UN PIQUE ENTRE LAS TUMBAS
El hombre mira otra vez hacia el portón de salida mientras acepta el atado prometido y el encendedor. Limpia el banco de madera descascarado y se le pegan pedacitos de pintura verde a la yema de los dedos.
—Cuidado con los clavos esos, que están oxidados —me invita a sentarme y se acomoda recién cuando yo elijo un lugar.
—Yo le vi —confirma. Con dos dedos, rasca el plástico, abre el paquete y enciende el primer cigarrillo. El temblor se lo hace difícil—. Por favor no me nombre, no ponga ni la marca que fumo.
Dice que parecía un fantasma.
—Se movía más rápido que la luz mala. En un momento le veías y ahí nomás, desaparecía pues —mira las cruces que forman hileras hacia los esteros.
Dice que se escondía entre los muertos.
—No le podían encontrar. Y eso que ellos eran como seis y todos más grandes. ¿Qué tendría? ¿Once, doce años el gurí? Yo varias veces pensé que le cazaban, pero se les iba. Una lagartija era. Y los otros cogoteaban entre los árboles. Le llamaban. Pero se ve que era callejero él… ¿Cómo le decían? Mono, Moni… ¡Moná! Le buscaban entre las lápidas, se tropezaban con los floreritos y los desparramaban. ¡Después tuve que andar juntando yo! —rezonga y se guarda el atado en el bolsillo de la camisa de trabajo—. Él escondía la cabeza, espiando con sus ojos torcidos, porque tenía uno medio así, como para un lado. Esperaba que los grandotes pasaran de largo y se hacía más flaquito de lo que era. ¡Ojo! Si le agarraban, yo no me iba a meter. ¿Para qué? No, a esos los conozco, sé lo que hacen. Además, no sé cómo explicarle, yo ya estoy grande. El trabajo de funebrero a uno lo va jodiendo por la espalda. Piense que esos son todos jóvenes. La que no era joven era esa mujer que les traía en los remises.
Cierra los ojos.
—¡Muy arreglada venía ella con una guainita! —la imita balanceándose—. Esa guainita era un poco más grande que Moná. Las dos peinadas iguales, la nena y la mujer, con el pelo atado y una colita tirante y bien lisa.
Pega una pitada larga, interminable.
—¿Para qué venían tanto?
—Mire, acá adentro se ven cosas raras. Algunos saben meterse por el fondo y roban placas de bronce, hay gente que viene y saca fotos. Pero lo que hacían estos, nunca. Iban a las tumbas, les ponían globos, cintitas negras y velas, pero no de difuntos: velas de cumpleaños. Algunas decían “felices quince”. Elegían tumbas de chicos que murieron mal, les rezaban y anotaban en un cuadernito. Se sentaban a almorzar entre las cruces. Comían milanesas con ensalada rusa, tomaban gaseosa, ponían un grabador con música.
—¿Dejaban algo?
—Antes de irse, la mujer y la guainita ponían un plato con comida en cada cruz. ¡Puta! —se agarra la cabeza—. Después venían los perros y hacían un chiquero. Eso me jodía, porque acá si está sucio la gente se queja y después me levantan en peso. Yo no sé si es cierto que le traían vino a mi compañero para que abriera las tumbas. Es verdad que él tiene sus vicios, pero de ahí a que les junte clavitos de los cajones, o que les saque huesos o uñas de los difuntos… Eso no lo vi.
Saca el encendedor y prende otro cigarrillo.
—Esa mujer, además de traerlos al gurí y a la guaina en el remís rojo, traía a su hijita que tendría tres años. Yo a mis nietos no los traigo ni loco, y eso que trabajo acá. El cementerio no es para criaturas. ¡Ella los trajo! Fueron a ponerle velas al abuelo de la guainita. Ahí se dieron cuenta de que la mujer se había ido. Los dos se volvieron a buscarla, pero ahí nomás vieron al Porteño Lai, al Porrudo Dany y a los otros. El gurí la secreteó a la guainita, la dejó ahí y se echó un pique entre las tumbas. Le corrieron por todo el cementerio, pero no le encontraron. Moná volvió con la guaina y la habló. ¡Le tranquilizaba! ¡Se hacía el galán! —ríe y le sale una tos pegajosa—. Esperaron un rato y se fueron para la entrada. Ahí se subieron al remís y se fueron. Fue un alivio…
El hombre sigue hablando de su trabajo, de los correntinos, de la belleza de Mercedes, me recomienda una parrilla. Le digo que voy a quedarme para averiguar lo que no sé.
—Tendría que hablar con la guainita.
PRIMERA PARTE
1. MONÁ
[Decime la verdad, gurí]
Olga González terminó de lavar los platos y miró a su sobrino. Lo escuchaba, pero no le entendía. Bajó el volumen de la radio:
—¿Qué te pasa, Moná?
—Me duele mucho la espalda, tía.
—¿Te peleaste con alguien?
Le contestó que no con una voz casi inaudible.
—¿No te habrá pegado tu mamá a vos?
—No, tía, la Norma no me pegó por la espalda.
—Bueno, terminá de una vez ese cocido y vamos de tu abuela.
El nene dio dos sorbos largos y enjuagó la taza. Su tía lo esperaba para cerrar la puerta. Olga no era alta, pero sí corpulenta. Le bastaba endurecer la mirada marrón para que le obedeciera.
Él atravesó el umbral y ella juntó las cadenas, les dio unas vueltas y golpearon contra la chapa, trabó el candado y le dijo a su sobrino que fuera yendo. Después cerró la puerta del alambrado, alcanzó a Mona y le hizo una sonrisa.
Empezaba octubre de 2006 y con él, los calores.
Al llegar a la esquina gambetearon el barrial. El vaho de las aguas servidas impregnaba el aire de esa siesta que fue tranquila para las lauchas. Por una vez, Moná no trató de cazarlas entre los yuyos. Tampoco pateó las latas del basural, ni correteó como si jugara en la canchita de Taragüí.
Olga vio ese día que su sobrino rengueaba y, con cada paso, el dolor le llenaba la cara como si un diablo le mordiera los riñones.
Cada tanto, se cruzaban a un vecino en bicicleta, luego a alguno en moto y, más adelante, autos corcoveando en los serruchos de la calle los bañaban en polvo. Detrás de una de esas nubes resecas, el sol cegó a Moná, que estrujó la cara.
—Tía, me duele la vista.
Olga se paró.
—Decime la verdad, gurí, ¿te pegó tu mamá?
Él negó con la cabeza.
La Norma no era mala, pero a veces se le iba la mano. Moná desaparecía muchas horas de la casa, y cuando volvía le castigaba con una ojota, con un palo. Ella era sola y se ponía nerviosa, hablaba rápido, no se le entendía y al final el nene volvía a escaparse.
Unos días antes, en la fiesta de la Virgen de las Mercedes, la Norma le había contado a Olga que Moná volvió con una lastimadura en la cabeza.
—Me confundieron con mis primos y me pegaron por la calle.
[Yo siempre digo que le cambiaron]
—Antes Moná era un hijo educado, señor —me dice Norma, sentada en un banquito al costado de su casa en el Barrio Matadero. Y no sigue.
Olga, a su lado, llena los silencios de su hermana:
—Si usted le conversaba bien y le explicaba las cosas, hacía caso.
Norma alterna minutos de ausencias con cataratas de palabras que inundan sus dientes desparejos. Pestañea rápido y cuenta cosas terribles como sonriendo, mientras se acomoda un mechón negro sobre la oreja.
—¡Emanuel! —grita, y su hijo de dos años agacha la cabeza. Sigue hablando:
—Moná era inocente, no pensaba que podía haber tanta maldad, señor —mira una pared donde hay una foto recortada. Es de un cumpleaños familiar y en el centro aparece Moná. Tiene el pelo negro, algo largo. Los ojos estrábicos bien grandes y la mirada huyendo hacia los costados de la nariz que parece un poroto. Sus primitos aplauden y usan unos bonetes coloridos que tapan la palabra STRIKE, en letras celestes, de la remera roja y azul de Moná. Él muestra las palmas apuntando hacia el cielo los dedos pulgares, índices y meñiques y, hacia abajo, los anulares y los mayores. Sonríe y domina la escena, frente a las velitas de la torta.
—Yo siempre digo que le cambiaron. No quería comer, se iba, me hacía venir loca el gurí —recuerda Norma, y otra vez calla de golpe.
—Daba mucho trabajo —retoma Olga—. Ella sabía que no iba a poder enderezarle sola, así que se lo llevó a Sarita y a Mirta, las doctoras de la escuela seis. A la rastra le tuvo que llevar.
[Declaraciones de Sara Pretto, fonoaudióloga, y Mirta Robol, psicóloga (14/12/2010):]
“Moná estaba muy excitado, peleaba con la mamá de igual a igual y se echaban cosas en cara. Que él no la ayudaba, que consumía bebidas. No era habitual verlo enfrentar a Norma. Siempre había sido muy vivaracho, con mucha calle, pero nunca le había faltado el respeto. Ese día, el primer jueves de octubre, se notaba que ella no le podía poner límites.
Norma había traído a Moná por primera vez a la escuela especial cuando el nene tendría dos meses. A ella le decíamos ‘Chiqui’ y la vimos crecer, era alumna de la escuela desde que llegó a Mercedes, a los ocho. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Cuando cumplió 31, había alcanzado una maduración equivalente a una chica de seis años y medio.
Moná también tenía un retraso. A los seis años y seis meses, su edad mental le daba cinco años y tres meses. Lo que indicaba un cociente intelectual de un ochenta por ciento. No era un chico para escuela especial, pero necesitaba apoyo en su aprendizaje. De todas formas, si se compara a Moná con Norma, el gurí a los siete años y medio casi tenía la misma edad mental que su mamá iba a desarrollar a los 33”.
[¿No tendrás una novia, vos?]
Norma y Moná salieron de la escuela más tranquilos aquel jueves. Sarita y Mirta le habían explicado al nene que tenía que obedecer a su madre hasta que fuera mayor.
Sin embargo, él había hecho progresos que ellas no conocían.
Una noche, después de la escuela, había pasado vendiendo estampitas por una casa de ventanas altas y una adolescente lo sorprendió con una invitación:
—¿Querés una chocolatada? —le ofreció Flor.
Desde entonces, cada tarde el nene buscaba el timbre, al lado de la chapa de bronce que decía “Laboratorio de Análisis Clínicos”, esperaba a que le abrieran la puerta cancel y cruzaba el zaguán con baldosas a guardas rumbo a la sonrisa de su amiga. Adela, la madre de Flor, recuerda: “Se portaba como un señorito y pronto se convirtió en uno de la familia”.
Apenas lo conoció, Flor notó que Moná estaba atrasado en la escuela. Había pasado por aulas en las que miraba desconcertado cómo los otros nenes observaban las letras en el pizarrón y decían cosas que él no veía. Para él, la O solo era una pelota; la B, una señora embarazada; la A, una casa linda, como las del centro. Las maestras felicitaban a los demás nenes, que, al cabo de un tiempo, dejaban de ser sus compañeros. Al otro año, venían nenes más chicos y todo volvía a empezar.
Una tarde Flor le dijo “Traé tu cuaderno, gurí”. Y Moná empezó a leer y a sumar.
De a poco, esos dibujos empezaban a cobrar otro sentido. Ahora, la O servía para imaginar unos ojos claros, la B para soñar besos y la A para decir “AMOR”.
“OJOS, BESOS, AMOR”. A veces Flor escondía la risa y le preguntaba:
—¿No tendrás una novia, vos?
—Sí, se llama Marianita y es muy buena.
Marianita vivía cerca de la casa de Moná y tenía doce años, uno más que él. Sus ojos grandes lo habían cautivado en el comedor comunitario. Se conocieron más a orillas del arroyo Gómez, donde casi todos los chicos del Barrio Matadero se sacaban el calor en verano. Moná se zambullía en el agua negra, Marianita no. Se sentaba en la orilla y miraba a los demás con altanería. Las otras chicas se lo reclamaban. Que se metiera, le gritaban, que no sea tan delicada. Ella decía que no podía porque era grande. Se lo había dicho Martina, esa mujer que la seguía siempre y le peinaba el pelo azabache igual a ella, con una cola de caballo.
La nena iba a buscar a Moná a su casa, él se escapaba y se iban a la casa de Martina.
Norma me señala un garabato en la pared:
—Ahí escribió “Marianita te amo”: Yo le dije: “Chinito, está lindo”. Debajo de ese cartel dibujó un corazón cruzado por tres espadas.
Olga se acuerda cuando su sobrino decía que iba a estudiar y que Flor le iba a pagar una carrera. Se ríe porque el nene repetía de grado, aunque, ahora que lo piensa, con su amiga había empezado a leer bien.
A veces, Moná traía a la casa de Flor algún perro de la calle, lo ataba a un árbol y le preguntaba a su amiga si lo iba a ayudar a ser “doctor de animales”.
—Lo primero es pasar de grado y ya falta poco —contestaba.
[un auto rojo]
Aquella tarde de octubre, Moná no quiso detenerse ni en el ciber de la Sole ni en el kiosco de la otra cuadra. Olga no le dijo nada, quería llegar cuanto antes y su sobrino también.
Sin embargo, al llegar a una esquina Moná se frenó al ver un auto rojo con vidrios polarizados. Se ocultó detrás de Olga que miró sorprendida. Parecía un remís.
2. PERDIDO
[El dinero no es todo]
Moná despidió a Norma y salió de su casa. Minutos antes de la una, llegó al colegio que estaba a la vuelta, le pagó a una nena una moneda que debía de una rifa y se fue.
Su maestra de tercer grado, Nélida Solana de Cueva, me cuenta que ese viernes no llegó a verlo.
—Era el primero de la fila, un chico repetidor pero muy respetuoso. Había empezado en julio, cuando inauguraron la escuela. Yo ya había citado a Norma y cuando vino, me hablaba a los gritos. Preferí llevarla aparte a conversar y ahí vi que tenía un corte en la garganta. Me dijo que se lo había hecho en un accidente, de chica. Le conté que Moná faltaba mucho y me juró que lo mandaba todos los días. También le dije que una vez el nene estaba cuchicheando con otros chicos y yo los mandé a sentarse. Entonces, él me preguntó si sabía algo de magia negra. Le dije que eso no existía. Él me dijo que sí, que una señora hacía hablar a los muertos. Le contesté que no podía ser, pero insistió y se me alborotó la clase: “¡Cada uno a su lugar y se acabó!”.
De la escuela, Moná fue a la casa de Marianita:
—¿Está su hija?
—Salió, ¿por? —preguntó Zulma, la mamá de la nena, al abrir la puerta.
—Por nada.
El nene saludó y se fue.
Llevaba las cartas que le había mandado a buscar Dany, el hijo mayor de Martina al que él llamaba “porrudo mandón”. Esas cartas hasta hace poco eran para Moná papeles con rayas de birome. Garabatos sin sentido que debía retirar en una casa linda del centro y traerle, ocultos, a Martina. Ahora los garabatos empezaban a decir cosas, como las revistas de Buenos Aires que le mostraba Flor o lo que escribía la maestra en el pizarrón. Ahora se hacían letras y juraban que Marianita iba a irse a la tumba con un secreto.
