Más luz x favor

Connie Isla

Fragmento

Vuelvo a empezar entonces… Mi nombre es Constanza Isla, nací el 21 de abril de 1994 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Mi mamá se llama Marcela, es oriunda de Junín, provincia de Buenos Aires, y es abogada. Mi papá es Leandro y nació en General Roca, Río Negro; también es abogado. Ambos se mudaron a Capital al iniciar la carrera en la Universidad de Buenos Aires, con varios años de diferencia (papá es nueve años mayor que mamá), y se conocieron tiempo después, cuando ya ambos trabajaban en diferentes estudios de abogados. Salieron varias veces, se pusieron de novios, al año se casaron y diez meses más tarde se enteraron de que venía una bebé en camino. La realidad es que no fui planeada, más allá de que querían tener hijos en un futuro. Pero no voy a mentirles: fui totalmente inesperada. Y de inesperada, pasé a ser una bebé muy amada.

Mi mamá y mi papá me amaron y me educaron desde el día uno. Cada uno aportando su parte, transmitiéndome valores afines y a la vez distintos. Cuando era más chica, me fascinaba ver los videos en VHS con grabaciones de bebé; había algunos que hasta perdían calidad de la cantidad de veces que los miraba pegada al televisor, rebobinando y pausando en momentos específicos. Las tardes al rayo del sol con voces cantándome: “Constancita, Constancita, ¿dónde estás, dónde estás?”, los cumpleaños multitudinarios llenos de amigos y amigas de los que hoy en día —y desde hace ya mucho tiempo— no tengo noticias y las noches en la bañadera con juguetitos de colores flotando en el agua forman parte de un mundo que, aunque no recuerde con claridad, sobrevive fervientemente en lo más profundo de mi ser. Tuve una infancia muy feliz, y aun diciéndolo así, me quedo corta. Jamás me faltó nada, sobre todo nunca me faltó amor. Por todo eso, voy a estar siempre agradecida con mamá y papá; por crear a mi alrededor un entorno de amor, coherencia, respeto, responsabilidad y constancia.

A veces cuando pienso en ellos como pareja, no puedo evitar preguntarme cómo es que se enamoraron y compartieron aproximadamente seis años de su vida siendo tan distintos. Después lo pienso en profundidad y me doy cuenta de que, a pesar de ser muy diferentes, de venir de contextos diversos, de ver la vida desde otras perspectivas, tenían y tienen varias cosas en común. Yo fui también una de esas “cosas”, quizás la más importante, para mantener el vínculo durante ese tiempo. Cada día me siento muy afortunada por tener esta mamá y este papá. Parece gracioso pero suelo pensar que lo que no tiene uno lo tiene el otro, y que esta especie de “compensación” casual (¿o causal?) entre ellos fue clave para mi desarrollo personal, ético, moral y emocional.

En mi infancia y durante toda mi vida, estuvieron también presentes mi abuelo Pepe (a mi abuelo Leandro no llegué a conocerlo), mis abuelas Hilda y Chiche, tíos, tías, primos, primas y muchos amigos y amigas. Siempre fuimos muy “familieros”, sobre todo del lado de mamá, ya que todos vivían en Buenos Aires —a diferencia del lado de papá, que se quedaron en Roca—; por lo que encontrábamos excusas para vernos muy seguido y compartir ratos.

Mi abuela Hilda y mi abuelo Pepe vivían a tres cuadras de nuestro departamento y los veía prácticamente todos los días. Hilda siempre dice que me escuchaba tararear desde mi cuna, incluso antes de aprender a hablar. Ella es profesora de música y mi abuelo Pepe era tenor. Ellos me llevaban a la plaza, a la pileta de su edificio, al cine, al jardín botánico y a veces a ver obras de teatro. Con Hildi, como le digo, compartíamos y compartimos nuestro amor por la cocina, la música y las manualidades. Pasaba tardes viéndola coser y descoser en su máquina Singer de algún año muy lejano, tocando el piano de pared a cuatro manos, intentando leer partituras que ya se desarmaban de lo viejas que estaban y, varios mediodías de domingo, amasando fideos caseros con la Pastalinda, para después ponerlos a secar.

Con Pepe también compartíamos muchísimo… Él era como un nene, un amigo y a veces hasta una especie de cómplice de aventuras. Siempre andaba con ganas de mandarse alguna, o si no se la mandaba él, me hacía la segunda a mí. Desde comprarme cinco chocolates y esconderlos en su cajón para que ni mamá ni Hildi los vieran, y hacer de campana en la puerta del cuarto mientras yo los devoraba a escondidas, hasta comprar chascos en el kiosco de abajo de su casa. Una vez compré una bombita de olor (él ni siquiera sabía qué era ni qué hacía, simplemente me seguía y me consentía en todas mis aventuras y travesuras). Esa tarde mi abuela había invitado a unas amigas a tomar el té. Ya pueden imaginarse lo que sigue… Subimos al departamento y yo, excitadísima ya que nunca había tenido una bombita de olor en mis manos, la abrí por un pequeñísimo segundo. Con eso ya bastó para inundar el departamento entero con un olor a podrido terrible. Pepe no sabía dónde meterse, literalmente… ¡jajaja! Él jamás fue consciente de que yo estaba comprando ese chasco y mucho menos de que lo iba a abrir unas pocas horas antes de que Hilda recibiera orgullosa a sus amigas con su mejor mantel, el que hacía juego con las servilletas, y el banquete casero que había estado preparando con tanto esfuerzo desde el día anterior.

Durante mis primeros cuatro años de vida, asistí a un jardín de infantes que quedaba a una cuadra de casa, y cuando llegó el momento de pasar a preescolar, papá y mamá me cambiaron al colegio Palermo Chico, privado, bilingüe, laico con orientación católica, en el que transcurrió mi vida escolar hasta los 17, cuando me recibí de bachiller. Siempre fui buena alumna, aunque en la primaria, sobre todo, hacía de las mías. En el boletín tenía muy buenas notas en casi todas las materias (fui escolta y abanderada) y un “Regular” en conducta. No es que hacía maldades, sino que me distraía. Era muy pícara y lógicamente esa combinación terminaba en un reto o en una observación en el cuaderno blanco.

Cuando empecé primer grado, pisé por primera vez una academia de comedia musical llamada Little Stars y eso fue todo: descubrí lo que más amo hasta el día de hoy. Era evidente que lo que más me gustaba hacer era cantar, actuar, bailar y todo lo relacionado al arte, y mamá localizó esta academia que era bastante conocida entre colegios de la zona y ni lo dudó. Así como fui al mismo colegio toda la vida, esta academia se convirtió también en mi segunda casa y no solo seguí yendo a clases ahí hasta mi último día de secundaria, sino que además comencé a dar clases como maestra hasta mis 23 años, cuando por una cuestión de tiempos —la dedicación que comenzó a demandar mi carrera—, no pude seguir.

Toda la vida estuve rodeada de música. Hilda y Pepe solían tener la radio prendida casi todo el tiempo con alguna emisora de música clásica y si no sonaba la radio, seguramente e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos