Solo es vida si es verdad

Isha Escribano

Fragmento

Solo es vida si es verdad

INTRODUCCIÓN

Tu hogar no es donde naciste; el hogar es donde todos tus intentos de escapar cesan.

NAGUIB MAHFOUZ

Después de toda una vida de haber luchado contra “eso” que me pasaba, que resistía con los dientes apretados y que no tenía ni la más mínima idea de qué era; después de tantas salidas y viajes al exterior para vestirme de mujer en la clandestinidad y el anonimato, aunque fuera por un par de días fugaces.

Después de tantas valijas repletas de ropas prohibidas tiradas para siempre con una culpa y un dolor tan poderosos como la misma fuerza con que las arrojaría en algún triste basural a las pocas semanas de haberlas comprado.

Después de tanto tiempo con el secreto entre las lágrimas; a la deriva, en un mundo donde el alma no hacía pie, y huérfana, como los rostros que soñamos que no nacieron ni de padre ni de madre.

Después de revivir la misma historia, con calcados prólogos, desarrollos, desenlaces y epílogos, perjurándome hasta el agotamiento que ese lado impronunciable de mi vida quedaría sepultado para siempre en el olvido. Una y otra vez la noria incansable de la misma escena, los mismos deseos, las mismas vergüenzas, los mismos temores, la misma adrenalina e idénticas promesas, convenciéndome en vano de que final y felizmente algún día lograría “enderezarme” y construir el futuro de publicidad para el cual había sido programada con lujo de detalles: el renombre, la identidad en serie, los grandes aspavientos farisaicos, el diploma altivo, la austeridad atroz del crucifijo sobre el cabezal del lecho nupcial, el ceño mayormente fruncido, la pulcra imagen de la descendencia en el retrato navideño y, obvia decirlo, una virilidad incuestionable, a prueba de todo tipo de sentimentalismos o sensiblerías pueriles, forjada a base de músculo, un sutil desprecio por el otro género posible y rígidas convicciones religiosas. Detalle más detalle menos, esa era la vida de molde que se esperaba de mí y que en parte y contra natura me afané en construir parcialmente y con gran esfuerzo.

Pero, más allá de los severos mandatos del contexto en que crecí, en lo más hondo de mi sangre supe desde siempre que ninguna de esas férreas proyecciones reflejaban ni mi esencia, ni mi género, ni mis pasiones, ni mis puntos de vista, ni mis deseos, ni mis búsquedas, ni mis intereses más profundos. Y en lo más recóndito de mi existencia tenía muy en claro, también, que si bien el futuro no es de hierro, sí lo era el entramado de la matriz en la que fui criada, así como la irreductibilidad de sus barrotes y el altísimo costo que habría de pagar por osar salirme de ella.

Después de tanto tiempo, finalmente, me retrato para despedir una época en la que invertí muchísimo tiempo, recursos y energía en ser alguien “normal”.

Fueron los peores años de mi vida. Por suerte, todo eso ya pasó.

En La muerte de Iván Ilich, del escritor ruso León Tolstói, el personaje central de la novela analiza minuciosamente su pasado en las últimas horas que le quedan, tras lo cual entra en duda sobre si el estilo superficial e insípido que ha vivido fue el correcto y sirvió para algo. “¿Y si toda mi historia fue una equivocación, qué?”, se cuestiona con franqueza, mientras aguarda la ineludible puñalada de la muerte. De pronto, se da cuenta de que su vida entera había sido dominada de sol a sol por la mirada ajena. Su respiración se detiene. Siente la muerte acechándolo y su imagen le evoca la del tigre atento a los movimientos del ciervo para saltar sobre él y despedazarlo por completo.

Agonizante, cavila en que lo que antes le había parecido imposible podría después de todo ser verdad, y lo aflige el hecho de haberse resignado a ser el dueño de sí mismo.

Segundos después se le antoja que apenas ha experimentado sus impulsos vitales, que ha reprimido lo que pudo haber sido lo único verdadero de su vida. Y todo lo demás, falso: sus obligaciones profesionales, más toda la organización de su familia, los intereses sociales y compromisos por los que tanto se ha esforzado.

Ilich hace todo lo que está a su alcance por defenderse y justificarse ante sí mismo hasta que hastiado, derrotado, avergonzado, comprende cuán débiles son cada uno de sus argumentos. Finalmente se resigna ante la evidencia de que ya no hay nada que proteger: es irrebatible el hecho de que con tal de ser parte del sistema no ha vivido ni de cerca como le hubiese gustado ni como debería haberlo hecho.

Al igual que tantas otras gentes que nacen, comen, hacen sus necesidades, contaminan, se aparean y multiplican como autómatas y mueren, sin haberse detenido un instante a preguntarse quiénes son, cuál es el propósito de sus vidas, cómo desean vivirlas o para qué corno están aquí en la Tierra.

Nuestras vidas mucho tienen de música, de sus sonidos: en el instante en que nacen, inmediatamente, comienzan a desaparecer. Al personaje de Tolstói, los cuestionamientos existenciales más básicos y a la vez más profundos le llegan en su lecho de muerte. O acaso antes. Quién sabe. Lo cierto es que solo encuentra el coraje de enfrentarse cara a cara consigo mismo y con la verdad cuando su cuerpo está a punto de ser abandonado para siempre por el alma.

Me guste o no, debo admitir que mis primeros casi cincuenta años están llenos de similitudes con las del personaje de Tolstói. Con la salvedad, no menor, de que en mi caso ya desde los preludios de una atormentada adolescencia, e incluso antes, fui indagando en cuestionamientos sobre la naturaleza de la existencia humana, como quien anda a hurtadillas en medio de una terrorífica acechanza.

¿Para qué nací? ¿Qué es ahora? ¿Siguen existiendo los paisajes, las personas y las cosas cuando me vuelvo hacia otro lado? ¿Cómo saberlo? ¿Quién creó el universo y lo puso “en orden”? ¿Me quieren en mi casa? ¿Qué me hace transpirar tanto las manos y vomitar todo el tiempo? ¿Por qué me pegan? ¿Qué es el amor? ¿Qué estoy buscando? ¿Qué es ese anhelo por “algo más” que me quema en el pecho? Preguntas que ya revoloteaban por mi mente desde la infancia —aunque no necesariamente en esos términos— y a las que me les fui animando gradualmente.

Con el paso de los años, aquel miedo barbitúrico fue cediendo, hasta que un día me sorprendí encarándolo de frente y con honestidad brutal: ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿Soy un auténtico reflejo de mi verdadera identidad o soy, en cambio, una imagen especular de las expectativas ajenas? ¿Por qué me gusta tanto vestirme, y ser, de una forma que no se corresponde con lo que se supone que sea? ¿Por qué me aterra que puedan descubrirme? ¿Qué aspectos de mi personalidad estoy negando? ¿Me gustan los hombres? ¿Por qué me avergüenzan tantas cosas de mí? ¿Cuál es el precio de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos