La suma de los días

Isabel Allende

Fragmento

do y transformar mi pérdida en acción. No pude salvar a esa niñita, ni a su madre desesperada, ni a las «ayudantes» que acarreaban la montaña piedra a piedra, ni a millones de mujeres como ellas y como aquella, inolvidable, que lloraba en la Quinta Avenida durante un invierno de Nueva York, pero prometí que al menos intentaría aliviar su suerte, como habrías hecho tú, para quien ninguna tarea de compasión era imposible. «Debes ganar mucha plata con tus libros, mamá, para que yo pueda tener un refugio para pobres y tú pagues las cuentas», me decías completamente en serio. El ingreso que había recibido y seguía recibiendo por el libro Paula se hallaba congelado en un banco, aguardando que se me ocurriera cómo emplearlo. En ese momento lo supe. Calculé que si aumentaba el capital con cada libro que escribiese en el futuro, algo de bien podría hacer, sólo una gota de agua en el desierto de las necesidades humanas, pero al menos no me sentiría impotente. «Voy a crear una fundación para ayudar a mujeres y niños», les anuncié a Willie y Tabra esa noche. No imaginaba que esa semilla se convertiría con los años en un árbol, como aquella acacia.

UNA VOZ EN EL PALACIO

El palacio del maharajá, todo de mármol, se alzaba en el jardín del Edén, donde no existía el tiempo, el clima era siempre dulce y el aire olía a gardenias. El agua de las fuentes se escurría por sinuosos canales entre flores, jaulas doradas de pájaros, parasoles de seda blanca, soberbios pavos reales. El palacio pertenecía ahora a una cadena internacional de hoteles que tuvo el buen tino de preservar el encanto original. El maharajá, arruinado pero con la dignidad intacta, ocupaba un ala del edificio, protegido de la curiosidad ajena por un biombo de juncos y trinitarias moradas. En la hora tranquila de la media tarde, solía sentarse en el jardín a tomar té con una niña impúber que no era su bisnieta, sino su quinta esposa, cuidado por dos guardias con uniforme imperial, cimitarras al cinto y turbantes emplumados. En nuestra suite, digna de un rey, no había una pulgada libre para descansar la vista en la profusa decoración. Desde el balcón se apreciaba la totalidad del jardín, separado por un alto muro de los barrios de miseria que fuera se extendían hasta el horizonte. Después de desplazarnos durante semanas por caminos polvorientos, pudimos descansar en ese palacio, donde un ejército de silenciosos empleados se llevaron nuestra ropa para lavarla, nos trajeron té y pasteles de miel en bandejas de plata y nos prepararon baños de espuma. Fue el paraíso. Cenamos deliciosa comida de la India, contra la que Willie ya estaba inmunizado, y caímos a la cama dispuestos a dormir para siempre.

El teléfono sonó a las tres de la madrugada —así lo indicaban los números verdes del reloj de viaje, que brillaban en la oscuridad—

despertándome de un sueño caliente y pesado. Estiré la mano buscando a tientas el aparato, sin dar con él, hasta que tropecé con un interruptor y encendí la lámpara. No supe dónde me hallaba, ni qué eran esos velos transparentes flotando sobre mi cabeza o los demonios alados que amenazaban desde el techo pintado. Sentí las sábanas húmedas, pegadas a la piel, y un olor dulzón que no pude identificar. El teléfono seguía repicando y cada campanillazo aumentaba mi aprensión, porque sólo una desgracia inmensa justificaría la urgencia de llamar a esa hora. «Alguien se murió», dije en voz alta. «Calma, calma», repetí. No podía tratarse de Nico, porque yo ya había perdido a una hija y según la ley de probabilidades eso no se repetiría en mi vida. Tampoco podía ser mi madre, porque es inmortal. Tal vez eran noticias de Jennifer… ¿La habrían encontrado? El sonido me guió al otro extremo de la habitación y descubrí un anticuado teléfono entre dos elefantes de porcelana. Desde el otro lado del mundo me llegó, con una claridad de presagio, la inconfundible voz de Celia. No alcancé a preguntarle qué había pasado.

