El oprobio del hambre

David Rieff

Fragmento

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Pero no vemos ni oímos a los que sufren, y lo terrible de la vida pasa en algún lugar, entre bambalinas. Todo está en silencio, tranquilo, y solo protesta la muda estadística: tantos se volvieron locos, tantos baldes bebidos, tantos niños murieron de inanición… Y este orden, evidentemente, es necesario; evidentemente, el feliz se siente bien, solo porque los infelices llevan su carga callados, y sin ese callar, la felicidad sería imposible. Es una hipnosis general. Es necesario que en la puerta de cada hombre satisfecho, feliz, esté parado alguien con un martillo, y le recuerde con un martillazo de modo constante, que hay hombres infelices, que, por muy feliz que él sea, la vida tarde o temprano le enseñará sus garras, llegará la desgracia, la enfermedad, la pobreza, la pérdida, y nadie lo verá ni lo oirá a él, como él no ve ni oye ahora a los otros.

 

ANTON CHÉJOV, «Las grosellas»

 

 

Las naciones pobres están hambrientas y las naciones ricas son orgullosas, y el orgullo y el hambre estarán en discordia siempre.

 

JONATHAN SWIFT, Los viajes de Gulliver

 

 

A nuestros pies se extiende una gran riqueza; no obstante, su generosa distribución languidece a la vista de cómo se administra. Primordialmente, esto se debe a que quienes gestionan el intercambio de los bienes de la humanidad han fracasado a causa de su obstinación e incompetencia, han admitido dicho fracaso y renunciaron.

Las prácticas de los cambistas poco escrupulosos comparecen en el banquillo de los acusados ante el tribunal de la opinión pública, repudiados por los corazones y por las mentes de los hombres…

Los cambistas han abandonado sus tronos en el templo de nuestra civilización. Ahora debemos devolver a ese templo sus antiguos valores. La magnitud de la recuperación depende de la medida en que apliquemos valores sociales más nobles que el mero beneficio económico.

 

FRANKLIN DELANO ROOSEVELT, «Discurso de investidura», 1933

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adorno

INTRODUCCIÓN

 

 

 

Se suponía que no se presentaría semejante crisis. Si en el año 2000 se hubiera preguntado a la mayoría de los reconocidos expertos en desarrollo que identificaran aquellos factores que en su opinión más harían peligrar sus esfuerzos por reducir considerablemente la pobreza mundial en el nuevo milenio, es muy poco probable que hubieran mencionado el repunte radical y repentino del precio de los principales productos agrícolas, así como el de los alimentos básicos elaborados con ellos, de los cuales dependían, literalmente, los pobres del mundo para sobrevivir. Lo que parece evidente en retrospectiva —que había llegado abruptamente a su fin el prolongado periodo en que los precios de los alimentos disminuían progresivamente— no era en absoluto evidente en aquel entonces. Como reconoció Rajiv Shah, en esa época director de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) con el presidente Barack Obama: «A finales de los años noventa la seguridad alimentaria mundial casi había dejado de ser prioritaria en los asuntos internacionales». Las razones fueron en parte empíricas (aunque evidentemente, en retrospectiva no lo suficiente) y en parte ideológicas, incluso en una supuesta era postideológica. La parte empírica se basa en lo que parecía una disminución secular y no transitoria del precio de los alimentos básicos, los cuales, en 2000, estaban en su mínimo histórico. La parte ideológica radicaba en la presunción de que, en palabras de Shah, «el éxito de la revolución verde [en la agricultura] había permitido a cientos de millones de personas en América Latina y Asia evitar una vida de hambre y pobreza extremas. Los gobiernos —desarrollados y en desarrollo por igual— dieron por hecho que ese éxito se extendería y recortaron sus inversiones en agricultura, lo que les permitió a su vez centrar su atención en otras prioridades»[1].

Se equivocaron palmariamente. A finales de 2006 los precios del trigo, el arroz, el maíz y la soja —los cuatro alimentos básicos de los que principalmente dependen casi tres mil millones de personas que viven con menos de dos dólares al día, no solo como otro elemento entre varios de su dieta (como es el caso en el mundo rico), sino los comestibles de los que dependen casi exclusivamente para evitar pasar hambre— comenzaron a incrementarse vertiginosamente en los mercados mundiales. Cuando alcanzaron el máximo a principios de 2008, el precio del maíz se había incrementado un 31 por ciento, el del arroz un 74 por ciento, el de la soja un 87 por ciento y el de trigo un 130 por ciento, comparados con los de comienzos de 2007, el inicio de lo que terminó por llamarse crisis alimentaria mundial[2]. Los brutales efectos derivados de los precios de los alimentos ofrecidos en el mercado a la gente común fueron casi inmediatos en muchas partes del mundo. En Egipto, por ejemplo, el precio del pan se duplicó en solo unos meses. En Haití, el precio del arroz aumentó un 50 por ciento, mientras que en Sudáfrica el incremento de la harina de maíz fue de un 28 por ciento. Según algunas estimaciones, tomadas en conjunto, el gasto en comida para los pobres del mundo aumentó un 40 por ciento, mientras que lo que pronto llegó a denominarse crisis alimentaria global incrementó un 25 por ciento los costes de importación de alimentos de muchos países pobres. Y en treinta de los países más afectados del mundo, de Etiopía a Uzbekistán, estallaron las revueltas por alimentos.

Se exageró posteriormente la trascendencia de aquellas revueltas. Como sabe todo alumno universitario de primer año de Estadística, la correlación no implica causalidad. Fueron episodios espasmódicos de disturbios civiles, no insurrecciones, menos aún revoluciones. Y dadas las nefastas y duraderas condiciones sociales y políticas de los pobres en esos países, argumentar que la crisis alimentaria fue la principal causa subyacente de los conflictos se parece demasiado a una argucia. Pero es indudable que el alza de los precios enardeció a los pobr

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