Moná fue a buscarla a lo de Martina.
Dos vecinas, Antonia y Estela, lo vieron caminando a eso de la una y media con Josecito, el hermano de su amiga. Luego con Facundo, otro hijo de Martina, iban hacia las 147 viviendas del Barrio Arturo Illia. “Hacían ruido y me levanté de la cama”, se quejó Estela.
A otro vecino, Moná le quiso vender una manguera por veinte pesos y después se la ofreció a los que esperaban el ómnibus en la terminal.
Siguió buscando a Marianita y volvió a lo de Martina, pero no había nadie.
Esperó sentado en la vereda hasta que llegaron las dos en el remís rojo. Martina lo hizo entrar y le dijo que llevara unas esquelas al centro. El nene no obedeció, agarró un Liquid Paper que había sobre la mesa y escribió en la puerta: “Marianita y Moná”. La mujer insistió con el mandado, pero él fue a buscar una lapicera y escribió en una hoja con letra despatarrada: “El dinero no es todo en la vida”.
Martina lo cacheteó.
Ya estaba alterada porque le habían reclamado unas cartas perdidas y ahora “el pendejo este” la sacaba de las casillas, quería que se fuera. Moná daba vueltas hasta que pudo darle unos papeles a Marianita a escondidas.
—Guardalos —le dijo—, y cualquier cosa, dale a Norma, que ella sabe.
Se fue caminando con Facundo.
Llevaba una bolsa plástica, sus cuadernos y la manguera. A eso de las seis, llegó al ciber de la Sole, se la ofreció por quince pesos, sin éxito, y se fue a la casa de Flor.
[En Dios y en vos Gauchito Gil]
Moná se colgó del timbre y Flor salió a recibirlo. Lo notó cansado, le preparó una chocolatada y un sándwich y se sentó con él a ver la novela. Después de un rato el nene se animó, sacó una estampita, de esas que les vendía a los patrones que entraban con su familia a la Sociedad Rural o a los menchos que llegaban a la Casa del Pumpi Vallejo a tomarse una caña por cinco pesos y a llevarse una guaina por diez. La mostró la estampita a su amiga, bajó la vista y leyó:
¡Oh! Gauchito Gil
Te pido humildemente
Se cummm... pela por intermedio
Ante Dios, el milagggro que te pido
Y te po... te pro... te prometo que cumpliré
Mi pro... mi promesa y ante Dios
Te haré ver,
Y te... rin... te brindaré mi fiel a... gradecimiento
Y demos... tración de fe
En Dios y en vos Gauchito Gil
Amén
Muchas veces había recitado de memoria esa oración. Ahora podía leerla. Flor lo felicitó, apagó la tele y lo ayudó con la tarea.
Cuando empezó a oscurecer, la chica le dijo que no hiciera nada más, ni en el cuaderno azul ni en el amarillo. Que fuera derechito a su casa porque ya era muy tarde, nada de quedarse en la terminal, ni juntarse con los más grandes. Le guardó en una bolsa plástica del supermercado El Lapacho un rollo de papel higiénico, media docena de huevos y un jabón de tocador. La prima de Flor lo acompañó hasta el supermercado Buen Gusto y allí se separaron.
A las cinco de la tarde Norma notó que Moná no volvía del colegio. Supuso que estaba con un amigo o con su tía e intentó no pensar, pero a eso de las ocho salió a buscarlo. Se cruzó con su amigo, el gurí Ramón Paredes, y le pidió que se quedara con su hijo menor.
Se fue a lo de su hermana.
—Vamos a la comisaría a hacer la denuncia —le aconsejó Olga, pero Norma no quiso y se fue a la terminal y a lo de Martina, dos o tres veces. Nadie la ayudó. Recién en la casa de Flor le dieron el primer rastro: “Salió hace un rato para su casa”.
