CAPÍTULO 1
El camino de la huida
Las ramas bailan al compás de este vientito de febrero. Pasaron los últimos calores infernales del verano, ahora algunas hojas amarillentas anuncian el otoño, otras caen rendidas, secas, con las ondulaciones de una cortina que va y viene. La ramita insignificante que había plantado directamente en la tierra se convirtió en tronco fuerte con una gran copa que da una sombra preciosa.
Además de ese sauce, tenemos cinco perros, dos gatos, gallinas, un duraznero, un cerezo, un manzano, un limonero, un Ginkgo biloba, un roble americano, un níspero, dos álamos, dos pezuñas de vaca y gajos que hice como me enseñó la abuela María, madre de mi madre. Hace tres años que Amanda se mudó a casa. Vivimos en un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires. Nos conocimos en la fiesta de una amiga. Ella pasó su infancia aquí y cuando terminó la secundaria, como todos los chicos del interior, dejó el pueblo y se fue a estudiar a Buenos Aires. Algunos fines de semana regresaba a visitar familiares y amigos. Entre idas y vueltas nos pusimos de novias. En marzo de 2020, cuando el mundo se paralizó, pasamos la cuarentena mirando series, cocinando pan de masa madre, revolviendo dulces caseros. Como el frío es insoportable, tiramos el colchón cerca de la salamandra que está en el living. Armamos una huerta con cultivos de invierno: rabanitos, acelga, puerro, habas, rúcula. En la pandemia nos enamoramos y planeamos una vida juntas.
Para que los pollitos pierdan el miedo pongo en práctica un consejo de la Negra, mi madraza en este bendito pueblo: primero tengo que lograr la confianza de la gallina madre. Inventé un ejercicio, cuando termino de almorzar me siento dentro del gallinero con un libro de literatura y estudio el comportamiento de las aves. Les tiro maíz y semillas, y disfruto de La maestra rural, de Luciano Lamberti. Con el correr de los días los pollitos se acercan y mi presencia ya no los inquieta. Mientras los observo, escuchó a un veterinario de una granja avícola que explica en YouTube el fenómeno de las gallinas transgénero. “Entonces, ¿cómo sucede la transformación de una gallina en gallo?”, pregunta eufórico. “Las gallinas solo desarrollan completamente el ovario izquierdo, mientras que el derecho se mantiene en una condición reprimida donde no es ni un ovario ni un testículo. Ciertas afecciones médicas como un quiste ovárico, un tumor o una glándula suprarrenal enferma pueden provocar la regresión del ovario izquierdo de un pollo. En ausencia de un ovario izquierdo funcional, el ovotestículo primitivo ‘durmiente’ puede comenzar a crecer y convertirse en un testículo. Comenzará a producir hormonas masculinas y la gallina adoptará características masculinas”.
Almodóvar está aprendiendo a cantar, parece un adolescente cambiando la voz. Los rayos del sol le rebotan en las plumas tornasoladas que brillan como gemas de zircón. Cuando Le Coq Moulin canta, Almodóvar imita a su padre, un pequeño gallo pigmeo, desde el gallinero, en el fondo de casa. Es un cuadrado de tres por tres. En esos nueve metros de superficie Teresa, una Rhode Island, les enseña a sus seis pollitos a comer maíz y a escarbar el pasto en busca de lombrices, isocas, bichos bolitas o miniaturas imperceptibles.
Desde que tengo gallinas me obsesioné con sus comportamientos: miro videos, estudio artículos y hablo con vecinos expertos. Sauce es un pueblo de seis manzanas por seis, las calles son de tierra y cuando llueve se vuelven intransitables: la felicidad de los horneros, que cargan su pico de barro para construir el nido. Viven mil personas, la misma cantidad de gente que habita en un edificio de una gran ciudad.
Cuando Ortigoza cruza la puerta de casa sé que son las doce y cinco. Lo veo por la ventana de la cocina, da zancadas cortas y rápidas, sus movimientos son compactos. Sabe que estoy preparando el almuerzo, se anticipa y levanta la mano para saludarme. A las doce y media don Echegoyen sale del taller mecánico de Patricio. Se juntan a tomar mates y a chusmear las novedades del pueblo: aquel ganó la lotería, el otro abrirá un almacén, se murió el Viejo, al Loco lo echaron del peladero de pollos. Patricio es mi vecino y uno de los pocos que dejo entrar a casa, para no estar en los radares del qué dirán en un lugar tan pequeño es imprescindible cuidar con recelo la intimidad. Erudito: arma y desarma motores de autos, motos, tractores. Está construyendo una avioneta ultraliviana. Cada tanto viene a comer o a tomar un café, las sobremesas son larguísimas, cuenta sus inventos, las historias de Sauce, sus viajes en moto por Latinoamérica y todo lo que le gustaría hacer, pero no tiene tiempo. A pesar de la confianza y el cariño que nos tenemos, no me animo a contarle que estoy escribiendo un libro y mucho menos de qué se trata. El secreto lo saben Amanda y un puñado de amigos íntimos.
En 2015, cuando vivir en Buenos Aires se tornó insoportable empecé a buscar pueblos con pocos habitantes. Por ese entonces era productora periodística de casos policiales en un canal de noticias importante de la televisión argentina. Cubría desde un cuádruple crimen hasta el robo de un caniche toy o el caso de una familia asesinada en Moreno —los matadores ejecutaron a balazos de Glok 40 primero a los padres, después a sus dos hijos—. Todos los días enfrentaba lo peor de la humanidad.
