Diario 1926-1935

André Gide

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

La toma de partido

La primera entrada de este volumen corresponde al 12 de junio de 1926. Ha transcurrido casi un año desde la anterior, del 14 de julio de 1925. Entre una y otra fecha, ha tenido lugar el largo viaje de André Gide por el África Ecuatorial Francesa, en compañía de Marc Allégret. Como en otras ocasiones, las notas tomadas durante el viaje no estuvieron destinadas al Diario. Gide iba a reelaborarlas para dar forma, en los meses siguientes a su regreso, a dos libros que obtendrían una importante resonancia: Viaje al Congo (1927) y El regreso del Chad (1928). Los dos libros llevan por subtítulo Cuadernos de ruta, y trazan el recorrido completo de Gide durante su viaje. La notoriedad de ambos libros no se debe tanto a su interés como relato de viaje —con su esperable cortejo de lances personales, descripciones paisajísticas, apuntes de naturista y observaciones etnológicas— como a su estentórea denuncia del sistema colonial francés. Los términos de esta denuncia se le antojan al lector actual decepcionantemente tibios, en la medida en que —como señala Stéphanie Bertrand— quien la realiza comparte aún muchos de los estereotipos de su época, y se revela —a menudo haciendo gala de una irritante candidez— prisionero de un universo de referencias en esencia jerárquico y eurocéntrico, metropolitano. Su impacto, sin embargo, fue tanto mayor en cuanto que nadie esperaba esa denuncia en boca de un escritor que hasta ese momento se había mantenido al margen de los debates políticos, absorto en cuestiones artísticas o de carácter moral, y en sostenida lucha por naturalizar su declarada condición homosexual.

Emprendido a los cincuenta y seis años, después de un arduo esfuerzo de «vaciamiento» personal que se había saldado con la terminación de tres de sus más importantes libros —Corydon, Los falsificadores de moneda y Si la semilla no muere, publicados sucesivamente en el plazo de tres años—, el viaje al África Ecuatorial marca un cambio de rasante en la trayectoria tanto biográfica como intelectual de Gide. De la naturaleza de este cambio ofrece una pista clara una ya célebre anotación de Viaje al Congo correspondiente al 30 de octubre de 1925. Gide acaba de escuchar, estremecido, el relato de la tortura a la que fueron sometidos, en presencia de un jefezuelo local y de un agente de la Compañía Forestal francesa que explota la zona, un buen número de recolectores de caucho que no habían entregado la cantidad de kilos que se les pedía. A este propósito escribe:

«No me basta con decirme, como hacemos a menudo, que los indígenas eran más desgraciados todavía antes de la ocupación de los franceses. Hemos asumido respecto a ellos unas responsabilidades a las que no tenemos el derecho a sustraernos. A partir de este momento, siento en mi interior un lamento inmenso; sé cosas sobre las que no puedo opinar. ¿Qué demonios me ha empujado a ir a África? ¿Qué he venido a buscar en este país? Antes, estaba tranquilo; ahora sé y debo hablar».

La última frase de este pasaje viene a ser la consigna conforme a la cual se había de orientar la actitud pública de Gide durante toda la década siguiente, justamente la que abarca este volumen de su Diario. Serán los años de su inesperada y para muchos cuestionable «toma de partido»; los años en que Gide se reformula a sí mismo como «intelectual comprometido», una etiqueta de la que muchos se apropiaron en aquellos días, dado que el compromiso político, de uno u otro signo, se estimaba poco menos que indisociable de la condición misma de intelectual.

La hora de hablar

«¿Qué demonios me ha empujado a ir a África? ¿Qué he venido a buscar en este país?». El mismo Gide se responde en los siguientes términos al comienzo de Viaje al Congo: «Me lancé a este viaje como Curcio al precipicio. Apenas recuerdo que fui yo quien lo quise así, aunque durante meses mi voluntad me empujó hacia él; más bien me parece que fue algo que se me impuso como una especie de fatalidad ineluctable, como todos los acontecimientos importantes de mi vida. Y casi me olvido de que no es más que un “proyecto de juventud realizado en la madurez”. Apenas tenía veinte años cuando me prometí a mí mismo que haría este viaje al Congo; de eso hace treinta y seis años».

La perspectiva de viajar al Congo se concretó para Gide a partir de haber conocido, a comienzos de los años veinte, a Marcel de Coppet, administrador de las Colonias del Chad. Pero la decisión de emprender el viaje la precipitó un impulso de renovación personal con el que Gide trataba de salir del impasse en que se hallaba sumido tras la terminación de los tres libros mencionados. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía en proyecto ninguna obra. Corydon y Si la semilla no muere suponían un final de trayecto en su prolongado empeño de sincerarse y de afrontar públicamente la cuestión de su homosexualidad, tan decisiva para su construcción personal. El distanciamiento de Madeleine, en 1918, tras el traumático episodio de la quema, por parte de ella, de todas las cartas que él le había escrito, había abierto en el centro más íntimo de su existencia un vacío que nada conseguía colmar, ni siquiera su relación con Marc Allégret, que por otro lado iba haciéndose cada vez más desapegada, conforme éste maduraba. A ello hay que sumar el sentimiento implacable de estar envejeciendo, la experimentación de la decadencia física, del apagamiento gradual de la carne, de los antiguos fervores, del deseo.

Gide viaja a África en busca, sin duda, de nuevos estímulos, de nuevas revelaciones, de nuevas exaltaciones. Con la esperanza, también, de que el viaje comporte algún tipo de cambio, de trastorno incluso, que remueva su situación. No es sólo la búsqueda de exotismo la que lo incita. Él mismo sugiere, como ya se ha visto, que una especie de atracción fatal lo empujaba a ir allí en ese preciso momento de su vida. Antes de viajar, ha leído y releído El corazón de las tinieblas (1899), novela de su querido y admirado amigo Joseph Conrad, que —como no podía ser menos— lo ha predispuesto a observar con cierta aprensión la realidad que se propone contemplar.

Este último dato no es anecdótico. Implica cierto posicionamiento previo que abonaría la receptividad de Gide a según qué aspectos particularmente sórdidos y «tenebrosos» de esa realidad. Tal receptividad, por otro lado, no era nueva, recién adquirida. Pese a lo que sugieren ciertos testimonios de sus contemporáneos, Gide no se había mantenido ciego hasta entonces ni al dolor ni a la pobreza ni a las injusticias de su entorno, como le consta al lector de este Diario. Bastarían para probarlo algunas de las anotaciones correspondientes a los años de la Gran Guerra y a la participación de Gide en el Hogar Franco-Belga (véanse, en el tomo 2 de esta edición, las entradas de los años 1914 a 1916). O, desperdigadas en el mismo Diario, sus relaciones con algunas familias humildes de Cuverville. O, más elocuentes aún, las crónicas de su experiencia como jurado en la audiencia provincial de Rouen, en 1912, donde manifiesta una viva sensibilidad hacia la miseria y la desgracia de las clases menos favorecidas. Ocurre, simplemente, que Gide ha modificado su actitud respecto a lo que ve, y reacciona de

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