A la misma hora, al lado de un ómnibus, en la vereda de la Casa del Pumpi Vallejo, la María Luisa esperaba que apareciera algún cliente al que pudiera seducir. No vino ninguno, pero apareció Moná.
—María, ¿le viste a Normita?
—Tu mamá está en tu casa. ¿Qué hacés vos acá? Chau, a tu casa.
El nene insistió y le pidió una moneda, pero la María Luisa lo ignoró y le hizo un gesto para que se vaya. La mujer siguió hablando con sus compañeras y con Piquito Alfonso, uno de los que andaba con el Porrudo Dany. Moná se fue a las boleterías y luego hacia atrás de la terminal, donde están los baños y el patiecito en el que se juntan los más grandes a tomar cerveza.
[atrás de las vías]
Norma llegó a la otra esquina de la terminal media hora después. La vio a la María Luisa y le preguntó por su hijo.
—Anduvo por acá hace un rato y le mandé a tu casa.
Apurada, caminó ocho cuadras por la San Martín enfrentando a los autos que iban al centro a disfrutar de la noche del viernes. Al llegar a la calle El Paraíso, cruzó el boulevard, dobló a la derecha hasta la calle de su casa y comprobó lo que sospechaba. Moná no había vuelto. Sin embargo, en la pared del comedor había un mensaje:
“Mamá bego a las 12”
El gurí Paredes se lo leyó y le contó que lo había encontrado al entrar. Norma se preocupó. Las letras que Moná dibujaba eran muy distintas a las que estaba viendo en la pared.
Volvió a salir y se decidió a ir a la Comisaría Segunda. Los policías no le prestaron atención, pero se quedaron con la foto de Moná.
Norma se volvió a su casa y se durmió a las doce.
A la mañana siguiente cuando salió a buscar a Moná, le golpeó la puerta a la María Luisa.
—¿Viste a Moná? Todavía no apareció.
—¿Por qué no hacés la denuncia?
Norma no volvió a la comisaría, fue a lo de Martina, que le dijo otra vez que no sabía nada. Después a lo de Olga, que le insistió para que fuera a la policía.
Pero no. Volvió a la casa de Martina, tomó coraje y llamó. Nada, decían que no lo habían visto. Volvió a su casa para ver a su hijo menor, que estaba solo, y se le hizo el mediodía cuando fue al ciber de la Sole. Ella le dijo que Moná le había ofrecido una manguera la tarde anterior.
La siesta se le fue en las cuadras con ripio rojo que caminó hasta que la fatiga la venció, en caras que la miraban compasivas o desinteresadas y le decían que no. Al atardecer llegó a lo de Olga. “Moná no aparece”, le dijo y su hermana la llevó a la Comisaría Segunda.
Preguntó si su hijo estaba detenido. Un policía la hizo sentar y escribió, inmutable.
Apenas Norma se fue, el teléfono empezó a sonar.
Una mujer llamó y dijo que había visto a Moná andando en bicicleta por la terminal. No dejó su nombre porque tenía miedo. Un hombre, anónimo, se había cruzado con Moná por la calle Juan Pujol. Meses después, los investigadores pidieron a la empresa Telecom rastrear esas llamadas, pero no recibieron datos.
Además, aparecieron testigos. Un vendedor de la terminal aseguró que el nene llegó en una bicicleta roja, le compró un pancho y le pagó con cuatro monedas de 25 centavos.
Otra versión interesó más a los policías. Un tal Tielo dijo que Moná lo había invitado a fumar en el descampado de atrás de las vías y le había mostrado 150 pesos.
3. UN MUÑECO
[malsueño]
A eso de las ocho de la mañana, Apolinaria Silva tuvo que hacerle frente al domingo. Había dormido bien hasta que los ladridos de un perro la sacaron de la cama. Salió al fondo de su casa y cuando avanzó entre las plantas sintió un ahogo.
