El Pastor

Sergio Rubín
Francesca Ambrogetti

Fragmento

El Pastor

1. De El Jesuita a El Pastor

“Se dice que es un Papa conservador, pero acaba de tener un gesto revolucionario”, afirmó el cardenal Jorge Bergoglio el 11 de febrero de 2013, apenas unas pocas horas después de que Benedicto XVI sorprendió al mundo con su renuncia —anunciada en latín ante un consistorio de cardenales—, convirtiéndose en el primer Papa en casi ocho siglos en dimitir y generando la extraordinaria circunstancia de la coexistencia de un pontífice emérito y otro en funciones. “Se trata de una decisión muy pensada delante de Dios y muy responsable por parte de un hombre que no quiere equivocarse él o dejar la decisión en manos de otros”, consideró Bergoglio en declaraciones a la agencia de noticias italiana ANSA. Ahora —como cardenal menor de 80 años— debía prepararse para viajar y participar del proceso que desembocaría en la elección del sucesor de Joseph Ratzinger. Sin perder tiempo, sacó pasaje para el 28 de febrero, 17 días después de la histórica renuncia. Pero un laico amigo, enterado de la fecha de partida que había escogido, lo reprendió: “¡Cómo no vas a estar para la despedida del Papa!”. Bergoglio, que era poco afecto a los viajes, y menos aún a estar un lapso prolongado fuera de Buenos Aires, se defendió diciéndole que tenía mucho trabajo. No obstante, comprendió que la amonestación era atinada y que iba a incurrir en una desconsideración hacia un pontífice que había tenido el coraje de protagonizar un enorme gesto de grandeza tras admitir por considerar que ya no contaba con la fuerza para ejercer el papado adecuadamente.

Bergoglio volvió a recorrer a pie las pocas cuadras desde el arzobispado hasta las oficinas de la compañía aérea para cambiar su pasaje. A diferencia de la vez anterior, cuando no tuvo que esperar, en esta ocasión numerosas personas aguardaban ser atendidas. Así que sacó número, se sentó, metió la mano en un bolsillo, tomó el rosario y se puso a rezar. Ya llevaba unos cuarenta minutos de espera cuando llegó el gerente y al verlo lo invitó gentilmente a pasar a su oficina. Enterado de que quería adelantar la partida, se ocupó personalmente del trámite y le dijo: “Tiene suerte, por la nueva fecha le cuesta más barato: 140 dólares menos”. Eso sí, la de regreso la mantenía: era dos días antes del Domingo de Ramos porque quería presidir la celebración del comienzo de la Semana Santa (incluso, sabiendo que volvería cansado, optó por dejar escrita la homilía). Creía que eso era factible porque, por más largo que fuese el cónclave, un Papa no iba a asumir durante la Semana Santa.

En el fondo, Bergoglio no se resignaba a la larga ausencia que implicaba el viaje por los aprestos del proceso electoral, las dos semanas que insumiría el debate de los cardenales en las llamadas congregaciones generales sobre la situación de la Iglesia y el perfil del futuro Papa, el desarrollo del cónclave y, finalmente, la asunción del nuevo pontífice. Cuando aterrizó en Roma, y mientras se cruzaba junto a las cintas transportadoras de equipaje con otros purpurados que también arribaban, como el brasileño Odilo Scherer y el filipino Luis Antonio Tagle, pensaba que muy probablemente el futuro Papa estaba entre el puñado de nombres que mencionaban los periódicos. Acaso entre el italiano Angelo Scola, el propio Scherer… Por otra parte, a diferencia del cónclave anterior —cuando resultó el más votado después de Joseph Ratzinger, según la prensa especializada—, Bergoglio prácticamente no figuraba en los pronósticos que hacían los vaticanistas. Eso sí, se lo mencionaba como un kingmaker, o sea, alguien que podría orientar el voto de unos cuantos cardenales detrás de una candidatura.

Para muchos observadores argentinos su tiempo había pasado. Hacía más de un año que había renunciado como arzobispo de Buenos Aires por llegar a la edad límite de 75 años —desde diciembre tenía 76— y se desempeñaba con mandato prorrogado. En términos futbolísticos se diría que estaba jugando en tiempo de descuento. El día antes de partir se reunió con el nuncio apostólico, monseñor Emil Paul Tscherrig, con quien conversó sobre su eventual sucesor. “Cuando vuelvo comenzamos el sondeo para conformar la terna”, le dijo en alusión a la definición de los candidatos a sucederlo. Consideraba que su reemplazante podría asumir en noviembre y asentarse en el cargo durante el receso de vacaciones en el hemisferio sur. Monseñor Tscherrig le preguntó si tenía algún candidato, a lo que Bergoglio respondió afirmativamente. Pero que no pensaba revelar su nombre por temor a que trascendiera y fuera objeto de un manoseo que a la postre perjudicara la candidatura. El nuncio prometió estricta reserva y Bergoglio soltó prenda. Además, le expuso sus razones para impulsarlo. Tras pedirle que lo estudiara, acordaron retomar el tema a su regreso.

El cardenal Bergoglio, además de pensar en su posible sucesor, también había definido su futura morada. En Navidad había ido a almorzar con los sacerdotes ancianos de Buenos Aires al hogar con que cuentan en el barrio porteño de Flores, donde nació y vivió hasta entrar al seminario. No solo quería estar con ellos en un día tan especial, también deseaba cerciorarse de que el cuarto que había elegido estuviera listo. Como los demás, era modesto, con un escritorio, un armario y una cama de madera con colchón duro —idéntica a la de su dormitorio en el arzobispado— que, ante una consulta, no quiso cambiar por un sommier. Eso sí: había pedido que el color de las paredes fuese blanco. “Es que a mí el blanco me inspira mucho porque puedo proyectar… es como una página vacía”, fue la razón que dio. Pudo comprobar que la habitación estaba tal como quería. Ahora era cuestión de que se resolviera su sucesión para pasar sus últimos años en el barrio de su infancia, de su adolescencia, de su fugaz noviazgo, donde abrazó la pasión futbolística por San Lorenzo y empezó a degustar el tango y la ópera. Y donde descubrió su vocación religiosa luego de una iluminadora confesión en la parroquia de San José de Flores el día de la primavera. Precisamente, proyectaba en esa iglesia —que está a seis cuadras del hogar— ir de lunes a viernes a confesar, y los fines de semana hacerlo en la basílica de Nuestra Señora de Luján —la patrona nacional—, distante unos 65 kilómetros de Buenos Aires, ya que en los confesionarios de ese populoso templo había vivido una de las experiencias más gratas de su vida sacerdotal.

Después vinieron las vacaciones veraniegas de enero, que —como siempre— se tomaría sin salir de Buenos Aires, la sorprendente renuncia de Benedicto XVI y, por consiguiente, el inesperado viaje a Roma. Habitualmente reacio a conceder entrevistas, sabía que si bien la prensa estaría en la capital italiana al acecho de todo participante en el cónclave, en su caso contaba con una ventaja: su rostro era poco y nada conocido, aun para muchos vaticanistas. Además, pensaba que su sobretodo negro largo ocultaría su sotana con los botones púrpura, propio de los cardenales. En fin, creía que pasaría casi inadvertido con

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