
Sátiro de estrellas bajas
“En las tejas de pizarra/ el viento, furioso, muerde.”
“Preciosa y el aire”, de Federico García Lorca
Luna de pergamino
La gitana se llamaba Preciosa. Y su nombre era un acto de justicia.
A Preciosa le gustaba escapar por las noches, cuando una parte de su gente dormía y la otra parte, celebraba misterios.
Entonces ella se calzaba sandalias de cuerda, trenzaba con firmeza su cabello y se marchaba con la sola compañía de su pandereta.
Su pandereta, luna de pergamino, era lo que Preciosa más amaba en el mundo.
La joven gitana no iba en busca de pecados. No iba a encontrarse con hombre blanco ni con gitano, ni rico ni pobre… No era por eso que Preciosa se escapaba del campamento y tomaba por senderos flanqueados de laureles. Senderos que conducían al mar. La guiaba su amor por la música y por la noche. Nada la apasionaba tanto como tocar su pandereta por los senderos, calzando sandalias de cuerda y con pollera colorida.
A medida que avanzaban la gitana y su música, el silencio huía hacia la playa. ¡Pobre! Al final quedaría atrapado entre el repiqueteo de la pandereta y el rugido de las olas.
Al oeste del camino que Preciosa seguía, a la altura de las sierras, se alzaban casas de torres blancas, custodiadas por soldados. Eran las casas de los ingleses que, parecido a los gitanos, estaban durmiendo. O estaban celebrando misterios en sus casas blancas, con los ventanales cerrados y los cortinados corridos.
Sátiro de estrellas bajas
Pero alguien ha visto pasar a Preciosa una y otra vez. Alguien que, enceguecido por la belleza de la joven gitana, decidió tomarla sin su consentimiento.
Pasa Preciosa tocando su pandereta, luna de pergamino.
El sátiro la espera apostado en un árbol. Tiene cientos de brazos, algunos fríos, otros calientes. Silba. Y no lleva ropa.
—Niña, deja que levante tu vestido para verte.
Asustada, Preciosa alza la cabeza hacia el sitio desde el cual llega la amenaza. Allí está el sátiro, girando como un trompo, arremolinado en torno a sí mismo. Se detiene, despliega sus muchos brazos y desciende sobre la gitana.
—Niña, deja que levante tu vestido para verte.
Preciosa tira la pandereta, luna de pergamino, y corre, corre, corre. Pero su desesperación no podrá contra el viento que la persigue, la rodea, la detiene y la obliga a cambiar de dirección. Perseguida por el viento sátiro, Preciosa clama socorro. Pero nadie la oye.
—Niña, deja que levante tu vestido para verte.
A su alrededor, los olivos intentan ayudarla.
—Corre, Preciosa, de prisa. Escapa del viento verde.
—No des vuelta la cabeza.
—No mires por donde viene.
Más arriba de los pinos
Los árboles intentan detener el viento para darle a Preciosa un tiempo de escape.
—Niña gitana, escucha, no debes bajar al mar. Más bien, sube las montañas.
Arriba, en la cima de las sierra está la casa del cónsul de los ingleses. Preciosa no duda y comienza a subir la cuesta.
El viento lucha por derribarla.
La joven gitana grita. Y el mismo viento es el que lleva su voz hasta los soldados que cuidan la blanca casa del inglés. Alertados por los gritos que agujerean la noche, tres soldados se ciñen sus capas oscuras y bajan, espada en mano. El viento, sátiro de estrellas bajas, los ve acercarse. Y aumenta su fuerza. Quiere derribar a la gitana, empuja, empuja y lo logra. Preciosa cae, se lastima las manos, sangran sus rodillas. Se levanta, pero enseguida el viento vuelve a derribarla.
Los soldados han comprendido lo que ocurre y se apresuran. Frente a las tres espadas que avanzan decididas, el viento retrocede. Aúlla maldiciones, jura venganza.
Los soldados ayudan a la niña a levantarse y la llevan a la casa del cónsul.
—¿Qué es a estas horas? —pregunta el inglés, sorprendido de que llamen tan tarde a su puerta.
Los soldados deben dar explicaciones.
—Es una joven gitana a la que el viento persigue con fines oscuros.
—¡Y qué quieren que yo haga! —grita—. ¿Pretenden que le dé asilo a una gitana? Llévensela de aquí.
Los soldados no pueden hacer más.
—Vete, jovencita. Aprovecha ahora, que el viento ha retrocedido. ¡Y te ampare l