Un animal comía algo, tironeaba y daba vueltas a lo loco entre las plantas. Apolinaria dio unos pocos pasos entre las plantas de tártagos, lo espantó aleteando las manos y avanzó indecisa. Recién cuando le tiró una piedra, el perro saltó hacia las vías.
“Ahí, en el baldío, siempre tiraban cosas —cuenta una de sus vecinas—. Antes venían algunas señoras, que por lo menos eran educadas, pedían permiso para cortar hojas de los tártagos y las usaban para curar el malsueño: usted las pone abajo de la almohada y va a ver que duerme mejor. Ahora ya no respetan nada y dejan ofrendas en el tartagal. Una vez tiraron una gallina muerta, otras veces basuras. Ya le había dicho al vecino, a don Ávalos, que ponga una pared o un alambrado. Ni bolilla”.
Esa mañana Apolinaria vio que le habían dejado un muñeco. Le iba a gritar al perro, pero se agachó y vio una cabecita, el calzoncillo sucio y las moscas revoloteando.
Volvió tan rápido que casi se cae en la tierra.
Se metió adentro y despertó a su hija mayor, que le mandó llamar a la policía: “¡Por favor, San Martín y la vía, atrás de la terminal de micros!”, sollozaba. Un perro había encontrado un maniquí en el tartagal.
[un círculo de cabellos]
Apenas llegó, el oficial principal presintió algo peor, dio unos pasos por el baldío y tuvo que apartar la vista.
Cruzó el alambrado, que estaba a unos cuatro metros, encontró unas pisadas y algo que parecía un resbalón en el barro. Ahí nomás, había un yoyó, un reloj de plástico y un pantalón corto.
Caminó por la vía que el tren Urquiza no usaba hacía más de diez años. El pasto había crecido y ese terraplén se había convertido en un refugio de putas y crotos. Su mirada desanduvo el sendero que formaban los rieles desde el norte hasta el lugar donde estaba parado. Miró los durmientes, la zanja y el basural en la otra orilla. Tardó un poco en notar que a pocos centímetros de sus zapatos había un rollo de papel higiénico, un cuaderno azul y otro amarillo, un lápiz negro, un jabón de tocador, una bolsa plástica del supermercado El Lapacho y algunos huevos quebrados. Prestó atención a la bolsa que tenía manchas de sangre. Uno de los durmientes y una piedra, entre el pasto reseco, también estaban salpicados. Pero el cadáver no.
Yacía sobre un colchón de hojas de tártago, encerrado por un círculo de cabellos sueltos que parecía protegerlo de algo, pero sangre no había. Tampoco en la cabeza que los perros habían abandonado a unos centímetros de allí. Una calaverita que miraba al naciente. Puro hueso.
Faltaba más de una hora para el mediodía, cuando el oficial principal informó al comisario Ramón Rojas. Su superior preguntó si estaba seguro de que no era un maniquí. Él tardó en responder. Buscó palabras, quiso describir lo que había visto. “No, señor, seguro”, dijo y Rojas tuvo que abrirse el botón superior de la camisa antes de contestar: “Voy. Usted avise”.
El oficial principal se comunicó con la fiscal Ana Poletti de Requena, a la que le dicen Magela: “Hay que llamar a la policía científica para que se hagan bien las cosas. No toquen nada”, le ordenó. Así que él resguardó el lugar, mientras ella iba con el comisario.
Magela entró al terreno con la cartera al hombro y observó el cuerpo a través de sus lentes gruesos. Apolinaria entró a su casa y solo se asomaba si el oficial principal la requería.
Después llegó el doctor Fernando Perichón, un cirujano forense que examinó el cuerpo sin moverlo y supo que era de una criatura de unos once o doce años. Mientras lo miraba con las rodillas flexionadas, el sol calentó el agua de la zanja que cruzaba el baldío. El vaho lo obligó a retirarse con una mano sobre la nariz.
