Una buena ventura

Fernando Montaño

Fragmento

PRIMERA POSICIÓN

Era el día más feliz de mi vida. Llevaba dos meses en Londres, en The Royal Ballet, y ese 23 de febrero del 2006 iba a bailar por primera vez en el mítico teatro de Covent Garden. La fecha jamás se me olvidará. Desperté temprano, hacía frío como es costumbre a finales de invierno.

Vivía en un pequeño ático con mi amiga Venus, quien también logró entrar a The Royal Ballet. Nuestra casa quedaba en el exclusivo y bohemio sector de Soho, en Beak Street 43, era un lugar hermoso, pero a la vez muy costoso. En la entrada tenía una placa que indicaba que el pintor italiano Canaletto había vivido allí.

Me levanté con todos los músculos adoloridos, como si me hubieran dado garrotazos. Por esos días dormía en el suelo de madera sobre unas toallas y ropa que había puesto para amortiguar el fuerte piso, ya que apenas estábamos amoblando el ático. Cedí mi lugar en la cama que compartía con Venus a mi amiga Carolyn, de origen canadiense, a quien conocí en Cuba y estaba por esos días en Londres para asistir a una audición en el Royal. Estiré. Me vestí. Empaqué las zapatillas en mi maleta y salí temprano, sin desayunar. Llevaba encima tres camisas, dos sacos y mi abrigo negro de Zara. Mi cachucha de cuero negra me protegía la cabeza. El clima era helado. Caminé rápido y llegué al teatro con doce minutos de anticipación. Ya no iba a estar más tras los telones viéndolos a todos bailar, imaginándome en el escenario. Estaba ansioso, pero lo disimulaba bien.

El ensayo comenzaba a las 10:30 a.m. Me cambié en silencio. Casi no hablaba con nadie, no sabía inglés y mis compañeros me miraban extraño. Esa mañana ensayamos Romeo y Julieta, la obra maestra de William Shakespeare, en la versión coreográfica de Sir Kenneth McMillan, que estrenaríamos semanas después. En la compañía, después de cada opening night, se ensaya siempre el próximo ballet.

En ese momento me empezaron a pasar cosas extrañas. Recuerdo como nunca el ensayo de la escena de la muerte de Teobaldo. Su madre, Lady Capuleto, tenía que bajar por unas escaleras prominentes en la mitad del escenario mientras de fondo sonaba la fúnebre música de Prokofiev. El sonido de las trompetas y los platillos estremeció el auditorio y tuve una sensación de dolor en mi pecho. Las lágrimas empezaron a bajar por mi rostro cuando Lady Capuleto inició su descenso y empezó a empujar a la gente para lograr abrazar a Teobaldo muerto, tendido en medio del escenario. Lloraba en silencio viendo la escena, mientras Lady Capuleto daba golpes en el piso, a lado y lado, con sus puños cerrados pidiéndole ayuda a la gente que la miraba indiferente en ese momento de dolor.

Fue una sensación muy extraña: la música y la muerte. Ya habíamos ensayado esa escena, pero ese día pasó algo y me removió todo. Pensé que estaba muy sensible, que me sentía nervioso porque esa noche era mi primera vez en El Ballet Real. Mi sueño de niño de bailar en un gran teatro… tal vez, los nervios se apoderaron de mí. Respiré hondo para contenerme y me convencí de que debía calmarme.

Pero seguían pasando cosas inexplicables. Mi amiga Venus salió corriendo sin hablarme después del ensayo. Era inusual esa reacción, pues como buena cubana, es alegre. Me preguntaba qué le pasaría, si estaría bien. Intenté averiguarlo, pero no la volví a ver. Almorcé con los empleados del teatro, me sentía más a gusto con los que trabajaban en utilería que con los demás bailarines. Esas primeras semanas en Londres no fueron fáciles, era tan distinto a todos los lugares a los que había llegado. Londres no tenía nada de Buenaventura, de Cali, de La Habana, de Italia. No tenía nada de mí.

La tarde pasó lenta y me pareció que corrieron meses para que llegara la hora de prepararnos para el show que comenzaba a las 7:30 p.m. Era El Pájaro de Fuego. Ese ballet ruso me encantaba porque desde chico me gustaban las historias de príncipes y doncellas. Mi papel era de Kikimora, un personaje grotesco, con una máscara de monstruo, que representaba a un espíritu maligno que hacía movimientos fuertes. No era un papel principal porque estaba apenas en el cuerpo de baile, pero lo preparé como si fuera a ser el príncipe Iván. Era mi día. Había ensayado miles de horas desde niño para ese momento.

A las 6:45 p.m. empecé a prepararme para el espectáculo y me encontré con Vito, Vito Mazzeo, un bailarín italiano, uno de los pocos amigos que tenía en la compañía.

—¿Estás bien, Fernando? —me dijo. Tal vez mi rostro reflejaba algo que no podía ver.

—Sí, estoy bien. ¿Has visto a Venus? Está un poco extraña —le pregunté.

—No te preocupes, ella está bien —me respondió.

Seguí la rutina. Mientras me ponía el vestuario y las zapatillas cayó sobre mí una lluvia de recuerdos. La brisa marina, el faro, el tren, el olor de arroz con coco de mi madre, los partidos de fútbol descalzo. Mi familia. Mi mamá diciéndome que no mirara atrás. Las filas en las paradas de buses en Cuba y el pan de la bodega, la soledad, mi abuela cosiendo mis trajes de ballet. Toda mi vida se me vino en fragmentos mientras me vestía y estiraba mis músculos. Venus también se alistaba cerca y no me hablaba.

Cuando estaba listo y comenzaron los anuncios para la función, alcancé a ver por entre los telones las graderías del teatro. Todas las entradas estaban vendidas, como siempre, con meses de anticipación. Los palcos, colmados. Todo brillaba. El rojo y el dorado del escenario resplandecían con las luces como un cofre mágico del que salían destellos de diamantes y rubíes que lucían las mujeres del público. No lo podía creer, así lo había imaginado.

Sonó la música de la orquesta que estaba en el foso y el espectáculo empezó. Cuando el show comienza me olvido de todo, salgo al escenario y sigo la música. Tengo grabado cada movimiento de mis músculos, cada paso. Traté de mirar a Venus para ver cómo estaba bailando, por si notaba algún gesto en ella que me mostrara que algo no estaba bien, pero la vi muy tranquila. La función terminó sin sobresaltos.

Lo hice bien, no me equivoqué en ningún movimiento. Respiré. Volví a la realidad, volví a nacer. Como siempre, sudaba a chorros. Era el primer colombiano, además negro, en bailar en el Royal. Le agradecí a Dios, a mi madre, a mi familia. Nos retiramos del escenario y cayeron los aplausos desde todos los rincones del teatro.

Para mis compañeros se trataba de una presentación más, pero para mí era especial. Estaba feliz, sentía que lo había hecho muy bien, que había bailado espectacular, que lo había dado todo. Cuando iba camino a mi camerino, en los corredores del teatro, apareció Carlos Acosta, el gran bailarín cubano que me ayudó a conseguir la audición y quien estaba tras bambalinas esperando el final del espectáculo. Me dijo con su voz gruesa y su acento isleño que lo acompañara a la oficina de la directora de la compañía, que tenían que hablar conmigo. Él estaba con su amigo cubano Ruswel, quien nos acompañó.

Lo primero que se me vino a la

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