Divergente - Cuatro. Un libro de la saga Divergente

Veronica Roth

Fragmento

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El trasladado

 

 

Salgo de la simulación con un grito. Me escuecen los labios y, cuando aparto la mano, compruebo que tengo sangre en la punta de los dedos: debo de haberme mordido durante la prueba.

La mujer osada que se encarga de la prueba de aptitud (se llama Tori, según me ha dicho) me mira raro mientras se estira el cabello hacia atrás y se lo recoge en un moño. Tiene los brazos completamente cubiertos de tinta: llamas, rayos de luz y alas de halcón.

—Cuando estabas en la simulación..., ¿eras consciente de que no se trataba de algo real? —me pregunta Tori mientras apaga la máquina.

Su tono es despreocupado, al igual que su expresión, pero se trata de una despreocupación premeditada, aprendida tras años de práctica. Sé reconocerla en cuanto la veo; siempre la reconozco.

De repente noto cómo me late el corazón. Es lo que mi padre dijo que sucedería: que me preguntarían si había sido consciente de que era una simulación. También me dijo lo que debía responder cuando lo hicieran.

—No. Si lo hubiera sido, ¿crees que me habría mordido así el labio?

Tori me observa atentamente durante unos segundos; después se muerde el aro del labio antes de anunciar:

—Felicidades. Has conseguido un resultado de Abnegación perfecto.

Asiento con la cabeza, aunque la palabra «Abnegación» es como una sentencia de muerte.

—¿No estás contento? —me pregunta.

—Los miembros de mi facción lo estarán.

—No te pregunto por ellos, sino por ti.

Las comisuras de los labios y de los ojos de Tori se inclinan hacia abajo, como si de ellos colgara un peso. Como si algo la entristeciera.

—Esta habitación es segura —añade—. Aquí puedes hablar con plena libertad.

Esta mañana, antes de llegar al colegio, yo ya sabía cuál sería el resultado de mis elecciones en la prueba de aptitud. He escogido la comida en vez del arma. Me he arrojado delante del perro para salvar a la niña. Sabía que, después de tomar esas decisiones, la prueba terminaría y me darían un resultado de Abnegación. Y no sé si habría tomado las mismas decisiones si mi padre no me hubiera entrenado, si no hubiera controlado a distancia cada segundo de la prueba. Entonces ¿qué esperaba? ¿Qué facción quería?

«Cualquiera de ellas. Cualquiera, menos Abnegación».

—Estoy satisfecho —respondo con determinación.

Por mucho que diga, no estoy en una habitación segura; las habitaciones seguras no existen, ni las verdades seguras, ni secretos que sea seguro contar.

Todavía noto los dientes del perro mordiéndome el brazo, desgarrándome la piel. Saludo con la cabeza a Tori y me dirijo a la puerta, pero, justo antes de marcharme, ella me sujeta por el hombro.

—Tú eres el que debe vivir con tu elección —dice—. Los demás se sobrepondrán y lo superarán, decidas lo que decidas, pero tú no lo harás nunca.

Abro la puerta y salgo.

 

 

Vuelvo al comedor y me siento a la mesa de Abnegación, entre una gente que apenas me conoce. Mi padre no me permite asistir a casi ningún acontecimiento de la comunidad. Asegura que causaré problemas, que perjudicaré su reputación. Me da igual, prefiero estar en mi dormitorio, en la casa en silencio, antes que rodeado de los deferentes y contritos abnegados.

Sin embargo, debido a mi continua ausencia, los demás abnegados desconfían de mí, están convencidos de que tengo algo malo, de que estoy enfermo, peco de inmoral o, simplemente, soy raro. Ni siquiera los dispuestos a saludarme con la cabeza llegan a mirarme a los ojos.

Me siento y me aprieto las rodillas con las manos mientras observo las otras mesas, mientras los demás alumnos terminan sus pruebas de aptitud. Los eruditos han cubierto su mesa de material de lectura, aunque no están todos estudiando, sino fingiendo, compartiendo conversación en vez de ideas y clavando rápidamente la mirada en las páginas cada vez que creen que alguien los mira. Los veraces hablan a voz en grito, como siempre. Los cordiales ríen, sonríen, se sacan comida de los bolsillos y se la reparten. Los osados son estridentes y chillones, se retrepan en mesas y sillas, se apoyan unos en otros o se pinchan y se provocan entre ellos.

Yo quería cualquier otra facción, cualquier otra facción que no fuera la mía, en la que todos han decidido ya que no merece la pena prestarme atención.

Al final, una mujer erudita entra en el comedor y levanta una mano para pedir silencio. Los abnegados y los eruditos se callan de inmediato, pero no consigue que los osados, los cordiales y los veraces sean conscientes de su presencia hasta que no grita: «¡Silencio!».

—Las pruebas de aptitud han terminado —anuncia—. Recordad que está prohibido hablar sobre los resultados, incluso con vuestros amigos y vuestra familia. La Ceremonia de la Elección será mañana por la noche en el Centro. Calculad que tendréis que llegar diez minutos antes del inicio. Podéis marcharos.

Todos corren a las puertas, salvo nuestra mesa, que espera a que todo el mundo salga antes de ponerse en pie. Conozco el camino que seguirán mis compañeros abnegados para salir, por el pasillo y las puertas principales hacia la parada del autobús. Es posible que estén allí más de una hora, dejando a los demás subir antes que ellos. Creo que no puedo seguir soportando este silencio.

En vez de seguirlos, me cuelo por una puerta lateral y salgo al callejón que hay junto al colegio. Ya conozco esta ruta, aunque suelo recorrerla despacio para que no me vean ni me oigan. Hoy me limito a correr.

Corro hasta el final del callejón y salgo a la calle vacía tras saltar por encima de un socavón de la acera. El viento me azota con mi chaqueta abnegada, suelta, así que me la quito de los hombros para que ondee detrás de mí, como una bandera, antes de soltarla. Me remango la camisa hasta los codos mientras corro, frenando un poco cuando mi cuerpo ya no es capaz de aguantar el ritmo. Es como si la ciudad entera pasara junto a mí, emborronada, unos edificios pegados a otros. Oigo mis pisadas como si me fueran ajenas.

Al final tengo que detenerme porque me arden los músculos. Estoy en el páramo sin facción, entre el sector de Abnegación y la sede de los eruditos, la de los veraces y nuestros lugares comunes. En todas las reuniones de la facción, nuestros líderes, normalmente a través de mi padre, nos piden que no tengamos miedo de los abandonados, que los tratemos como seres humanos y no como criaturas rotas y perdidas. Sin embargo, a mí jamás se me había ocurrido tenerles miedo.

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