Chic

Felisa Pinto

Fragmento

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Preludio

Cuando estaba terminando de escribir este libro, irrumpió la pandemia. Primero llegó el asombro y enseguida el temor. Pero mientras me habituaba a mi vida de intramuros, privilegiada, decidí rechazar terminantemente la palabra encierro para reemplazarla por otra más acorde con mi nueva realidad: resguardo.

También decidí apreciar mis primeras canas, felizmente plateadas en lugar de blancas y opacas. Al primer mechón lo bauticé “Susan Sontag”. Al segundo, más importante, lo llamé “Kenzo”. Y cuando “las nieves del tiempo platearon mi sien”, como dice el tango, hasta invadir poco a poco toda mi cabeza, recordé a Martha Argerich y su peinado inconcluso, sin ordenar, una cascada gris que se agita al saludar después de sus conciertos. Con la llegada de 2021 descubrí que había adoptado el look silver sister, último grito de la moda, según me revelaron las imágenes transmitidas por las revistas más sofisticadas. Recibí mis canas con alivio y alegría, dejándolas fluir naturalmente, eliminando para siempre los odiosos trámites capilares.

Para mantener el cuerpo y la mente saludables, el balcón de mi exiguo departamento fue el sostén que me permitió practicar los ejercicios de respiración y estiramiento derivados del yoga, que me había enseñado en los años cincuenta del siglo XX la otrora bailarina rusa Genya Allan, anclada en Buenos Aires.

Otro privilegio durante las noches de pandemia fue gozar de la mejor música y presenciar directamente, pantalla mediante, las funciones de los teatros de ópera y de conciertos descomunales de toda Europa. Mi cama, con buenos almohadones, se convirtió literalmente en una butaca bien situada en la primera fila de la Ópera Garnier de París, donde disfruté de las voces de Anna Netrebko o de Jonas Kaufmann, entre otros. Todo gracias al canal Allegro.

Como cinéfila voraz, esperé con ansiedad el regreso del programa Filmoteca, dirigido por Fernando Martín Peña, que sigo con fervor en el canal público desde sus primeras emisiones, a altísimas horas de la madrugada. Allí pude revisitar con emoción casi todo el cine argentino, europeo y norteamericano que yo había conocido en mis escapadas clandestinas a las matinés del cine Versalles, a dos cuadras de mi casa de la adolescencia. Gracias a ese rescate riguroso del cine romántico, en especial el de los años cuarenta, que había visto mil veces con inocencia soñadora, pude explicarme o entender, casi ochenta años más tarde, mis emociones de entonces con una mirada igualmente fascinada pero más sabia en el marco de la pandemia.

Mi vida adentro fue rigurosa y obediente a las reglas vigentes. Sin salir jamás a las calles y menos a los salones o lugares públicos, el más esplendoroso espectáculo fueron y son los atardeceres que iluminan las copas de los árboles plantados por Carlos Thays en una de tantas plazas porteñas. De la que se extiende bajo mis ventanas, me maravillan los jacarandás con sus flores azules y los tilos perfumados, amén de la altivez elegante de cuatro palmeras que conservan su dignidad y de dos o tres magnolios que acusan cierta vejez. Cada año dan menos flores, pero las que persisten siguen siendo maravillosas.

Noviembre de 2021

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VIDAS PROPIAS

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Totoral

Tengo delante de mí la primera foto de mi vida: estoy recién salida de la pila bautismal de la Iglesia La Merced, en Córdoba, el 28 de noviembre de 1931. Me lleva en brazos Ramona, y mi madre —pelo corto, vestido talle bajo con dobladillo debajo de la rodilla, zapatos de tacos ligeramente carretel, todo en tono beige— camina a su lado.

Hay una foto de mi madre y mi padre de novios, en los primeros días del veraneo en Totoral. Esta vez mi madre lleva puesta una pollera con tablones, talle bajo y pelo a la garçon. Mi padre, breeches y botas. Mamá era muy friolenta; en las noches de verano en Totoral, no se separaba nunca de un poncho boliviano cuando iba a las guitarreadas al pie del Cerro de la Cruz, y dormía con mantas multicolores que le habían traído de Bolivia y de Tafí del Valle. Usaba como adorno solamente un anillo de plata boliviana que tenía esculpida una flor.

Probablemente, yo fui concebida en pleno carnaval, en un febrero tórrido de Totoral, mientras mi padre estudiaba la versión para piano de Petrushka, de Igor Stravinsky, que había sido estrenada en París en 1910 por los Ballets Russes con coreografía de Michel Fokine, puesta en escena de Serge Diaghilev y vestuario de Léon Bakst. Era tal el entusiasmo de mi padre por la obra que decidió que yo debía llamarme Petrushka. Me llegaba sin saberlo la estética de los ballets rusos, que revolucionó el lenguaje de la moda de la belle époque. Pero mi abuela, Carlota Bouquet de Pinto, se opuso con su absoluto fervor de católica: “Es un nombre ruso y de varón, Pedrito. Felisa es nombre de familia y el 25 de noviembre es el día de Santa Catalina”. Me bautizaron, entonces, Felisa Catalina, muy lejos de los personajes que Bakst había imaginado para Ida Rubinstein.

Mi primer contacto con un diario fue casi literal, y fortuito, apenas quince días después de nacer. Mi madre solía contar, como buena lectora de novelas policiales, que una noche de lluvia de principios de diciembre estaba conmigo y con Dolores Vidal, mi adorada niñera española, en “la casa vieja” de mis abuelos maternos en Totoral cuando de pronto oyeron ruidos afuera. No se atrevieron a salir. A la mañana siguiente descubrieron que mi coche cuna de mimbre blanco, que habían dejado en la galería, había desaparecido junto con la consabida tela engomada que protegía el colchón. Era inadmisible pensar que alguien del lugar lo hubiese robado; en Totoral, todos se conocían. La solución del enigma llegó unos días más tarde, en las páginas del diario La Voz del Interior. “Mate C

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