es Kansas y que yo soy Dorothy en El mago de Oz.

Toda mi familia es muy patagónica. Mi padre, Jorge, nació en Ushuaia, y en esa época era una ciudad muy pequeña donde, como en los Ingalls, todos se conocían. Mi padre fue al jardín en la cúpula de una iglesia, de niño cazaba pajaritos en el bosque, jugaba a quién escupía más lejos y vivía arriba de un caballo. Esa Ushuaia era la de los hombres de puerto, la de los barcos y los burdeles. Aunque había sido fundada y construida por europeos, tenía una gran influencia de la cultura chilena y argentina más rural, sexista y misógina.

Mi padre era el mayor de seis hermanos y desde muy pequeño recibió todo tipo de atenciones. Sus hermanas y su madre estaban siempre a su servicio, lo atendían, le servían y hasta le limpiaban su habitación. Eso creó una personalidad engreída, tirana. Mis tías siempre me lo recuerdan con un poco de risa, pero también de espanto.

Es el prototipo de macho alfa, admira a Maradona, es fan de Boca Juniors, mira partidos de fútbol y cree que un hombre se define por esas cosas, por “sus gustos por cosas de hombres”, y mantiene con los demás una relación bastante autoritaria. Y sexista. Si veía un accidente de auto, solía decir cosas como “seguro fue una mujer”. Una vez mi mamá me contó que si bien papá amaba profundamente a mis hermanas mujeres, siempre buscó un varón. Pero un día llegué yo, y no fui nada de lo que él esperaba. Resulté una especie de vendetta, porque al final el único varón de la familia terminó encarnando el sentido completo de lo que significa ser gay.

El patriarcado, el daño hacia la mujer y la imposición masculina estuvieron presentes en mi familia desde mucho antes de que mi papá naciera. Después de todo, no dejaba de ser una familia argentino-chilena de campo. Mi abuelo Pedro, el padre de mi padre, era dueño de una carnicería. Conocido por ser un déspota, misógino y autoritario, se casó con mi abuela Estela por obligación, cuando ella había quedado embarazada de mi padre. A su vez, el padre de mi abuela hizo todo lo posible para que mi padre no naciera. La maltrató y hasta la golpeó en reiteradas ocasiones, era impensable para él que su hija tuviera sexo y estuviera esperando un niño. Recuerdo a mi abuela Estela diciendo: “Cuando un hombre y una mujer tienen sexo, la que siempre queda marcada es la mujer”.

Como la familia de La novicia rebelde, pero más clase media, mi padre se crio en un ambiente estructurado y carente de cariño. Su familia era emocionalmente muy seca y no se mencionaban los sentimientos. Él trasladó esa falencia a su propia familia y nunca pudo transmitirnos afecto. No fue un padre ausente o irresponsable, pero nunca me dijo “te quiero, voy a apoyarte en todo”. Estuvo ahí, pero no estuvo.

Sus padres eran muy pacatos y entre todos había un trato implícito: de eso no se habla. Santiago es gay, de eso no se habla. La tía es lesbiana, de eso no se habla. El tío murió, de eso no se habla. ¿Sería también homosexual? De eso tampoco se habla.

Durante toda mi infancia y mi adolescencia nunca se habló de que tenía dos tíos que eran mellizos y homosexuales. Un día, alguien hizo un comentario muy al pasar y ahí entendí que mi tía podía ser lesbiana. Pero son cosas que supe después, con los años, porque en ese entonces, durante mi infancia, los niños de la familia no teníamos voz ni derecho a opinar sobre nada.

Una vez mi mamá me contó que si bien papá amaba profundamente a mis hermanas mujeres, siempre buscó un varón. Pero un día llegué yo, y no fui nada de lo que él esperaba.

Virginia, mi madre, nació en Chubut y a los diecisiete se fue a vivir a Ushuaia con mi abuela y sus dos hermanas, de las cuales una se suicidó. Mi madre también es la hija mayor. Mi abuelo tenía una empresa de camiones y mi abuela era contadora, profesiones habituales para un patagónico.

Cuando mis abuelos se separaron, mi abuela dejó Trelew y se mudó con sus hijas a Ushuaia. En ese momento Ushuaia era una ciudad en pleno desarrollo que necesitaba de profesionales, y mi abuela había conseguido una oferta de trabajo con un salario bastante bueno. Fue una decisión drástica y algo dramática. Recuerdo con cariño y tristeza a mi abuela Gloria emocionándose con la canción “Chiquitita” de ABBA. Solía escucharla apenas llegaron y lloraba con esa parte que dice “Chiquitita, sabes muy bien / que las penas vienen y van, desaparecen / otra vez vas a bailar y serás feliz / como flores que florecen”.

Mi madre era bastante ingenua y el divorcio de sus padres había calado profundo en su personalidad. Sé con seguridad que hasta ese momento había sido la nena de papá, y toda la vida penduló hacia él, lo admiraba. Mi abuelo le decía “mi pequeña Shirley Temple” porque mi mamá tenía una cara redonda, alegre y jovial.

La separación la convirtió en una joven insegura en relación a los hombres y quizá por eso se involucró con mi padre, que era dominante pero proyectaba aplomo y seguridad. Aún me sorprende cómo alguien puede subordinarse a un hombre, siempre aborrecí la dominación masculina.

Cuando se conocieron, mi padre tenía veintitrés años, seis más que mi madre, trabajaba en el puerto, era un hombre más de mundo, como si hubiera salido de una publicidad de cigarrillos de los ochenta. Mi madre estaba en el último año del colegio secundario. Era una estudiante modelo, aplicada, con una imagen muy pulcra de trenzas y uniforme. A pesar de ser muy inteligente y prodigiosa, sentía una inseguridad muy grande y una necesidad de ser querida, algo que la acompaña hasta hoy. La pareja se casó en 1985, cuando ella cumplió veinticinco y se recibió de contadora, como su madre.

Ese mismo año nació Laura, en 1988 n

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