Alquilaba un chalet precioso en Floresta, pero la rutina era espantosa: a las cinco y media de la mañana apagaba de un manotazo el despertador, me despabilaba con una ducha y antes de irme sacaba a Amaicha, una mezcla de cocker y border collie. En tres vueltas manzana tomaba un café con leche lavado y planificaba la huida. De lunes a viernes cumplía siete horas y, para estar en contacto con un poco de naturaleza, pasaba las tardes con Amaicha en parque Avellaneda, ese paraíso verde de treinta hectáreas de árboles añosos, pájaros y pasto. De casa a Palermo tardaba cuarenta y tres minutos de bocinazos y de una muchedumbre que avanzaba sin ganas hacia la oficina. Detenida en un paso a nivel (a esa hora cruzaban dos trenes, uno de ida y otro de vuelta), pensaba otras vidas posibles: imaginaba a mi perro corriendo entre maizales en el medio del campo. Mi función en el canal era buscar notas, los teléfonos de los familiares de alguna víctima y armar informes especiales. En una reunión de producción vimos una noticia que nos llamó la atención. Una de las campañas del Estado nacional para concientizar a los fumadores era poner una imagen real de los efectos que causaba el cigarrillo en la salud. El titular de un diario de Córdoba anunciaba: “Exigen quitar una foto de las etiquetas de cigarrillos porque creen que es un familiar”. El primer párrafo era aterrador: “Mi mamá miró la etiqueta y me dijo: ‘Así terminó tu padre’. Después volvió a mirarla y dijo: ‘Este es tu padre’. Desde el primer minuto no nos quedó ninguna duda que el de la foto es mi padre”. Yo fumaba un atado como mínimo. Podía ser la próxima víctima de fibrosis pulmonar y mi imagen agónica decoraría una marquilla de cigarrillos. Abandoné la reunión y fui al baño a lavarme la cara. Asustada frente al espejo observé las ojeras y el gesto adusto de mi entrecejo, las marcas del cansancio. Estaba envejeciendo, el resultado de diez años de frenesí porteño.
Entonces comencé la búsqueda de pueblos que quedaran a dos o tres horas de Capital y de La Plata. No quería perder la cercanía con mis amigos ni con mi familia. Le conté a uno de mis jefes el deseo de irme.
—Sauce es el lugar perfecto.
Le hice caso y el domingo siguiente preparé el mate y salimos temprano. Amaicha se acomodó en el asiento del acompañante. Por esa época aún funcionaba el estéreo de mi auto, las dos horas que duró el viaje sonó un compilado de Cerati. Sauce queda a ciento veintiocho kilómetros de Buenos Aires, la entrada es una belleza de pinos y campo. En un cuaderno anoté los terrenos que tenían cartel de venta. Dos semanas después de la primera visita, ya había señado un lote de diez metros de frente por cuarenta de fondo. Mi paraíso.
Mamá me prestó el dinero para construir la casa que proyectamos con Graciana, mi prima arquitecta, según los planos minimalistas de Mies van der Rohe, de líneas rectas y ventanas. Por intermedio de una amiga, supe que un periodista se había mudado con su novia a Sauce, le mandé un mensaje de texto y al sábado siguiente lo fui a visitar. La casa de Francisco y Delfina se convirtió en el refugio de mis visitas al pueblo los seis meses que duró la obra. Cuando los albañiles terminaron de construir pedí unos meses de licencia sin goce de sueldo: iría a probar suerte al campo. Los muebles viajaron en un camión. Yo cargué en el auto lo que entraba y a los vecinos les regalé todo lo que no usaría en mi nueva vida. Amaicha se acostó entre ropa; cajas con libros, platos, tazas, y la casa grande de los Pinypon que mis padres me regalaron para el cumpleaños de diez.
Esa mansión en miniatura de plástico rosa chicle y tonos pastel acompañó las once mudanzas que tuve en mi vida. Antes de irme de Buenos Aires, compré un rastrillo de fierro naranja y Walden/Del deber a la desobediencia civil, de Henry David Thoreau: el diario informal de un hombre que se refugia en la naturaleza.
Avancé por Acceso Norte cantando Charly García. Cuando llegué no me esperaba nadie. Bajé las cosas del auto y le toqué la puerta al vecino.
—Tengo un regalo para Julieta.
La nena salió a la vereda. Le entregué los Pinypon.
—Cuidalos vos —le pedí.
El silencio de la primera noche no me dejó dormir. Desperté temprano porque quería limpiar el terreno. Por impericia apoyé el palo de madera contra los mosaicos del living y presioné el cabezal de fierro para que entrara en el agujero. El palo se zafó y las garras del rastrillo se me clavaron en el tabique, a dos centímetros del ojo derecho. El golpe seco como una piña me dobló. Amaicha pasó la lengua a la primera gota de sangre que estalló sobre la cerámica. Corrí a verme al espejo, un tajo profundo en forma de siete. Tapé la herida con un trapo para detener la hemorragia. Caminé una cuadra hasta la salita de primeros auxilios: parece una cabaña sureña, provista de medicamentos y aparatos necesarios para resolver una urgencia. Recibí tres puntos, la primera cicatriz del campo.
Me llegan comentarios disparatados, elucubraciones y apodos que tejen una leyenda a mi a