Expuestos

Sergio Roitberg

Fragmento

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A mis hijos, Michel, Cala y Max

A Valeria, mi compañera de vida

Prólogo

¿Quién no se siente en la actualidad desorientado ante los cambios constantes y radicales a los que nos vemos expuestos? En los últimos tiempos la tecnología evolucionó tanto, de manera tan drástica e ininterrumpida, que comenzó a modificar las bases mismas sobre las que los seres humanos nos veníamos organizando desde hacía siglos; alterando nuestras formas de trabajar, relacionarnos y vivir. Se trata de cambios exponenciales a los que nos enfrentamos diariamente y que están erosionando muy rápido todas nuestras certezas.

La disrupción es tan profunda que incluso aquello que considerábamos verdades inmutables está siendo cuestionado. La tecnología médica, por ejemplo, con su capacidad cada vez mayor para editar y reescribir material genético —reparando nuestro cuerpo a medida que se va deteriorando, producto de la edad y de enfermedades— no hace sino poner en duda la idea misma de mortalidad. Pero no solo en el caso de la medicina, sino que muchos conceptos, nociones y objetos cotidianos han comenzado a transformarse ante nuestros ojos y a volverse prácticamente irreconocibles.

Hoy, cuando pensamos en un automóvil, imaginamos un vehículo con dos asientos delanteros y tres traseros mirando hacia adelante; un volante del lado izquierdo; pedales; un parabrisas; cuatro ventanas a los costados; una pequeña ventana alargada atrás; y una trompa lo suficientemente amplia como para alojar un motor de combustión. Además, el auto —en el presente— es concebido como un bien mayormente privado, propiedad de una persona que lo utiliza como su medio de transporte particular.

Pero cuando los autos sean eléctricos, funcionen sin la necesidad de un chofer y estén conectados a Internet de las cosas —una red de objetos que incluye autos y semáforos, pero también heladeras y trenes—, es muy probable que su fisionomía sea completamente distinta: ¿para qué colocar los asientos mirando hacia el frente si no hay nadie que maneje? Si todos somos pasajeros, ¿por qué no ordenarlos en ronda, como si fuera el living de una casa? ¿Y para qué tener un parabrisas, si nadie precisa ver a través de él? Si no hay motor de combustión, ¿para qué dotar al vehículo de una trompa tan larga? Ni qué decir del volante y de los pedales.

Y, más todavía, si el auto está conectado con todos los objetos que lo rodean y puede ver: ¿para qué mantener la distancia con el vehículo que va delante? Además, esta misma conexión hace posible que podamos llamarlo desde cualquier lado, por lo que se vuelve innecesario estacionarlo: en lugar de dejarlo esperándonos, ¿por qué no, mejor, convocarlo en el momento en que lo requiramos? ¿Y por qué entonces no compartirlo con alguien más, para que —cuando nos lleve— también lleve a otra persona?

Así resulta que lo que siempre imaginamos como un auto ya no se parece en nada a un auto. Es más, dada la transformación radical del principal medio de transporte urbano, ya la ciudad no se parece tampoco a una ciudad, tal como la vivimos y concebimos en la actualidad, porque no hay bocinazos, ni embotellamientos, ni autos estacionados. Ni siquiera hay ruido de motores.

Pero no solo los objetos, sino también la forma en que nos relacionamos unos con otros ha sido impactada por estos cambios tecnológicos. Gracias a esos mismos avances que ahora conectan todos los objetos de nuestras vidas, los seres humanos estamos interconectados entre nosotros; fundamentalmente a través de nuestros smartphones, aparatos inteligentes que llevamos en el bolsillo y que nos convierten casi en cyborgs, superhumanos con acceso ilimitado al conocimiento (Google), a bienes (Amazon, Uber) y a cualquier persona del planeta (Facebook, Instagram).

Este libro nació como una hoja de ruta para entender esta nueva forma de relacionarnos, en el contexto de la actualización permanente del mundo que nos rodea. Aquí presento un marco conceptual propio —el Pensamiento Orbital— que pretende ser una herramienta útil para describir la realidad actual, en la que cambios como los recién mencionados han recategorizado al ser humano: ya no somos targets, es decir, meros entes pasivos, sino actores empoderados con acceso a la información y con la posibilidad de diseminarla de forma inmediata y exponencial.

Esta nueva situación ha alterado el equilibrio de poder entre las personas. Mientras que antes solo unos pocos contaban con acceso a los medios de comunicación masiva y podían expresar sus ideas, haciendo primar sus intereses, hoy todos tenemos el mismo poder y la misma posibilidad de ejercer nuestra influencia sobre los demás. Por eso el viejo modo de relacionarnos —basado en la idea de un emisor activo y un receptor pasivo— en la actualidad ya no funciona. El asunto ahora no pasa por comunicar cosas a otro, sino por conectar con él.

El mundo actual es orbital porque todos pertenecemos a una o varias órbitas, aquellos lugares (tanto reales como virtuales) donde interactuamos con nuestros amigos, familiares, colegas y jefes, pero también con personas que quizás nunca hemos conocido cara a cara, como algunos conciudadano

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