Los platos rotos

Diego Cabot
Francisco Olivera

Fragmento

INTRODUCCIÓN

—Déjenme dormir esta noche con él.

Era el más íntimo de los velorios. La presidenta había pasado ya varios minutos en soledad al lado del cuerpo de su marido, Néstor Kirchner, pero necesitaba un buen tiempo más para despedirse. En la planta baja, alrededor de esa escalera de caracol que conducía al cuarto de ambos, varios colaboradores, todavía en estado de shock, daban vueltas sin sentido, entre la confusión y cierto temor a incomodar a la jefa de Estado. Era el 27 de octubre de 2010. El santacruceño acababa de morir de un paro cardiorrespiratorio, y la escena final, desgarradora, permitía además desmentir varios mitos: más que la sociedad política de la que siempre se había hablado, Néstor y Cristina Kirchner eran un matrimonio que se profesaba afecto, admiración e incluso dependencia psicológica.

Cuando se desplomó sobre una mesa de luz —el golpe le provocó una herida profunda en el rostro— Kirchner estaba con el atuendo con que solía dormir: camisa, calzoncillos, medias. En un esfuerzo desesperado, su mujer lo había subido a la cama. Fue entonces trasladado de urgencia, en ambulancia, hasta el hospital de El Calafate, donde se le aplicaron ejercicios de reanimación. “No me podés hacer esto, no me dejes”, decía Cristina, aferrada a sus pies.

Pasados tres cuartos de hora, ella misma le preguntó a Luis Buonomo, titular de la Unidad Médica Presidencial, cuánto tiempo era aconsejable un proceso semejante sin dejar secuelas serias.

—Cinco minutos —contestó el médico.

La presidenta se convenció de que ya no había nada que hacer.

—Déjenme sola con él —ordenó.

Salieron todos. Antes de irse, uno de los médicos tapó con una sábana el rostro de Néstor Kirchner y recibió de ella un reto memorable.

Mientras tanto, Oscar Parrilli, secretario general de la Presidencia, recibía de los secretarios presidenciales la orden de ir preparando los aviones para el velorio y el entierro. Llevaron el cuerpo a la casa del matrimonio y, en la intimidad del cuarto, sobrevino aquella frase del comienzo:

—Déjenme dormir esta noche con él.

Algunos kirchneristas, como Aníbal Fernández y Julio de Vido, empezaron a llegar y poblaron la planta baja. También estaban Parrilli y Héctor Icazuriaga, jefe de la Secretaría de Inteligencia. Recompuesta y con la situación ya asumida, la presidenta se dirigió por fin a María Angélica Bustos, su fiel ama de llaves.

—Cuca, ponele la mejor ropa que tenga.

Bustos vistió el cuerpo. No fue fácil bajarlo, entre varios, por la escalera de caracol. Tampoco meterlo en el cajón: se había subestimado la estatura del ex presidente. Entonces, intervino Parrilli.

—Sáquenle los zapatos.

Y así lo llevaron. Los funcionarios se iban notificando el uno al otro. Muy temprano, Javier Grosman, director ejecutivo de la Unidad Bicentenario, le había oído la noticia a un periodista del diario Perfil que cubría en Río Gallegos el desarrollo del Censo Nacional 2010, previsto para ese día. Cuando llamó a Juan Manuel Abal Medina para constatarlo, solo recibió por respuesta un llanto del otro lado de la línea.

—Ya está, no te preocupes, Juan Manuel. Entendí.

El rol de Grosman, un productor profesional al que el kirchnerismo le debe éxitos comunicacionales como Tecnópolis o los festejos por el bicentenario de la patria, es aquí relevante porque fue él quien se encargó de la organización del velorio, que se pensó inicialmente en el Congreso y se concretó en la Casa Rosada ante una multitud que hizo cuadras de fila para despedir a Kirchner.

Ya en el avión hacia Buenos Aires, la jefa de Estado, que custodiaba el cajón junto con su hijo, Máximo, le avisó por teléfono a Florencia, la otra hija del matrimonio, que volviera inmediatamente desde Estados Unidos.

—Papá no está bien —atenuó.

En realidad, la salud de Kirchner ya había dado varios avisos. En septiembre de 2007, durante una visita a Nueva York para la Asamblea de las Naciones Unidas, el entonces jefe del Estado tuvo un episodio que asustó a su mujer y al resto de la comitiva: se quedó inmóvil por unos instantes en la habitación del hotel, sin reaccionar, pese a los intentos de quienes lo acompañaban. Desesperada, Cristina pidió ayuda a los gritos y, con notable manejo de la situación, uno de los secretarios privados empezó a darle al presidente golpes en el pecho hasta hacerlo volver en sí. Cuando se despertó, confundido, Kirchner fustigó a su auxiliar:

—¿Qué hacés, boludo? Soltame, ¿no ves que estoy en bolas?

