La Voluntad 4. La patria peronista (1974 - 1976)

Eduardo Anguita
Martín Caparrós

Fragmento

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La Voluntad es un intento de reconstrucción histórica de la militancia política en la Argentina en los años sesenta y setenta. Y, también, la tentativa de ofrecer un panorama general de la cultura y la vida en esos años. La Voluntad es la historia de una cantidad de personas, muy distintas entre sí, que decidieron arriesgar todo lo que tenían para construir una sociedad que consideraban más justa.

Elegimos las historias que la componen para que ofrecieran un cuadro de las corrientes y espacios sociales de la época. La elección siempre se puede discutir; por otro lado, no todos los que contactamos quisieron dar su testimonio. Pero creemos que la veintena de relatos que se cruzan en su trama muestra cómo era la vida cotidiana, los intereses, odios, convicciones, objetivos, miedos y satisfacciones de los que eligieron ese camino.

La Voluntad es el resultado de años de trabajo. Para escribirla, hicimos veinticinco entrevistas de muchas horas cada una y revisamos numerosos archivos. Pero el libro, sin duda, está incompleto. Hay muchas cosas que todavía no se pueden contar en la Argentina contemporánea. O que no se pueden saber, porque sus protagonistas están muertos.

Esas cosas, por supuesto, forman parte importante de este libro. Pero hay mucho que sí se puede contar, aunque hasta ahora muy pocos lo hayan hecho. Todo lo que se relata aquí es, hasta donde sabemos, cierto, y ha sido chequeado cuidadosamente. Solo fueron cambiados unos pocos nombres, en situaciones que no se alteran por eso. El resto es Historia.

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A Felipe Alberti, Luis Venencio, Envar El Kadri,

Nicolás Casullo, Miguel Ramondetti, Elvio Vitali,

Daniel Egea, Alejandro Ferreyra y Horacio González

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UNO

Los panfletos no terminaban con sentencias de muerte, pero igual suponían una amenaza grave. Habían aparecido pegados en los pasillos del ministerio, y acusaban a Nicolás Casullo, a Andrés Zabala, a Carlos Oves, a Carlos Ulanovsky y a varios más de ser «infiltrados en el Movimiento, comunistas camuflados a las órdenes del Kremlin para difundir su venenosa doctrina».

—Bueno, no es grave. Se ve que solo están tratando de amedrentarnos, no hay que darles bola.

—No, claro, no les vamos a hacer el juego…

—Sí, y además no somos los primeros, ni los únicos.

Por el momento era más fácil mirar para otro lado. Semanas antes, El Caudillo, la revista de la Juventud Peronista (JP) de la República Argentina, había publicado un par de artículos contra las actividades del ministerio, contra el «judío bolchevique Ulanovsky y otros semitas infiltrados» en el peronismo. En la última página de El Caudillo solía aparecer una consigna: «El mejor enemigo es el enemigo muerto».

—Pero igual habría que cuidarse un poco, tomar mínimas medidas de seguridad.

—Sí, tenemos que cuidarnos cuando entramos y salimos del ministerio, hay que hacer contraseguimiento, a ver si nos están siguiendo… En realidad sería bueno tratar de salir juntos siempre que podamos.

—Y habría que tener algún fierro en los despachos. Armas cortas, nada, pero que no nos agarren del todo desprevenidos, ¿no?

—Pará, un momentito. Yo la verdad que no entiendo esta idea de venir a trabajar al Ministerio de Educación con un fierro, como si estuviéramos en la sierra. Esto habría que discutirlo más: o estamos haciendo un trabajo público, dentro de un marco de legalidad institucional, o estamos en la guerra. Tenemos que darnos una definición clara sobre esto, no podemos seguir confundiendo la velocidad con el tocino.

—Bueno, tampoco es tan así. Las cosas nunca son blancas o negras, y menos en este lugar y este momento.

—No, pero en este lugar y en este momento parece que hay una inflación de fierros que para qué te cuento.

—Compañera, es lógico. Nos están agrediendo, nos están cagando a tiros. ¿Qué querés que hagamos, que les llevemos flores?

—No, pero a veces da la sensación de que nuestra única respuesta a esas agresiones estuviera en el terreno de lo militar, y ahí ya sabemos que vamos a perder como en la guerra.

—¿Ah, sí?

Las discusiones se hacían arduas. Nicolás aceptaba la necesidad de las armas en ciertas situaciones y, de hecho, tenía una pistola en el cajón de su despacho. Pero estaba preocupado por el rumbo que estaban tomando las cosas. Otros militantes del ministerio se quejaban:

—Yo tengo que ir a los diarios a hacer prensa, a repartir gacetillas y conseguir espacios. Y quieren que vaya enfierrado. ¿Cómo voy a ir a Clarín o a La Nación con un fierro, Nicolás, me querés explicar?

—A mí mi secretaria me vio el fierro en el escritorio. ¿Qué hacemos?

—¿Qué hacemos con quién, con el fierro o con la secretaria?

Lo que más le preocupaba era la sensación, cada vez más difundida entre los montoneros, de que nada era más importante que un militante con un arma. Lo peor era que, muchas veces, se sorprendía pensándolo él también. Pero había frases que escuchaba a menudo y que le ponían los pelos de punta: «La política hoy es cuestión de huevos bien puestos»; «Ese hace solo gremialismo»; «Ese anda bien en la unidad básica, pero dale un arma larga y se derrite»; «Ese jetón es un cuadrazo pero le falta mucho cuerpo a tierra para empezar a opinar». A veces, Nicolás pensaba —y lo discutió con Lía Levit, con Carlos Oves— que una de las raíces del problema residía en que la organización estaba en manos de personas para quienes la militancia combatiente, sus límites y fronteras clandestinas, era casi lo único importante que les había pasado en la vida. Y que, poco a poco, la perspectiva de morir por su proyecto se les hacía más importante, más apetecible, pensaba, que la de vivir para él. Y que esa discusión sobre la vida o la muerte iba a empezar a ser el eje de cualquier discusión política de ahí en más, pensaba: el centro oculto de todas las cosas.

 

Don Manolo tenía una verdulería sobre la costanera de Punta Lara: con eso sacaba para comer y pagarse unos tragos. Ahora el tinto no le caía tan mal como cuando era secretario del sindicato de pintores y militante sindical del Partido Comunista (PC). Además era un refugio. Don Manolo había dejado el partido de Victorio Codovilla en 1965, cuando la crisis de la Unión Soviética (URSS) con China, en la que decidió seguir a Mao. Pero sin abandonar a Stalin, a quien calificaba de decidido y valiente. Y les recordaba a todos que Mao era stalinista. Daniel De Santis lo conoció porque era el suegro de Rubén, un obrero de Propulsora que se había incorporado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). El viejo se había metido de colado en la reunión de célula y olfateó de qué palo eran. Lo primero que le preguntó a Daniel fue si lo conocía a Mario Roberto Santucho. Daniel sabía que esas cosas no se contaban, pero pensó que no se lo podía ocultar a un viejo militante obrero y le dijo que sí, que lo había visto en alguna reunión. Don Manolo bajó la voz:

—Cuando lo vi por televisión en esa conferencia de prensa, ese muchacho me devolvió la vida, pibe.

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