El profeta de los Andes

Graciela Mochkofsky

Fragmento

El profeta de los Andes

Nota de la autora

Buscaba otra cosa, a comienzos de septiembre de 2003, cuando di en Internet con la carta de un tal Myron Zuber, rabino, cuyo título me llamó la atención: Convirtiendo indios incas en Perú. Contaba la historia de un “indígena” peruano, Segundo Villanueva, “un buen católico” que, conmovido por un pasaje de la Biblia, había renunciado a la fe de su familia y su sociedad para abrazar la religión verdadera: el judaísmo. Tras muchos años de sufrimientos y persecuciones, contaba Zuber, Villanueva había logrado convertirse y emigrar a Israel con cientos de seguidores que lo consideraban un profeta.

El relato del rabino estaba lleno de errores (no hay indios incas” en el Perú, y Segundo no era indígena sino mestizo), exageraciones y, según supe más tarde, completas invenciones, pero apenas terminé de leerlo corrí al teléfono y llamé al número que figuraba al pie junto con una dirección en la calle Blauvelt Road, Monsey, Nueva York, en la que el rabino aceptaba donaciones para la comunidad de Segundo.

Aunque me presenté en inglés, la mujer que atendió del otro lado reconoció enseguida mi acento, y, con voz alegre y en español, me dijo que el rabino Zuber había muerto. Ella era la viuda, Margalit, otrora Margarita en Perú, una de las conversas al judaísmo de las que hablaba la carta. Los demás, incluidos Villanueva y su familia, vivían ahora en Israel; si yo quería, podía darme sus teléfonos.

Así fue que un par de semanas más tarde, el 27 de septiembre de 2003, Año Nuevo Judío de 5764, aterricé en el aeropuerto Ben Gurión con un cargamento de cuatro kilos de yuca que Noemí, hija de Segundo Villanueva, me había pedido. En su jardín de Cisjordania la yuca no daba bien; se aproximaban las fiestas y quería cocinar un plato peruano.

En la colonia me esperaban también las otras dos hijas de Segundo, Raquel y Eva, y la hija de Noemí, Hadassa. Cuando Noemí sacó los largos tubérculos marrones de la bolsa, hubo exclamaciones de alegría; iban a cocinarlos, me dijeron, para la noche posterior a Yom Kipur.

Ya era hora de almorzar. Me cedieron el primer puesto en la línea para lavarnos las manos. Abrí la canilla y lo hice sin más. A mis espaldas, sentí risas contenidas, sorpresa. Tardé un rato en comprender que había malentendido como un asunto de higiene lo que era en realidad un ritual religioso.

“¿No eres religiosa?”, preguntaron.

No, me expliqué. Soy la hija de un argentino judío descendiente de europeos del Este y de una paraguaya católica con abuelos vascos, guaraníes y daneses. Al casarse, mis padres acordaron que sus hijos elegirían su identidad religiosa. Mi padre era ateo; mi madre, observante. Cuando nació mi último hermano, en un parto difícil, mi madre anunció que yo había decidido bautizarme católica junto con el recién nacido. Los dos nos parecemos físicamente a ella; mis otros dos hermanos, parecidos a mi padre, quedaron de su lado, sin religión alguna; tiempo más tarde, uno de ellos también se hizo bautizar. Por decisión de mi madre, fui enviada a un colegio manejado por monjas; mis hermanos, a la escuela pública y secular.

Vivíamos por entonces en Salta, una ciudad andina de la Argentina en la que, como en el Perú de las Villanueva, la población es mayoritariamente mestiza y aún hay vestigios de una estratificada y racista estructura social heredada de la colonia española. En la clase de catecismo, las monjas afirmaron que mi padre no iría al Cielo: solo los bautizados tenían ese derecho. Durante largo tiempo, atormentada por pesadillas en las que mi padre ardía en el infierno, intenté convertirlo al catolicismo. Con los años, sin embargo, renuncié, ya no a convertirlo sino al propio catolicismo. Esa separación de mi padre me dolía, y me perturbaba que mi abuela paterna, al referirse a los judíos, utilizara siempre un “nosotros” que no me incluía. Durante años luché con la necesidad de reconciliar mi educación católica y mi identidad no judía con la presuposición, donde fuera que estuviera, de que con un apellido tan obviamente judío (al menos para un oído argentino) yo debía ser judía.

Las mujeres sonreían, comprensivas; la historia del choque entre el catolicismo y el judaísmo en América Latina era, después de todo, mucho más suya que mía. Yo era de clase media y venía de un país que durante la mayor parte del siglo XX fue hogar de la tercera población judía más numerosa del mundo luego de Israel y Estados Unidos. Las mujeres Villanueva, en cambio, habían sido pobres y mestizas en un país clasista y profundamente católico en el que los judíos eran apenas el 0,01 por ciento de la población. Había sido una larga y difícil batalla llegar a donde estaban. Pero aún ahora, después de todo lo que habían hecho para ser aceptadas como judías, algunos tendían a asumir que no lo eran.

Me mostraron cómo lavarme las manos, volcando el agua de la jarra sobre una mano, luego sobre la otra, y de nuevo sobre la primera. En los años que siguieron, aprendí tanto como pude sobre rituales y sobre la Biblia judía, y tomé lecciones de hebreo para entender el idioma en que hablaban, un español salpicado por palabras y expresiones hebreas. También aprendí sobre los varios credos cristianos que las guiaron antes de encontrar el judaísmo, y sobre la historia religiosa y política peruana, así como las divisiones económicas y de clase que marcaron sus elecciones.

Por la tarde, las mujeres me presentaron a su madre, María Teresa, y me llevaron a pasear por la colonia. En esos primeros días que pasé con ellas, me mantuvieron a distancia de los hombres de la familia. Segundo no estaba en Israel y no lograría verlo hasta 2005. En ese mismo viaje, conocí en Jerusalén a su hijo Josué, quien se convertiría en una fuente central de este libro. Aunque conocí primero a las mujeres, ellas pronto decidieron dar un paso atrás y dejar que los hombres me contaran la historia.

Durante los años siguientes, el relato de Segundo Villanueva me llevaría, una y otra vez, a las montañas y ciudades de Perú, a Colombia, Israel y las colonias judías en Cisjordania. Es una historia que creí entender muchas veces y luego descubrí que lo había hecho mal; que parecía tener un final, pero luego resultó tener otro. Una historia que, casi dos décadas más tarde, todavía me resulta increíble.

El profeta de los Andes

PARTE UNO

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