Se paró y vio a un hombre que cabeceaba desde la avenida para ver qué pasaba en el terreno. Un policía lo echó. Perichón miró un poco más hacia abajo y notó que el cuerpo era de un varón. Lo distrajeron los gritos de dos vecinas que decían ser amigas de Apolinaria y querían pasar por el baldío. Otro policía les impidió entrar.
Cuando se callaron, el doctor caminó entre los tártagos y pensó que lo mejor era esperar a que llegaran los médicos de Capital y revisar la evidencia con ellos. Recién en ese momento iba a compartir su conclusión.
El comisario Rojas, vestido de civil, hablaba con sus hombres y con la fiscal Magela mientras revolvía con un palo largo los restos de huevos y la bolsa del supermercado. La calle Independencia se había llenado de curiosos y algunos ocupaban la vereda de San Martín. Entre ellos apareció una mujer petisa, rellenita y desdentada. Los policías la reconocieron enseguida. Corrieron la voz entre ellos, señalaron, se rieron: “Es una de esas que se venden por diez pesos”.
Norma no los oía. Lloraba, se agarraba la cara, resbalaba en el barro, mostraba la foto de Moná a quien se le cruzara y reclamaba en un dialecto atolondrado.
Quería ver si era Moná el del baldío, pero no la dejaban.
Los policías contenían la risa, trataban de calmarla, se perdían con sus gestos; primero no la entendían, después le mostraron un reloj de plástico negro. No es de Moná, dijo. O sí, antes era de él y ahora no. Ella se lo había regalado a su hijo y a él le gustaba mucho, pero hace como dos meses que se lo había cambiado por un yoyó a Piquito.
—¿A quién? —insistió un policía.
—A Piquito Alfonso, el de la otra cuadra de mi casa —balbuceó Norma.
Después los policías le mostraron el shorcito blanco y el cordón para atarlo a la cintura. Tenía barro, sangre y algo más, de color marrón. Era lo que llevaba puesto Moná el viernes cuando se fue al colegio.
No necesitaba ver nada más.
Les suplicó a los policías que la dejaran entrar al baldío. Le explicaron que no podía, le pidieron que no les escupiera, le ordenaron que no gritara, que no hiciera tanto escándalo. Y como no obedecía la agarraron entre varios y la llevaron a la calle.
La miraban, se reían y cuchicheaban sobre ella, la María Luisa y sus compañeras de la Casa del Pumpi Vallejo. Mientras, la madre de Moná se secaba la cara y miraba llegar más gente. Vinieron periodistas, vino Martina y vino la señora Popi. La prima del gobernador estaba vestida con una ropa que brillaba al lado de la blusa pálida y la pollera descolorida de su amiga Magela.
A eso de las dos, aparecieron hombres con delantales blancos y otros con equipos azules. Eran los peritos, le dijeron a Norma, que venían de Curuzú Cuatiá y de Corrientes. Ella esperó que se pusieran guantes, sacaran bolsas y pincitas, juntaran la ropa, la bolsa, los cuadernos y todo lo que era de Moná. Los miraba sacar fotos, anotar cosas, hacer dibujos y a veces estallaba en gritos y llanto. Todos la miraban y nadie le hablaba. Solo Olga aparecía para consolarla. Con un pañuelo, le secaba la cara, más hinchada y colorada que nunca.
Recién a las cuatro de la tarde subieron el cuerpo a una camioneta de los bomberos que parecía una ambulancia y se lo llevaron.
[A toda aquella persona]
A eso de las seis, el doctor Perichón revisó el cadáver en la morgue del Hospital Las Mercedes y Rafael Vallejos, un forense que iba a llevarse el cuerpo a Corrientes para hacer la autopsia, fue anotando para ganar tiempo:
“Cabeza totalmente separada de un corte preciso en el cuello, arriba de las clavículas, que habían sido perfectamente seccionadas y separadas con elementos con filo y punta. Ausencia completa de sangre