Revolución senior

Sebastián Campanario

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

Agradecimientos

A Vigie, Oli, Matu y Nico, por todo el apoyo, la paciencia y la energía que me dieron para escribir este libro.

A mi mamá y a mis hermanos Carmen, Patricia y Fernando. 2018 fue un año difícil.

A mi viejo, Pedro Campanario, quien inspiró las páginas que siguen.

A Glenda Vieites y Gaby Vigo, editoras de Penguin Random House, por la confianza de siempre. Este es el tercer libro con ellas y hay otro en camino. Ya jugamos de memoria.

A Twitter Argentina: un porcentaje muy alto de la información y de las ideas de Revolución senior surgieron de la interacción en ese territorio.

A mis editores en La Nación (Silvia Stang, José del Río, Nacho Federico, Alfredo Sainz, Violeta Gorodischer, Javier Navia). Mucho de este trabajo tuvo su origen en notas conversadas con ellos y en las repercusiones posteriores con los lectores.

Prefacio

El contraataque de los perennials

A fines de la década de 1990, en la redacción del diario Clarín había dos sectores bien diferenciados. En el tercer piso funcionaban las secciones de cierre diario (Política, Economía, Internacionales, Sociedad, Deportes, etc.), la parte “caliente” del medio y el centro gravitacional del poder en el edificio de la calle Tacuarí al 1800, en el barrio de Constitución. Un piso más abajo, en el segundo, se repartían los distintos suplementos semanales o mensuales, que constituían un mundo aparte, casi sin contacto con el cierre diario. Era un ambiente amplio, laberíntico, sin luz natural y cuya disposición espacial cambiaba con frecuencia.

A través de un amigo que me hizo un contacto, comencé a colaborar con el Suplemento Económico a mediados de 1998, el año en el que Clarín llegó a su récord de ventas, con más de 1,2 millón de diarios de tirada algunos domingos. La Convertibilidad de Menem y Cavallo ya vivía una fase declinante, pero la lectura de periódicos y la publicidad en gráfica estaban por entonces en su apogeo.

Los martes llevaba mi sumario con propuesta de notas sobre “finanzas corporativas” (fideicomisos, leasing, futuros y derivados, factoring), un temario aburridísimo sobre el que nadie quería escribir. Mi estrategia era hacerme fuerte en ese metro cuadrado grisáceo, ponerles onda a entrevistados deprimentes y acumular rodaje y publicaciones que me permitieran, más adelante, entrar como periodista fijo al diario. Mientras hacía la cola hasta que algún editor se desocupara y evaluara mi sumario, conversaba con colaboradores de otros suplementos que estaban en el mismo baile.

En una de las iteraciones de cambio de espacio, como en un juego de las sillas, el Económico quedó vecino a la sección Palabras Mayores, un suplemento para la “tercera edad” (después fue el título de una página en la revista Viva dedicada a frases de chicos que mandaban los lectores). Como otros productos del diario, el contenido de Palabras Mayores era el espacio que sobraba entre decenas de avisos vendidos, en este caso de geriátricos, complejos vitamínicos y pomadas antihemorroidales. Las fotos que ilustraban las notas eran las únicas que había entonces en el archivo con personas de más de 60: señores sentados en bancos de plaza dándoles de comer a las palomas, señoras amasando pastas un domingo. Como mucho, imágenes de bancos de fotos estadounidenses que mostraban a parejas mayores de pelo plateado, sonrientes, con equipo de gimnasia y algún resort de Boca Ratón, en la Florida, de fondo.

Las notas variaban entre alguna novedad previsional —escrita por Ismael Bermúdez, una de las figuras del tercero, el cierre diario caliente de Economía, a quien solían rogarle que las escribiera en algún minuto libre—, nuevos tipos de gimnasia y tratamientos médicos. En la contratapa se entrevistaba siempre a alguna “famosa” o “famoso”, que hablaban de las vicisitudes de la vida adulta.

El problema, me comentaban los colaboradores de Palabras Mayores en la cola de espera para que nos atendieran editores, era que ningún famoso quería aparecer en ese lugar deprimente. Lo consideraban un quemo, una nota que les bajaba el precio. Para conseguir personajes, el truco de los jóvenes periodistas pasantes era decirle al entrevistado que se trataba de “un artículo para Clarín”, sin aclarar qué suplemento. Así, incautos, Norma Aleandro o Raúl Lavié, por mencionar dos figuras que eran target de esa página por entonces, se enteraban de la tramoya luego de que la nota salía publicada, con títulos del estilo de “Me siento muy activa para mi edad”, “Uno aprende a apreciar otras cosas con el paso del tiempo” o similares.

Veinte años después, cuando preparaba una nota larga para la revista del domingo de La Nación sobre la #revolucionsenior como próxima batalla inclusiva, tuve un problema similar: muchas de las fuentes a las que llamaba no querían figurar en un contexto “para viejos”. Un publicista de más de 70 se excusó alegando que no se “sentía mayor”; una artista de la misma edad no quería que le sacaran fotos: desde que tenía 70 ya no toleraba salir retratada en un

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