La vida de Chéjov

Irène Némirovsky

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Irène Némirovsky y Antón Chéjov: vidas paralelas

MERCEDES MONMANY

Según el certificado del campo de exterminio de Auschwitz, por donde pasarían grandes nombres de la literatura universal como Primo Levi o el Premio Nobel de Literatura Imre Kertész, que lograrían no acabar convertidos en cenizas como sucedió con tantos miles de judíos y resistentes al nazismo allí masacrados, el 19 de agosto de 1942, a las 15 horas y 20 minutos, Irène Némirovsky, una de las más impresionantes y singulares escritoras del siglo XX, sucumbiría a «una gripe». Ése era el cínico lenguaje empleado de forma cotidiana por aquellos criminales. Con toda probabilidad sería a causa de una epidemia de tifus desatada en el campo. Como dirían lacónicamente sus biógrafos Olivier Philipponnat y Patrick Lienhardt en La vie d’Irène Némirovsky, «no habría ningún Chéjov para testimoniar —como así había hecho este autor con el sombrío infierno siberiano de la isla de Sajalín— aquel universo de locura, crueldad, odio y muerte».

Nacida en Kiev el 11 de febrero de 1903, Irène Némirovsky, que tras la huida en 1918 con su familia de la Unión Soviética había comenzado a escribir, poco después de su llegada a Francia, en su nueva lengua de adopción, el francés, la mejor literatura de su tiempo, no dejó de completar diversas obras antes de ser detenida y enviada a Auschwitz. En su refugio obligado de Issy-l’Évêque, en la Borgoña, lejos de las comodidades a las que estaba acostumbrada en París, relee a sus autores preferidos: a Tolstói —su intención es hacer un Guerra y paz de su tiempo, lo que más tarde será, de forma inacabada, su magnífica Suite francesa, recuperada sesenta años después de su fallecimiento—, a Pushkin y a Byron. Acabará de redactar su novela Los bienes de este mundo (que aparecerá póstuma en 1947), también una biografía muy querida por ella dedicada a su admirado Chéjov (La vida de Chéjov), que dejará inédita, y comienza su gran proyecto o saga novelesca, analizando la débacle de 1940, el pavoroso éxodo y los comienzos de la Ocupación.

Siempre conservaría, al menos en su corazón y en sus recuerdos enternecidos, una doble nacionalidad: la rusa y la francesa. O lo que es lo mismo, dominaría a la perfección, hasta sus más mínimos secretos y escondrijos muchas veces vedados a la mayoría, lo que habían sido las mejores y más universales literaturas durante el siglo XIX. Es decir, la rusa y la francesa. Flaubert, Balzac y Maupassant, Tolstói, Dostoievski, Turguénev y sobre todo su queridísimo Chéjov serían ya para siempre parientes presentes, o bien ausentes, pero permanentemente cercanos y familiares, junto a otros muchos, que transportaría sin cesar con ella: en Kiev y luego San Petersburgo, donde creció hasta su huida debido a la revolución hacia Finlandia, y por fin en París, donde se instalaría con su adinerada familia. Esa capital que, como decía Chéjov, convertía «en una aburrida provincia al resto de Europa».

En mayo de 1940, poco antes del inicio de la ofensiva y la llegada de las tropas alemanas, aparecerá un largo fragmento de La vida de Chéjov —de la que ya había redactado dos tercios— en la revista Les Oeuvres Libres. Irène compara al europeo de 1940 con la etapa de Alejandro III, amenazados bien por la cruz gamada o por la hoz y el martillo que no tardarían en venir: «El mal reinaba entonces, al igual que ahora. No había adoptado formas apocalípticas como hoy, pero la violencia, la cobardía y la corrupción estaban a la orden del día. Como en el momento actual, el mundo se dividía en verdugos ciegos y víctimas resignadas, pero todo era mezquino, estrecho, lleno de mediocridad.»

En septiembre, pues, de ese mismo año, Irène finaliza la redacción de La vida de Chéjov. Acaba de establecer un emocionante diálogo con su idolatrado escritor. En ambos casos, dos barbaries, dos totalitarismos devastadores están a las puertas de lo que hasta entonces se había conocido, con todas sus injusticias y la falta de resolución de terribles desigualdades e incesantes descontentos sociales, como civilización. Por un lado, el totalitarismo en curso nazi, y por otro el despotismo fanático de los sóviets, apuntándose ya en el firmamento con mil y una señales inquietantes en los tiempos de Chéjov. Dos espíritus libres, misteriosamente cercanos, de fiera rebeldía ante el sometimiento, de la más irrenunciable independencia tanto a la hora de escribir como a la de tomar partido, se reunirán en este libro fascinante y excepcional, que abre a los dos en canal: a la Rusia del exilio y a la Rusia abandonada, pero jamás olvidada del interior.

En esta obra concisa y sumamente personal que la novelista franco-rusa decide dedicarle a un gigante indiscutible de la época de oro de la literatura de su patria de origen, que sigue encarnando aún hoy la máxima modernidad y revolución en el campo de la escritura, en especial de las formas breves, pesará, al mismo nivel, tanto su admiración por sus aportaciones artísticas como el deslumbramiento por su persona y su vida. Esa tremenda exigencia interior, como una y otra vez nos recuerda Irène, ese deseo profundo de «una vida moral más alta» a la que Chéjov nunca renunciaría, alejándose sin cesar del letargo conformista, del individualismo narcisista, de la indiferencia desalmada y, en general, de la mediocridad ambiental. Némirovsky no dejará de señalar cómo en cada una de las etapas de la existencia de aquel joven provinciano de Taganrog, en el mar de Azov, que había llevado una vida miserable, castigada desde muy pronto por la tuberculosis, había primado siempre el compromiso con los que sufrían, el entendimiento profundo con todo tipo de razas y religiones, su solidaridad con los desheredados de la tierra, ya fueran enfermos sin recursos a los que atendía como médico de forma desinteresada o aquellos presos que vivían y morían olvidados por todos en atroces penales rodeados de la eterna nieve siberiana.

Poco a poco, se podría decir que calladamente, asistimos a la lenta y melancólica enumeración de un buen número de constantes que se repiten en las vidas paralelas de dos personas que no llegaron a conocerse: una había nacido un año antes tan sólo de la desaparición de la otra. Sería en 1904, en el balneario de Badenweiler, en la Selva Negra alemana, adonde había ido junto a su mujer, la actriz Olga Knipper, con el objeto de encontrar algo de reposo para sus extenuados pulmones y su cansado corazón, donde Chéjov pronunciaría sus dos últimas y célebres palabras, Ich sterbe, «me muero», al tiempo que se bebía, hasta la última gota, una copa de champán. Tenía tan sólo cuarenta y cuatro años y ya era el famoso e indiscutido autor de centenares de cuentos, grabados con pasión en la mente de todos los rusos de su tiempo, así como el autor de obras maravillosas que revolucionarían la escena de aquellos días, representadas en un sinfín de teatros nacionales, como era el caso de La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas o El jardín de los

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