Leer y escribir

V.S. Naipaul

Fragmento

Capítulo 1

1

«No tengo ningún recuerdo. Ese es uno de los grandes defectos de mi intelecto: no paro de darle vueltas a cualquier cosa que me interese, y a fuerza de examinarla desde diferentes puntos de vista mentales, al final veo algo nuevo y altero por completo su aspecto. Extiendo el tubo de la lente y enfoco en todas direcciones, o lo repliego.»

La vida de Henri Brûlard

STENDHAL

Tenía once años, no más, cuando me invadió el deseo de ser escritor, que poco después llegó a ser auténtica ambición. A una edad tan temprana es un tanto insólito, pero no creo que tan raro. Según tengo entendido, hay muchos coleccionistas de libros o de cuadros que empiezan muy jóvenes, y hace poco, en la India, un conocido director de cine, Shyam Benegal, me contó que tenía cinco años cuando decidió ganarse la vida como director de cine.

Sin embargo, en mi caso, la ambición de ser escritor fue durante muchos años una especie de farsa. Me gustó que me regalaran una pluma, un tintero de Waterman y cuadernos rayados (con márgenes), pero no sentía ni deseos ni necesidad de escribir nada, y no escribía nada, ni tan siquiera cartas: no había nadie a quien escribir. En el colegio no se me daban demasiado bien las redacciones en inglés, ni me inventaba historias para contarlas en casa. Y aunque me gustaban los libros como objetos, no es que leyera mucho. Me gustaba una edición barata para niños, con un montón de páginas, de las fábulas de Esopo que me habían regalado; también me gustaba un libro de los cuentos de Andersen que me compré una vez con el dinero que me habían dado por mi cumpleaños. Pero con otros libros —sobre todo los que en el colegio pensaban que tenían que gustarnos—, encontraba dificultades.

En el colegio —en quinto curso— el director, el señor Worm, nos leía un par de veces a la submarino, en la edición de Collins Classics. El quinto curso era la clase para la beca, y tenía mucha importancia para la reputación del colegio. Esa beca, concedida por el gobierno, era para los colegios de secundaria de la isla. Ganarla significaba no pagar la matrícula de la enseñanza secundaria y que te dieran los libros gratis. También obtener cierta fama para uno mismo y para el colegio.

Yo pasé dos años en la clase de preparación para la beca; otros chicos adelantados tuvieron que hacer lo mismo. Durante mi primer año, que se consideraba de prueba, hubo doce becas para toda la isla; al año siguiente, veinte. Doce o veinte, el caso es que el colegio quería llevarse su parte, y nos apretaba las tuercas. Nos sentaban bajo un estrecho tablero blanco en el que el señor Baldwin, uno de los profesores (con el pelo rizado todo brillante y aplastado), había pintado con mano insegura los nombres de los ganadores de los últimos diez años. Y —preocupante honra— nuestra clase era también el despacho del señor Worm. Era un mulato de cierta edad, bajo y corpulento, siempre correcto con sus gafas y su traje y con la mano muy larga cuando se enfadaba: mientras daba azotes respiraba entrecortadamente, como si fuera él quien estuviera recibiendo el castigo. A veces, quizá solo para escapar del ruido del pequeño edificio del colegio, donde puertas y ventanas estaban siempre abiertas y las aulas separadas únicamente por mamparas, nos sacaba al polvoriento patio, a la sombra del samán. Le llevaban su silla, y se sentaba bajo el samán igual que ante su gran mesa en la clase. Nosotros nos colocábamos a su alrededor, de pie, intentando guardar silencio. Él miraba el librito de Collins Classics que, curiosamente, entre sus gruesas manos parecía un libro de oraciones, y nos leía a Julio Verne como si rezara.

Veinte mil leguas de viaje submarino no servía para los exámenes. Era el sistema del señor Worm para iniciar en la lectura a su clase de preparación para la beca. Estaba destinado a darnos una «formación» y al mismo tiempo un respiro de tanto empollar para la beca (supuestamente, Julio Verne era uno de los escritores que tenían que gustarle a los chicos); pero eran las horas de recreo para nosotros, y nos costaba mucho quedarnos sentados o de pie todo el rato. Yo entendía todas y cada una de las palabras que se decían, pero no seguía el hilo. También me pasaba a veces en el cine, pero allí siempre disfrutaba con la idea de estar en el cine. Del Julio Verne del señor Worm no saqué nada en limpio, y aparte del nombre del submarino y de su capitán, no guardo ningún recuerdo de lo que se leyó durante todas aquellas horas.

Sin embargo, ya había empezado a hacerme mi propia idea de lo que significa escribir. Era una idea mía, curiosamente ennoblecedora, sin nada que ver con el colegio ni con nuestro clan familiar hindú. Esa idea de escribir —que me despertaría la ambición de ser escritor— se cimentó en las cositas que me leía mi padre de vez en cuando.

Mi padre era autodidacto, y se hizo periodista por sus propios medios. Leía a su manera. Por entonces tenía treinta y pocos años, y aún estaba aprendiendo. Leía muchos libros a la vez, sin terminar ninguno, y no le interesaban ni el relato ni la trama, sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Eso era lo que le gustaba, y solo disfrutaba de los escritores en pequeños arranques. A veces me llamaba para que le oyera leer tres o cuatro páginas, raramente más, de un escritor que le agradaba especialmente. Leía y explicaba con ardor, y no me costaba trabajo que me gustara lo que le gustaba a él. De esta forma tan curiosa —teniendo en cuenta las circunstancias: la mezcla de razas en el colegio de una colonia, la introversión asiática en casa— empecé a construir mi propia antología de la literatura inglesa.

Estos eran algunos fragmentos de tal antología antes de que cumpliera los doce años: varios parlamentos de Julio César; páginas sueltas de los primeros capítulos de Oliver Twist, Nicholas Nic- kleby y David Copperfield; la leyenda de Perseo de Los héroes, de Charles Kingsley; unas cuantas páginas de El molino junto al Floss; un cuento romántico de amores, fugas y muerte en Malasia de Joseph Conrad; algo de los Cuentos de Shakespeare, de Lamb; relatos de O. Henry y Maupassant; un par de páginas cínicas sobre el Ganges y una fiesta religiosa de Jesting Pilate, de Aldous Huxley; otras cosas del mismo estilo de Hindoo Holiday, de J. R. Ackerley y unas cuantas páginas de Somerset Maugham.

Lo de Lamb y Kingsley debió de resultarme demasiado anticuado y enrevesado, pero por alguna razón —sin duda el entusiasmo de mi padre— fui capaz de simplificar todo lo que oía. En mi cabeza, todos los fragmentos (incluso los de Julio César) adquirían un aire de cuento de hadas, se transformaban en relatos de Andersen, remotos e intemporales, y no me costaba nada jugar mentalmente con ellos.

Pero cuando iba directamente a los libros, no era capaz de llegar más allá de lo que me habían leído. Lo que ya sabía era mágico; lo que inte

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