Reinas y princesas sufridoras

Jaime Peñafiel

Fragmento

cap-1

Introducción

En el siglo en que vivimos, los sistemas más o menos democráticos son los que imperan en la mayoría de los países que conforman el mundo en los que el derecho legítimo reside en el pueblo, igual que la soberanía de la nación. Pero existe una minoría donde la forma de Estado es la monarquía, término que procede del griego monarchia, que no es otra cosa que una forma de gobierno donde el poder supremo reside en una sola persona. Cierto es que no se trata de un sistema democrático sino de uno antiguo y caduco por su carácter vitalicio y hereditario.

Aunque el rey Faruk de Egipto, cuando fue derrocado, el 23 de julio de 1952, declaró, con cínico desprecio e indiferencia hacia la institución: «No me preocupa haber perdido el trono porque dentro de unos años en el mundo solo quedarán cinco reyes: los cuatro de la baraja y la reina de Inglaterra», actualmente en el mundo existen veinticuatro países en los que la forma de Estado sigue siendo la monarquía: España, Holanda, Suecia, Noruega, Bélgica, Inglaterra, Dinamarca, Luxemburgo, Liechtenstein, Mónaco, Arabia Saudí, Jordania, Kuwait, Omán, Japón, Tailandia, Camboya, Samoa, Bután, Tonga, Brunei, Marruecos, Lesoto y Suazilandia. Algunas de ellas, como las diez europeas, son constitucionales (Mónaco y Liechtenstein, bajo sospecha), también hereditarias, ya que se transmiten de padres a hijos o, en todo caso, al que ocupa la primera posición en la línea de sucesión al trono; el resto son monarquías absolutistas, casi medievales.

Para sobrevivir a los cambios políticos, sobre todo en el caso de las monarquías europeas, se han ido adaptando y modernizando reconvirtiéndose en árbitros de la vida pública. Por suerte, el poder del rey o de la reina se ha ido recortando paulatinamente, y aunque no ha sido suprimido, los reyes hoy día se han convertido en figuras representativas y moderadoras.

Para sobrevivir en este siglo, a las monarquías, sobre todo las de nuestro entorno, no les ha quedado más remedio que modernizarse, acabando con las endogamias que presidían los matrimonios en las casas reales reinantes, aceptando la entrada de personas ajenas a la familia.

San Pablo decía que más vale casarse que quemarse. Si nos atenemos a esta frase del apóstol, hasta principios del siglo pasado, las casas reales eran una hoguera en las que se consumían la mayoría de los herederos y herederas. Los expertos lo achacaban al fantasma Windsor. Posteriormente también al síndrome Lady Di. Pero no había nada que justificara tal cantidad de corazones a la deriva que se negaban a aceptar la endogamia a la que nos hemos referido. La mayoría de ellos no estaban dispuestos a casarse con quienes debían sino con quienes querían. A veces, el querer y el deber coincidían. Era difícil, aunque no imposible.

Hoy no serían asumibles ni aceptables los consejos que el conde de Barcelona daba a su nieto, el actual rey Felipe VI, respecto a su futuro sentimental. Su lectura pone los pelos de punta porque el nieto ha hecho todo lo contrario de lo que su abuelo recomendaba:

Primero: el príncipe no puede ser libre para elegir a su futura esposa porque esta será reina de España. (Esto hoy día resulta antiguo, medieval, cruel e injusto.)

Segundo: su libertad de elección está limitada (quizás en aquella época, ahora es imposible mantener esta norma).

Tercero: el príncipe se casará con quien tenga que casarse. (Más bien no fue así.)

Cuarto: lo hará por encima de cualquier inclinación eventual. (Lo hizo por encima de la voluntad del padre y rey.)

Quinto: no concibo que se pueda poner en peligro o desmoronar todo lo conseguido por una elección eventual (¡Qué poco conocía al nieto!), irreflexiva y contraproducente. (Segundas partes nunca fueron buenas sino peores.)

Sexto: lo siento mucho, pero si no se puede pasar de esta raya, no se pasa y si se le anima a pasarla hacen muy mal. (No solo traspasó la raya sino que llegó a enfrentarse a su padre, el rey: «O lo tomáis o lo dejo todo».)

Séptimo: los españoles, que no creen en la monarquía, son igual de exigentes, más aún, que los monárquicos, con determinadas cuestiones. (Esto se está comprobando hoy entre los republicanos e incluso los monárquicos juancarlistas.)

Octavo: un español siempre encuentra un argumento para justificar un error personal del rey, pero es mucho menos generoso con los tropiezos o el pasado de la consorte. Y la destrozarán en su primer fallo. Lo normal y lógico es que falle porque no está educada ni preparada para ser reina. (Eso se está viendo.)

Don Juan pensaba que el príncipe no era igual que el resto de los jóvenes de su edad. Cierto es que su posición le deparaba muchas ventajas sobre ellos, pero esos privilegios estaban estrictamente sujetos al cumplimiento de una norma y un deber, el más importante: casarse con quien debía, teniendo muy presente que una reina no puede tener pasado.

La falta de interés, entonces, de los herederos y herederas por el matrimonio, desconcertaba y preocupaba a los soberanos de la vieja Europa. Sin embargo, en el momento en que los futuros reyes y reinas arrumbaron, felizmente para la institución, los matrimonios de Estado que atentaban de forma cruel al libre albedrío, para casarse por amor, comenzaron los problemas. Y eso a pesar de aquel celestinesco crucero del Agamenón, organizado por la «celestina» mayor de toda la monarquía, la reina Federica de Grecia, que reunió a príncipes y princesas en edad de casar, para intentar mantener la pureza de la sangre azul y evitar así que se mezclara con la roja vulgar. De aquella excursión marítima, de aquel crucero real, surgió un solo romance: entre María Pía de Saboya y Alejandro de Yugoslavia, que acabó en divorcio.

Cuando reyes, reinas, príncipes, princesas e infantas se casaban por esas razones de Estado a las que nos hemos referido, como no había nada, a nivel sentimental, que les mantuviese casados, nada se rompía, y estos matrimonios duraban hasta que la muerte los separaba. ¡El rey ha muerto, viva el rey! Pero cuando estos reyes, reinas, príncipes, princesas e infantas decidieron casarse por amor, como los pobres, las monarquías dejaron de ser esa institución en la que sus miembros eran educados para no exteriorizar sus sentimientos y casarse mediante pacto de familias.

Que un muchacho o una muchacha se enamore, incluso que una muchacha sufra, son cosas del amor nuestro de cada día. Pero había algo triste y casi trágico en aquellas personas que llevaban sobre sí la representación de su país, como reyes o príncipes o infantas. Para aprobar los matrimonios de las personas normales a lo más que se recurre es a una reunión en la que opinan, y no siempre, los padres, pero sobre todo para repartir los gastos del bodorrio. Sin embargo, cuando se trataba de matrimonios entre familias reales, opinaban, además del rey o de la reina, el primer ministro, el Parlamento, la prensa y todo dios. Se redactaban biografías oficiales que no siempre respondían a la realidad, como la de Jaime de Marichalar o Iñaki Urdangarín, o la de Mette-Marit de Noruega, o la de Philippe Junot en Montecarlo. Y se fijaban fechas para la boda real con toda la pompa y las circunstancias propias de los matrimonios interpares, entre iguales.

Analizando la historia de las protagonistas sufridoras de este libro y de cuyas bodas el autor fue testigo privilegiado, todas ellas salvo excepciones (Car

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