Sin ir más lejos

Carlos Alberto Montaner

Fragmento

Prólogo para un epílogo

Llegó la hora de recapitular. Hay que ir haciendo las maletas. Desaparecer es una actividad ingrata que solo se justifica porque es la única prueba irrefutable de que hemos vivido. Si la vida fuera eterna, sería otra cosa muy cercana a las pesadillas. Lo dice Borges en su famosa milonga, utilizada como uno de los exergos de este libro: “morir es una costumbre que sabe tener la gente”. Como, al menos hasta ahora, es inevitable persistir en esa costumbre, lo más saludable es que no nos sorprenda sin los deberes hechos.

Lo que voy a contar es lo que he visto u oído, lo que he creído, lo que recuerdo de lo que me pareció percibir en su momento. Tal vez haya pasajes involuntariamente inventados. No lo sé. Los psicólogos registran e investigan esos curiosos procesos de realidades forjadas por la imaginación. A veces, incluso, los sueños se mezclan con la realidad y es difícil saber dónde terminan unos y comienza la otra. Las memorias no son estudios históricos, sino el reflejo de las percepciones y estas se desdibujan o se transforman con el tiempo de manera inexorable.

Pensé demorar la redacción de estos papeles hasta ver el fin de la dictadura de los Castro, que incluso ha resistido la muerte de Fidel, pero todo parece indicar que el régimen conseguirá prolongar su existencia mucho más que yo la mía, aunque mi médico, sabio e incorregiblemente optimista, me augura una larga vejez. Si acierta, y si el tiempo no me ha castigado las neuronas excesivamente, acaso entonces le agregaré el capítulo final a lo que ahora escribo. Siempre será interesante relatar cómo acabó o cambió radicalmente el manicomio cubano. Por mucho que dure, lo que sucede en ese país es un disparate condenado a desaparecer.

Advierto que utilizaré estos recuerdos para incursionar en el juicio histórico y político. Me tocó vivir en medio de la vorágine de la Revolución cubana y quiero contarlo, aunque solo sea una parte del relato. Tenía quince años cuando Fidel Castro, tras la fuga del dictador Fulgencio Batista, entró en La Habana a bordo de un jeep rodeado de barbudos y de ilusiones. Como nos sucede a todos los cubanos que presenciamos aquellos hechos, se trata de unos recuerdos inolvidables, ya sea para bien o para mal.

Entonces mi punto de vista era el de un precoz adolescente habanero perteneciente a los sectores sociales medios que, como la mayor parte de los jóvenes, detestaba al gobierno que acababa de colapsar y soñaba con un régimen que respetara la ley y protegiera las libertades de los cubanos, como habían prometido los líderes opositores, incluido Fidel Castro, el más notable de todos ellos.

Aquella primera quincena de 1959 fue imborrable. Experimenté intensamente una suerte de felicidad cívica a la que solo volví a asomarme un par de veces: cuando comenzó la transición hacia la democracia en España tras la muerte de Franco —país al que me había trasladado en 1970— y, en noviembre de 1989, cuando los alemanes, llenos de ilusiones, derribaron el Muro de Berlín y comenzó oficialmente el desguace del comunismo europeo. (Aunque ya habíamos visto el primer capítulo en Polonia, en el momento en que Solidaridad, el movimiento fundado por el obrero católico Lech Walesa, barrió a los comunistas en unas elecciones legislativas en el verano de ese mismo año).

La Revolución cubana, en fin, modeló mi vida, a mi pesar, aunque estuviera en la acera de enfrente, tras advertir que forjaban una dictadura comunista. Seguramente, mi existencia hubiera sido otra de haber transcurrido en un país predecible en el que las querellas y pugnas entre sus ciudadanos se hubieran dirimido dentro de las instituciones de derecho, pero no fue así. Desde el inicio de la República, en 1902, imperaba en la Isla la “razón testicular”. Quizás era la herencia de una sociedad que se había creado admirando la valentía de los mambises que lucharon denodadamente por nuestra independencia. Los cambios, pues, se inducían, con frecuencia, a punta de pistola. Existía una especie de sorda reverencia a la violencia y un aprecio suicida por quienes la practicaban.

Como síntesis previa, advierto que crecí en Cuba, un país entonces hermoso y bronco, protestón y levantisco, hoy dócil y taimado. Me exilié a los dieciocho años, y estudié, maduré y envejecí en el exilio, donde probablemente muera. Viví en Miami, en Puerto Rico, en España y, finalmente, otra vez en Miami, siempre con un pie en un avión, a la sombra distante de Fidel Castro, un dictador que destrozó mi país con el pretexto de reformarlo, y condicionó la vida de millones de personas con sus incesantes caprichos, arbitrariedades y su patológica necesidad de imponer su voluntad a los cubanos a sangre y fuego.

Una curiosa observación antes de entrar en materia: pese a haber vivido fuera de Cuba las cuatro quintas partes de mi existencia, no recuerdo un solo día en el que esa isla no hubiera estado presente en mí de alguna forma. Siempre ha existido una llamada, una noticia, un visitante, un artículo, un libro, una entrevista, una firma colectiva, una conversación, algo que me obligaba a recordar mi condición de exiliado y me retrotraía al centro del conflicto.

Eso no ha sido bueno ni ha sido sano, pero es lo que ha ocurrido. Ni siquiera he podido olvidar a Cuba, aunque ha pasado tanto tiempo que, desde hace muchos años, ya no sufro ninguna clase de nostalgia. No guardo rencor contra el gobierno comunista cubano, sino el inevitable desprecio que me provoca un régimen que ha gobernado rematadamente mal a lo largo de tanto tiempo con el consecuente daño para tanta gente. Parodiando a Churchill: nunca tantos han sufrido tanto por culpa de tan pocos.

Comencemos.

Primera parte
Cuba

1

De dó

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