La distorsión

Rafael Toriz

Fragmento

Título

EL MACHO Y LA NOCHE

Por el antiguo camino de arrieros que va del puerto hacia Córdoba, uno llega a Paso del Macho, Veracruz, luego de cruzar el puente que atraviesa el arroyo serpentino que le da su nombre al pueblo. Tirando a seco y más bien caliente, las tierras siempre fueron magras, como sus hijos. Con el fuerte levantado en 1837 como única seña particular, el lugar se llama como se llama debido a las carretas que pasaban por el lugar desde tiempos de la Colonia, que, a causa de lo escarpado de la barranca, obligaba a cambiar las mulas por machos, que son el engendro de burro con yegua y nacen estériles y recios para una vida de pesares.

Saliendo por Soledad de Doblado se pasa por Mata de Agua y luego por el Rincón de Barrabás; se sigue otro poco hasta Camarón de Tejeda —donde era costumbre dar de beber a las bestias— y se enfila hacia Mata de Varas, el último lugar antes de llegar a Paso del Macho, donde hace muchísimo tiempo supo rodar, desde el altiplano hasta la costa, el Ferrocarril Imperial Mexicano.

Tierra de toche, conejo y tlacuache, lo que abunda hasta la fecha es la nauyaca, una víbora prieta más ponzoñosa que el coralillo, sigilosa y ojete. El plato que mejor les sale a los pasomachenses son los langostinos al mojo de ajo; los pescan con red a la orilla del Jamapa y los cocinan con diligencia a la manera del Sotavento.

Estas cosas yo las supe de oídas por mi abuela Esperanza Sandoval, que era de aquellos rumbos. Decía que por sus tierras habían andado unos franceses a salto de mata de cuando la Intervención, quesque los zuavos, y que por ese camino anduvo de arriba abajo y de oriente a poniente su padre, o al menos eso le contaron.

Era muy guapo aquel hombre, macizo y más bien ponchado; decían que era medio pariente de los franceses que llegaron a Jicaltepec —desertores que cruzaron Filobobos y acabaron rebautizando al pueblo del Zopilote como San Rafael—, aunque también murmuraban que si andaba por la vida como el Todas Mías era por ser hijo de Tano. No podría yo a bien decirte, porque tenía ya nueve años cuando sentí por primera vez que me llamaba desde un zaguán:

—Tchisss, Chatita, Chatita…

—¡Achis! ¿Quién me habla?

—Chatita, soy yo, tu papá. Vengo muy cansado de andar de noche y por eso vine a hacerte sombra.

Nunca se supo bien a ciertas, pero se daba por descontado que Isidro Sandoval había quebrado a un militar, al parecer en riña, porque el pendejo uniformado se había enterado de que mi apá le tenía atendida a la señora. Por haberlo limpiado con una pistola del ejército —la misma con la que quiso cobrarse la cornamenta el finado—, el hombre que me tocó por padre abandonó a mi madre a su suerte con ésta que te habla de brazos.

Estaba yo bien escuincla y por eso apenas lo vi en la vida. Un par de veces entrando a la cantina que le gustaba, llena de güilas; otras, cuando se aparecía de vez en nunca por la casa, de madrugada y hasta su madre. Casi siempre lo divisaba de lejos, salvo la última noche, aquella en que lo mataron. De ahí sí lo tengo grabado bien claro, porque cuando en sueños se me aparece lo veo montado en su alazán.

Esto que se me olvida y trato de asir ahora lleva un rato dispersándose en la niebla. Era una tarde de lluvia en la ciudad de Orizaba, mientras mi abuela le contaba a una sombra que no distingo, fumando sus Alas azules, la historia de su papá.

Era un hijo de la chingada, malhora y también calavera, que nada más le hizo la grosería a doña Queta, mi madre. Cuentan que era un rufián y debe haber sido cierto, porque así como mató a aquel cristiano, así lo quebraron igual.

Lo que sí recuerdo a las claras es que aquella madrugada yo estaba asustada, porque había soñado que me tumbaban los dientes y desperté llorando. Era cerrada la noche, boca negra de animal. Entonces, hacia la vera de los mangos, entreví su figura, derechita y bien montada, y salí corriendo a recibirlo como otras veces, cuando llegaba tomado. Fue hasta que agarrare la brida cuando me di cuenta de que estaba muerto. Sangre chorreaba por el estribo y cuajaba en el tacón de su botín: sorrajado traía el machetazo en la vena gorda del cogote.

¡Seguro que era canalla! Muerto y todo como andaba, bien guapo se lo veía.

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Título

EL CAZO CON MONEDAS

Ya no podrá saberse nunca, pero es de suponer que a Eloísa Rubio Covarrubias alguna culpa le causara saber que su madre, María de los Ángeles, muriera al momento de parirla.

Le sobrevivieron a la señora su marido, Cesáreo, terrateniente de San Rafael, y sus hijos, Justina y Medardo, gente de otra época, de cuyo santo y seña yo sólo supe por las historias que pesqué de rebote en los dos o tres viajes que hice hace añales a Chapulhuacán Hidalgo.

Eran otras épocas, entiéndelo. La única carretera que pasaba por el pueblo era la México-Laredo y la novedad estaba en no hacer por tierra la ruta que ya hacía el ferrocarril. Entonces del pueblo hasta la Capital se hacían ocho días a caballo, por eso la ruta que hacía el Flecha Roja por tierra fue desde el principio un prodigio de motores. El camión salía de San Pedro en la Ciudad de México, pasaba por Pachuca y Cerritos, en San Luis Potosí, y luego hacia paradas en Actopan, Ixmiquilpan, Tasquillo, Jacala y Jalpan, y así como no queriendo, casi por obligación, pasaba a su vez por Huejutla, Chapulhuacán y Tamazunchale y se seguía derecho hasta Ciudad Victoria.

Eloísa era una niña rica como Justina —Medardo era su medio hermano querido y reconocido pese a ser hijo de criada—, porque Cesáreo, además de las huertas frutales de naranja, caña y café, era dueño de Españita y Francia, tierras vastas ahí donde termina, o comienza según se antoje, la Sierra Madre Oriental.

Aquella región es parte del corazón de la Huasteca, zona mítica que comprende partes de los estados de Veracruz, Querétaro, Hidalgo, San Luis, Tamaulipas y Puebla. Los huastecos hablan una lengua mayense —se dice que unos peninsulares yucatecos llegaron por agua en tiempos muy remotos— y acaso por ello la zona irradia su fulgor par­ticular (fulgor que alcanzó a Edward James y sus Pozas, quien levantó su jardín de piedras hirsutas cerca de ahí, en Xilitla, demostrando que hasta el infierno mexicano alguna vez tuvo su Edén).

Terreno de contagios múltiples

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