El incidente lo obligó a perder un día y a cancelar reuniones de aquella visita de Estado para hacerse estudios médicos. Allí, los especialistas le dieron la primera gran advertencia: tenía que cuidar su salud.

No se cuidó en la medida en que lo requería la gravedad del problema. En adelante, ya en la Argentina, Buonomo fue testigo de al menos otros dos sustos similares, que socorrió en secreto mediante la aplicación de una medicación. A Kirchner solía dormírsele el brazo izquierdo, pero había decidido privar a Cristina de estas preocupaciones, de las que solo era testigo Juan Francisco “Tatú” Alarcón, uno de sus secretarios privados.

Un día, Alarcón deslizó entre sus íntimos esa duda gravitante para su trabajo: ¿tenía la obligación de transmitirle todo esto a la familia presidencial? ¿Qué hacer? Después de consultarlo, puso al tanto a Cristina, que enseguida le reprochó a su marido habérselo ocultado. Kirchner estalló de ira contra Alarcón, quien esta vez recibió el inesperado respaldo de “la Doctora”, como le siguen diciendo a la presidenta en ese núcleo.

—Ellos te cuidan, como vos querés que mis secretarios me cuiden a mí —lo reprendió ella.

Vistos en el tiempo, estos anticipos deberían ahora quitarle sorpresa al desenlace. Aunque ese pequeño círculo santacruceño no se haya repuesto todavía del shock.

Desde el punto de vista político, la muerte de Kirchner desencadenó además un fervor inesperado que parte de la militancia juzgó fundacional y que, un año después, junto con una explosiva recuperación en la actividad y el consumo, contribuyó probablemente a la demoledora reelección de Cristina Kirchner en las urnas, con un 54% de los votos. El entusiasmo se expresó tanto hacia afuera como hacia adentro de ese círculo de santacruceños ensimismados, desconfiados y, por consiguiente, ásperos en el trato con todos los sectores.

“Déjenme un segundo”, ordenó Parrilli, una vez dispuestas las directivas para desalojar el recinto de la Casa Rosada y emprender la caravana por las calles de Buenos Aires hacia el Aeroparque Metropolitano. Desde allí se iba a llevar el cuerpo al mausoleo de Río Gallegos.

Eran casi las 13 y Parrilli hizo silencio. Los que se habían quedado hasta el último momento —Carlos López, hombre de confianza del funcionario; Flavio Riquelme, administrador de Servicios Generales de la Secretaría de la Presidencia, y Grosman— empezaron a apartarse de la escena. Parrilli apoyó entonces su mano en el cajón y conversó, en voz alta y durante un buen rato, con el cuerpo de Néstor Kirchner.

Es difícil entender el kirchnerismo sin esa ceremonia casi religiosa. Un proyecto que apareció en el plano nacional casi por casualidad, allá por 2002, cuando Eduardo Duhalde buscaba un candidato capaz de derrotar a Carlos Menem en las elecciones presidenciales de 2003, pero que adquirió estética y épica propias en 2008, al ritmo de la caja estatal, luego del conflicto agropecuario y con el advenimiento de gran parte del progresismo militante. Una impronta que no solo logró la adhesión de una porción importante de la clase media, sino también, desde la óptica económica, un cambio radical en la relación entre el Estado y las empresas privadas. “Vengo a proponerles un sueño”, leyó Néstor Kirchner, e inmortalizó la frase.

Era el 25 de mayo de 2003, la Plaza de los dos Congresos rebosaba de optimismo y el santacruceño asumía ante la Asamblea Legislativa. El peronismo, actor decisivo en la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, parecía por una vez cohesionado y convencido de un proyecto común. Casi no había grietas ideológicas. Eduardo Camaño, presidente de la Cámara de Diputados, corrió hasta la banca de la ex cavallista Fernanda Ferrero y la disuadió, a tiempo, de lo que él y el partido habrían juzgado un papelón: desplegar un cartel contra la presencia de Fidel Castro, que miraba desde el palco junto con los presidentes Hugo Chávez y Luiz Inácio “Lula” da Silva. Camaño agarró el cartel, lo puso bajo el saco abrochado y lo mantuvo con el brazo.

Eduardo Duhalde, que había elegido a dedo a su sucesor después de evitar elecciones internas en el peronismo, era otro de los homenajeados. “¡Te vas como un campeón, cabezón!”, le gritaron desde lejos, y el recinto volvió a ovacionarlo.

