Infierno (Canto de las tierras divididas 1)

Francesco Gungui

Fragmento

cap-1

1

DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.*

La enorme inscripción brillaba sobre el macizo portal de mármol blanco de la Catedral del Mar de Europa. Las letras estaban envueltas en llamas y proyectaban resplandores amarillos y anaranjados sobre las cornisas ennegrecidas y las estatuas. Bajo la inscripción pasaban las imágenes del Infierno. De día y de noche. Ininterrumpidamente.

Se veía a un chico de unos veinte años tumbado en el suelo, parcialmente oculto por una roca. Detrás de él, un sendero ascendía unas decenas de metros por una pendiente, y terminaba ante imponentes murallas de cemento. De repente, en el plano apareció el hocico de un perro. Olfateó el aire, se volvió hacia un lado y hacia el otro, y con la pata escarbó el suelo. El perfil de un segundo perro salió de la oscuridad, ladraba con rabia, salpicaba baba a su alrededor. Solo cuando se materializó una tercera cabeza, el cuerpo del animal avanzó hacia el chico. Tenía patas robustas, pecho ancho y musculoso, el pelo erizado ya manchado de sangre.

El grito de una niña retumbó en la plaza en cuanto las tres cabezas empezaron a girar nerviosamente, mostrando los tres cuellos unidos a un único cuerpo. Era un cerbero, una de las criaturas monstruosas de las que está infestado el Infierno. Sus músculos se hinchaban cada vez que se erguía una de las cabezas, mientras las otras golpeaban con violencia el suelo, conteniendo a duras penas una furia a punto de estallar.

Luego el cerbero se abalanzó sobre el chico.

Alec se paraba siempre a ver unos minutos esa proyección después de la jornada de trabajo en el Casino. Aquel espectáculo constituía un pobre pero suficiente consuelo que le recordaba que, pese a todo, su vida era mejor que el Infierno.

Con las manos hundidas en los bolsillos y la espalda apoyada en el muro de una de las casas derruidas que antaño habían sido viviendas de pescadores, Alec observaba aquellas escenas y se preguntaba por las culpas de los condenados.

—¿Tú crees que muere? —preguntó una voz femenina detrás de él.

Alec se volvió y sonrió.

—Hola, Maureen.

La sudadera negra le ocultaba los pechos y las caderas, y los vaqueros anchos le tapaban las piernas esbeltas, mientras que la capucha calada sobre la frente retenía el largo pelo rizado y hacía sombra a su piel aceitunada y a sus ojos profundos. En el trabajo llevaba minifalda y tops provocativos, pero cuando salía del Casino difícilmente un cliente la habría reconocido.

La imagen de la pantalla desapareció y, en vez del cerbero, apareció el símbolo de la Oligarquía: el círculo de fuego con los cuatro rayos, uno por cada oligarca de Europa. Su unión la ratificaba el fuego, su poder hundía sus raíces en la justicia absoluta del Infierno.

La pantalla se oscureció unos segundos, a continuación mostró una toma aérea del gran cráter infernal. Las laderas estaban cubiertas por una densa vegetación que enralecía a medida que ascendía hacia la cumbre, donde se elevaba el primer anillo imponente de murallas de cemento. Alrededor de todo el volcán se extendía un mar que se perdía en el horizonte.

Aquellas imágenes, que se proyectaban en las fachadas de todas las catedrales de Europa, habían ejercido siempre una extraña fascinación en Alec. Para él, el Infierno no era solo «la mayor cárcel de máxima seguridad que ha existido jamás», como la definían los políticos en los debates televisivos, sino también el único rostro del mundo libre.

Además de los edificios en ruinas, de las calles inmundas y del Casino donde trabajaba, existían sin duda otros volcanes, otras montañas y otros mares: en cualquier caso, a un chico de diecisiete años le atraían, aunque tenía que recortarlos de las escenas macabras de los condenados que morían en los círculos infernales.

—Ayer en el Casino se llevaron a uno —dijo Maureen, tratando de no pensar en el chico muerto—. Un hombre de unos cincuenta años que viene siempre a beber y a jugar.

—¿Por qué?

—Creo que traficaba con nepente.

El nepente era la droga más difundida en Europa, también entre los jóvenes. Eliminaba cualquier dolor, cualquier miedo, hacía que te olvidaras de tu vida.

Sin embargo, Alec había visto como muchos de sus amigos se quemaban el cerebro y acababan en el Infierno por ceder a esa tentación.

—Los traficantes son los que manejan el cotarro en el Casino.

—Sí, pero de vez en cuando tienen que detener a alguno. Han dicho que por su culpa han muerto dos chicos.

—Verás como cuando salga estará mejor que antes. Los que son como él siempre salen bien parados; en cambio, los infelices a los que meten en el Infierno para despejar las calles mueren a la semana.

Maureen no se lo rebatió. Sabía perfectamente que esas palabras llenas de rencor no las decía sin motivo. Un amigo de Alec, un año antes, había sido condenado al Infierno por robo. Lo habían pillado de noche en el almacén de una tienda de comestibles, y no se había vuelto a saber nada de él.

—De todas formas, el tío no movió ni un músculo —prosiguió Maureen—. Los hay que se ponen a llorar o a gritar como locos. Pero ese permaneció impasible. ¿Cómo se consigue eso?

Alec se encogió de hombros. No tenía idea de cómo reaccionaría él si lo condenaran al Infierno, si descubriesen sus incursiones nocturnas en la tienda de comestibles o los proyectiles que les compraba habitualmente a los guardias de la Oligarquía. Lo habrían mandado allí un año, quizá dos, puede que al primer círculo. Había quien decía que un año podías aguantarlo, volvías incluso mejor que antes, pero Alec no se lo creía.

La proyección se interrumpió unos instantes. Los reflejos anaranjados de la inscripción candente se vieron reemplazados por una luz blanca, casi cegadora.

En el centro del plano apareció una mansión enmarcada por un cielo azul y por un trozo de mar que se vislumbraba a los pies de una colina de olivos. Alrededor de la mansión, flores de mil colores se mecían con cada soplo de viento. Había además una piscina de piedra y una cascada que manaba de una roca, reflejando decenas de pequeños arcoíris. Dos niños se salpicaban agua, mientras en una mesa de cristal transparente un hombre y una mujer disfrutaban de un desayuno copioso. Al otro lado de la mansión descollaban altas estatuas de mármol con ornamentos dorados y plateados. Luego se materializó el rostro de un hombre, con el cabello entrecano, ojos azules, la piel ligeramente bronceada y una sonrisa beatífica. El movimiento de sus labios se adelantó unos segundos al sonido, que salía de los altavoces instalados en las cornisas de la catedral.

«Elige otra vida, elige lo mejor. En el corazón del Mediterráneo, espléndidas mansiones. No esperes que la vida elija, elige tú la vida que quieres.»

—Tendríamos que ir a vivir allí —dijo Alec—. ¿Te imaginas? Te levantas por la mañana, te bañas en la piscina, desayunas en el jardín…

—Tendría que trabajar dos mil años para poder pagarme una casa así.

—Vale, pues empieza, dos mil años pasan volando.

La mansión desapareció y la atmósfera clara de las residencias del Paraíso de nuevo se vio reemplazada por las imágenes del Infierno.

Tres chicos trataban de encender una fogata en un pequeño hueco entre las

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