—Parece que soy bisexual —me anunció con voz trémula. —¿Qué pasa? —preguntó Willie, atontado de sueño.
—Nada. Es Celia. Dice que es bisexual.
—¡Ah! —rezongó mi marido, y siguió durmiendo.

Supongo que me llamó para pedirme socorro, pero no se me ocurrió nada mágico que pudiera ayudarla en ese momento. Rogué a mi nuera que no se diera prisa en tomar medidas desesperadas, ya que casi todos somos más o menos bisexuales, y si había esperado veintinueve años para descubrirlo, bien podía esperar a que nosotros retornásemos a California. Un asunto como ése merecía discutirse en familia. Maldije la distancia, que me impedía ver la expresión de su cara. Le prometí que trataríamos de volver lo antes posible, aunque a las tres de la mañana no era mucho lo que podía hacer para cambiar los pasajes aéreos, gestión que incluso de día era complicada en la India. Se me había espantado el sueño y no regresé a la cama de velos. Tampoco me atreví a despertar a Tabra, quien ocupaba otra habitación del mismo piso.

Salí al balcón a esperar la mañana sentada en un columpio de madera policromada con almohadones de seda color topacio. Una enredadera de jazmín y un árbol de grandes flores blancas despedían aquella fragancia de cortesana que había percibido en la habitación. La noticia de Celia me produjo una rara lucidez, como si pudiese verme y ver a mi familia desde el aire, despegada. «Esta nuera nunca dejará de sorprenderme», murmuré. En su caso, el término «bisexual» podía significar varias cosas, pero ninguna inocua para los míos. Vaya, lo escribí sin pensar: los míos. Así los sentía a todos ellos, míos, de mi propiedad: Willie, mi hijo, mi nuera, mis nietos, mis padres e incluso los hijastros, con quienes vivía de escaramuza en escaramuza, eran míos. Me había costado mucho reunirlos y estaba dispuesta a defender a esa pequeña comunidad contra las incertidumbres del destino y la mala suerte. Celia era una fuerza incontenible de la naturaleza, nadie tenía influencia sobre ella. No me pregunté dos veces de quién se había prendado, la respuesta me pareció obvia. «Ayúdanos, Paula, mira que esto no es broma», te pedí, pero no sé si me oíste.

NADA QUE AGRADECER

El desastre —no se me ocurre otra palabra para definirlo— se desencadenó a finales de noviembre, el día de Acción de Gracias. Cierto, parece irónico, pero uno no escoge las fechas para estas cosas. Willie y yo regresamos a California lo más deprisa que pudimos, pero conseguir vuelos, cambiar los pasajes y atravesar medio planeta nos tomó más de tres días. Aquella noche en que Celia me despertó, alcancé a decirle a Willie de qué se trataba, pero estaba dormido, no me oyó y a la mañana siguiente debí repetírselo. Le dio risa. «Esta Celia es una bala suelta de cañón», me dijo, sin medir las consecuencias que el anuncio de mi nuera tendría para la familia. Tabra debía seguir viaje a Bali, así es que nos despedimos sin muchas explicaciones. Al llegar a San Francisco, Celia estaba esperándonos en el aeropuerto, pero nada dijimos al respecto hasta que nos hallamos a solas; no era una confidencia que ella estuviese dispuesta a hacer frente a Willie.

—Nunca imaginé que me iba a pasar esto, Isabel. Acuérdate de lo que yo pensaba de los gays —me dijo.

—Me acuerdo, Celia, cómo se me iba a olvidar. ¿Ya te acostaste con ella?

—¿Con quién?
—Con Sally, con quién va a ser.
—¿Cómo sabes que es ella?
—Ay, Celia, no hay que verse la suerte entre gitanos. ¿Se acostaron?

—¡Eso no es lo importante! —exclamó con los ojos ardientes. —A mí me parece muy importante, pero puedo estar equivocada… Las calenturas se pasan, Celia, y no vale la pena destruir un matrimonio por eso. Estás

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