Kirchner pronunció entonces un discurso moderado y sin agresiones. “Venimos desde el sur del mundo y queremos fijar, junto a ustedes, los argentinos, prioridades nacionales y construir políticas de Estado a largo plazo para, de esa manera, crear futuro y generar tranquilidad. Sabemos adónde vamos y sabemos adónde no queremos ir o volver.”

Había llegado con una sonrisa, acompañado por sus hijos y por su mujer, la entonces senadora Cristina Fernández. Era un día histórico. Pocos imaginaron entonces que se inauguraba un proceso de transformaciones múltiples y una sola constante: el manejo vertical de un poder que no saldría del matrimonio. Una exitosa sociedad política que ya desde Santa Cruz, años antes, trataba al poder como bien ganancial. En esa mesa pequeña e inexpugnable se confundieron desde entonces la república, el gobierno, el partido y la familia. Solo había que tener los votos y, con ellos, todas las herramientas del Estado.

El kirchnerismo empezó así a manejar el país. Fue el inicio del proyecto político más largo de la historia argentina. Cuenta Alberto Fernández que, a poco de asumir, Kirchner lo mandó reunirse con los principales intendentes del conurbano bonaerense. El jefe de Gabinete, que presidió aquel encuentro, les dijo entonces a todos: “Este es un proceso para gobernar veinte años. O están con nosotros o contra nosotros. No hay otra opción”.

Hay gestos sutiles, imágenes, palabras soltados casi por formalismo que, vistos en perspectiva, pueden ahora cobrar cabal significación. Ese 25 de mayo, antes de hacer un breve malabar con el bastón presidencial que recibía de Duhalde y provocar una risotada de admiración en Cristina, Kirchner pronunció 29 veces la palabra “Estado”. “Por mandato popular, por comprensión histórica y por decisión política, esta es la oportunidad de la transformación, del cambio cultural y moral que demanda la hora. Cambio es el nombre del futuro”, dijo, y repitió varias veces la última frase. “Concluye en la Argentina una forma de hacer política y un modo de cuestionar al Estado. Colapsó el ciclo de anuncios grandilocuentes, grandes planes seguidos de la frustración por la ausencia de resultados y sus consecuencias: la desilusión constante, la desesperanza permanente.”

Nacía el Estado kirchnerista, una corporación cuyos entretelones nos proponemos mostrar y que requería, como en toda consolidación histórica, del respaldo mayoritario de la población y la dirigencia en general. El presidente lo planteó ese día en el discurso. “Ningún dirigente, ningún gobernante, por más capaz que sea, puede cambiar las cosas si no hay una ciudadanía dispuesta a participar activamente de ese cambio.”

Pero la eternidad y la política no se llevan bien. Por un buen tiempo, Néstor y Cristina creyeron que sí y desafiaron a todos. Néstor murió y Cristina encontró los límites de su gestión. Cosas que tienen la naturaleza y la política. Y así, de aquel Estado inteligente, controlador, moderno y expansivo, que, en sintonía con el auge de la región, permitió mejorar varios indicadores sociales, estimular ganancias en la mayor parte de las empresas e ilusionar a los primeros seguidores, se pasó a otro, obsoleto, incapaz, costosísimo, ineficiente y corrupto. Es la estela que dejará el kirchnerismo más allá de logros evidentes, como el crecimiento explosivo en la economía durante casi una década, la recomposición de los salarios que había pulverizado la devaluación de 2002 y, hasta 2007, una genuina recuperación del empleo.

De aquel discurso inaugural de Kirchner, hay párrafos que abordan temas económicos que, diez años después y a la luz de los resultados, dan cuenta del fracaso de gran parte de esas intenciones: “Con equilibrio fiscal, la ausencia de rigidez cambiaria, el mantenimiento de un sistema de flotación con política macroeconómica de largo plazo determinada en función del ciclo de crecimiento, el mantenimiento del superávit primario y la continuidad del superávit externo nos harán crecer en función directa de la recuperación del consumo, de la inversión y de las exportaciones”, empezó.

“Sabemos que la capacidad de ahorro local y, por ende, el financiamiento local, es central en todo proceso de crecimiento sostenido. Ello requiere estabilidad de precios, entidades financieras sólidas y volcadas a prestar al sector privado, personas y empresas, con eficiencia operativa y tasas razonables”, continuó, para concluir: “El desarrollo del mercado de capitales con nuevos instrumentos, con transparencia, con seguridad, es fundamental para recuperar la capacidad de ahorro y para alejarnos definitivamente de las crisis financie

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